sábado, 31 de diciembre de 2011

El camino

Tus ojos se quedaron grabados
en mi memoria,
brillan mientras los faros se
desvanecen sobre una cortina
azul.
Tu piel se quedó grabada
en mis manos,
que escribirán sobre otros mundos,
chica del espacio;
tu voz se quedó grabada
en mi aliento,
que respira soñando en
ti mientras cruzo el umbral
de la vigilia.
Tu boca se grabó en mi boca,
que divaga en una canción mientras
flota sobre el camino.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Adiós al verano

Ya no veo al sol caer,
dentro de tus ojos,
ni la brisa nos acompaña
al caminar.
Ya no siento la arena en
los pies.
Ni las olas,
al abrazarnos.
Ya no escribiré
versos en la orilla,
que el mar,
arrebatará.
Ya no habrá
un dios que temer,
sólo la oscura libertad,
y una playa para
reposar,
del miedo que causa,
la distancia.
Y la necesidad,
de sobrevivir...
Ya no escucharé
tu nombre,
entre la lluvia,
ya no sentiré
tu tacto
ni el fuego
en tu piel,
Ya no escribiré,
versos en el aire.
Ya no habrá
un dios que temer,
sólo la oscura libertad,
y una playa,
para descansar.
Del miedo que causa,
la distancia,
del miedo que causaba,
la distancia.
Del miedo que causa,
la distancia,
del miedo que causaba,
la distancia.........










lunes, 5 de diciembre de 2011

Casino beat

Lo último que recuerdo de esa tarde es haber dicho que no.

El sitio, al que llamaban "Casino beat", pero que de casino sólo tenía el azar de los extraños que se encontraban, era una sucia covacha con cuatro mesas de madera por lado, un viejo monitor Panasonic que servía de karaoke, y una destartalada refri que servía de bodega para la embriaguez. Eso sí, la música era excepcional: desde Ilegales hasta Sepultura, atravesando Metallica, Soda Stéreo, una que otra de Vilma Palma e Vampiros y alguna más de Enanos Verdes.

Una palabra, cuya enunciación ya no recuerdo, fue la mecha que encendió la pólvora. De inmediato, el obscuro lugar, cuyos muros parecían recubiertos de rostros humanos, se vio iluminado por un destello al que inmediatamente siguió la música de los golpes y las pinceladas de la sangre. La música paró. Ni siquiera recuerdo quien dio el primer kiño; sólo sentí de inmediato que el alcohol, el fervor y la sangre elaboraban un coctel en mi cabeza.

Esa noche sentí que debía volver a mi animalidad. Lo último que recuerdo de esa tarde es haber dicho que no.







lunes, 28 de noviembre de 2011

22

Mientras pienso en tus sublimes ojeras, la niebla se ha colado por la ventolera.
Escucho una noticia sobre la guerra, y la sangre ha salpicado a mis oidos.
Desde mi estudio miro a la ventana del hospital; una palmera se interpone entre el viento cargado de smog y el aire impregnado de formol.
La luz de un faro atraviesa mi perciana; me deslumbra hasta el insomnio.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Casualidad

A veces quisieras comprobar que el destino existe realmente, sobre todo, cuando sin darte cuenta, pretendes que las señales más dispersas coincidan para darte la razón. Por ejemplo, si vas por la calle, miras a la esquina y tu memoria hace un click retrospectivo que te obliga decir "esto ya lo soñé". O cuando piensas en la última vez que miraste a una persona, y por casualidad, al abrir tu blog descubres un post cualquiera con esa misma fecha. O cuando miras al horóscopo de hace varios días, suspiras y dices "es verdad, fue precisamente lo que me ocurrió".

Hoy he visto mi horóscopo y me asegura que haré un viaje dentro de siete meses. Me pregunto si en realidad me desplazaré hacia otro tiempo y espacio, o si moriré.

martes, 15 de noviembre de 2011

Vuelvo a casa



He cancelado mi cuenta bancaria. Los veinte dólares que me quedaban los he gastado en un vulgar puesto de comida, en una cerveza, en la propina del vigilante de los carros. Las últimas monedas, se las tiré en el sombrero a una viejecita que vendía flores y estampitas en la puerta de la iglesia.

—Dios le pague —alcancé a escuchar. ¡Pobre vieja!

Cerré con candado el cuarto que arrendaba en el centro histórico. El día que mi gato falleció, comprendí que nada es para siempre y que tarde o temprano es preciso retornar. Desde luego, los funerales de mi gato fueron fantásticos, aunque solitarios. El viejo fantasma del ratón que solía molestarnos, al fin estaría a sus anchas. Después de todo, aún quedaban galletas en la alacena.

Procuré hacer mi cama, en caso de que alguna vez mi energía itinerante no hallara donde pasar la noche. Los pocos libros que tenía los doné a la biblioteca, y los escasos discos que sobrevivieron a la lluvia que un día oscureció mi habitación, los regalé a la radio universitaria. Quizás los conviertan en mp3. Que más da. El resto de cosas, decidí quemarlas para que nunca formen parte de un mercado de pulgas de mala muerte. Siempre odié por ejemplo ver como las cubiertas de los viejos discos de vinilo perdían sus colores bajo el ridículo sol de la ciudad de Quito. Al salir, dejé en un sobre los cien dólares que la casera solía cobrarme cada 17. 17, igual que el promedio con el que me gradué del colegio. A propósito, esa tarde, luego del rebulicio en casa, pasé por mi colegio. No tengo buenos recuerdos de ese lugar. Pero ya no importa. Me di el lujo de romper varias ventanas; nadie sospecharía de un individuo de treinta y tantos. También robé mi expediente. no sabía que aún conservaban esos documentos. Los baños me daban asco. El sitio continuaba igual de repugnante.


Junto al colegio, había un puesto de papas con cuero y fritada, en donde la vendedora, a falta de refrigador, tenía las colas en una descolorida lavacara con agua -que supongo- alguna vez fue hielo. Con la misma mano que mecía la fritada, recogió el último billete de un dólar, un sucio y viejo retrato de George Washington. Desde luego, la comida no pudo satisfacerme, y finalmente terminó entre unos perros hambrientos que se disputaban los huesos a mordidas. Alguna vez tuve un perro. Nunca nos llevamos bien. Las pocas veces que le saqué a pasear, solía olfatear la calle con angustia. Un día, mientras se me ocurrían formas curiosas entre las nubes, escuché que el perro empezó a gruñir. Más tarde, miraba unos carteles, volví a escuchar un ruido similar. Tiempo después regurgitó de la misma manera :olfateaba un cadáver; en aquella ocasión fue una rata arrollada; luego, un pájaro, después un gato, que parecía dormido. Era el mío. Mis mascotas murieron casi al mismo tiempo; mi perro desarrolló un tumor que el veterinario no pudo extirpar. Lo durmieron con una inyección de potasio; también le enterré, y eso fue todo. Las últimas flores que quedaban en mi viejo Chevrolet, las dediqué a mis mascotas; las otras se quedaron en el viejo florero de la urna familiar.

El camino al bosque es largo; por suerte, el país cuenta con grandes extensiones, desde que los campesinos vendieron a precio de huevo sus terrenos, para comprar modestas casas en barrios periféricos de Quito, en nombre del progreso. Estúpidos campesinos, igual que la estúpida vieja de la iglesia. La tarde era espectacular; el sol brillaba, pero el aire era tibio. Siempre me gustó la serranía. En la Costa ya no queda nada de esto; es como una gran finca llena de mosquitos. Acá al menos puedes caminar sin que tu sangre sea el banquete de un nanoejército de seres voladores. Al menos por la noche. 

Extráñamente no se escuchan grillos o camiones. Tampoco burros o cerdos. Hace frío. Mientras camino pienso en mis libros, en las notas que los chicos escribirán sobre ellos, en las páginas que les serán arrancadas, en lo gastados que se pondrán sus lomos dentro de unos años. Pienso en las canciones que me gustaban, en las tardes que me acompañaron mientras hacía mi tarea con varios cigarrillos que en el sifón de la cocina conformaban la más patética obra de arte. Demonios. Quisiera tener un cigarrillo conmigo para acelerar el sueño. De pronto ya nada es visible. La niebla lo ha arrebatado todo. Mi espalda me duele. Es incómodo. La bufanda que robé en esa tienda, -probablemente la última cosa que robaré en la vida,- es como agua para la sed. Cuando me encuentren, espero que no se la lleven. No me gustaría que otra persona le arrebatara mi olor. El golpe en el pecho otra vez.

No sé si he vuelto a casa; sin embargo, por fin siento mis dedos. No sé cuánto tiempo he permanecido inmóvil. De pronto, recuerdo la última carta que leí, y mientras evoco su suave y dulce caligrafía, empiezo a escuchar un ruido similar al extraño gruñido que mi perro solía emitir cuando hallaba a una criatura impresa en el asfalto.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Fade out

Querido Zi:


Todo se desvanece... siento como las escaleras del edificio solitario se convierten en una superficie resbalosa en donde caer no sería ningún acontecimiento extraordinario, o ínfimamente cómico siquiera, pues no hay testigos. Me aferro al café (quizás el último) como si fuera ambrosía de la esperanza. No hay tiempo, ni abrazos, ni voces, y la luz está fatigada. Mi cabeza da vueltas. La fría pared es el único suspiro al que me he podido aferrar por unos segundos, pero mi cuerpo ya no puede más. Hace frío. Desearía un lugar donde dormir. La yerba está húmeda. Ni una voz... me pregunto si en algún centímetro de piel aún aguarda la esperanza. El fantasma de una rata ha atravesado la habitación, mientras el silencio se vuelve corporal.





martes, 8 de noviembre de 2011

Luz artificial

Mientras despegaba, aquella luz solitaria en medio de la nada no dejaba de resplandecer. El ocaso se había extinguido hace rato, y todo era tinieblas... pero aquella luz de alfiler, aquella estrella solitaria que me hacía pensar el avión iba al revés no cesaba. Se extinguirá el sol y las nubes se perderán, pero mi estrella artificial resplandecerá... se apagará la música y solo se escuchará un motor, pero aquella luz continuará iluminando mi mente invertida...

El suéter de rayas

Y me gustaba tu risa triste, pues aunque distante, era cuando más cerca me sentía de tí. Esa sonrisa serena, silenciosa, que hacía juego con tus párpados a medio camino, bajo ese cerquillo de noche obscura y niebla, en donde tenías que adivinar en que sitio se ocultaba la luna para mirarla y hallar por fin la paz interior. Cuando estabas, la vida era como una dulce canción de piano, cuyos golpes se escuchaban desde el otro lado de las montañas, que atravesaban un vaso de cerveza y convertían el celeste en miel. Cuando te ausentabas, los libros del mundo se volvían páginas en blanco. Era tan chica tu voz... como si una abeja hablara. Es tan grande el silencio... ya no creo en milagros ni en compasión. Y me gustaba tu risa triste, pues aunque distante, era cuando más cerca me sentía de tí.

domingo, 23 de octubre de 2011

Solo alguien que conocí




    El chico andaba con el obsequio entre sus manos; la bolsa de papel que lo cubría no pudo resistir la lluvia y empezó no solo a resquebrajarse, sino a desdibujarse. Al cruzar la calle pudo divisar un basurero verde y oxidado; decidió que ese objeto de metal sería la última morada de su gesto. Sus quince años que para todos parecían trece, no pudieron acercarlo a una cerveza. Se moría de ganas por probar siquiera un cigarrillo.

  «Mierda, ojalá estuvieran así de atentos también con los corruptos» se lamentó. Pero ni la política, ni la prohibición de fumar, ni el obsequio en la basura cambiarían nada.

    Esa misma mañana despertó más animoso que nunca: se duchó como no acostumbraba a hacerlo, intentó afeitarse aunque no pudo evitar sangrar y escogió lo más decente de su armario, que incluía una camisa de su hermano mayor, Álex, un jean arrugado que no le importó planchar antes le hubiera dado pereza e hizo pasar por su cabeza un objeto extraño, una peinilla, que, según contaba a veces, le daba cosas, pues, le recordaba aquella inspección de piojos de marzo del 98, cuando descubrieron que un compañero suyo, de apellido López o Sánchez, había esparcido la plaga entre la clase.

  Ahora que estaba en tercer curso del colegio, Diego, nuestro protagonista, se sentía listo para lo que muy probablemente sería su primera cita. La había conocido en aquella fiesta de su prima, Paola; el equipo de sonido en la sala era un Phillips de los años setenta, que todavía podía reproducir esos acetatos viejos, cuyas cajas descoloridas y rotas desafiaban al polvo y los rayones. Sin embargo, fue una grabadora Sony que habían regalado a la quinceañera Pao la que reprodujo aquel reguetón que le acercó a Claudia, un año menor que él, quien por una extraña coincidencia de la vida, o quizás porque Juan Carlos el más pintero de la fiesta—, desapareció misteriosamente de la sala junto con Belén, una chica tan alta que no pudo evitar llamar la atención.

   Esa noche, Santiago (el verdadero héroe de este relato) decidió tomar de la mano a Claudia y acercársela a su hermano cuatro años mayor, Diego. El chico odiaba su nombre. Diego. Le sonaba a San Diego, el cementerio. Le sonaba a un sucio túnel del centro de la ciudad. Le sonaba a marca de embutidos. Le sonaba a cliché mexicano. Le sonaba a todo menos a lo que él quería ser. Pero esa noche, «Diego» se convirtió en una palabra mágica, porque Claudia, la chica más linda del lugar (para él, pues para el resto de la fiesta era la escultural Belén, que también desapareció), se tomó la molestia de decirle «Diego, ¿quieres bailar?» 

 Los detalles de lo que sucedió a continuación son más que obvios: el remolino, el set de música nacional que resucitó de nuevo al viejo Phillips, los padres intercambiando anécdotas y quejándose de lo cara que se ha vuelto la vida, los guambras viviendo la vida y celebrando el placer de una de sus primeras borracheras, la casa en el centro, la terraza, la montaña llena de luces... Por supuesto, Diego intercambió su número de celular con Claudia. 

  Pasaron algunas semanas antes de decidirse a llamarla; un primo mayor que él le dijo una vez que las mujeres no soportan a los intensos. En más de una ocasión estuvo tentado a marcarle: Claudia estudiaba en un colegio militar, pues, su padre fue sargento en el ejército y ahora era dueño de una tienda. Muchas veces pasó frente a ese negocio; en una ocasión pensó «si entro por una cola, seguro sale la Claudia mientras me la tomo». Pero el plan no tardó en parecerle absurdo. «Si me demoro tomando la cola, seguro el papá me cacha». 

    Los días continuaban su marcha. Buscarla en el Hi5 tampoco resultó; abrirse una cuenta con el nombre de Don Omar solo sirvió para que en el colegio le armaran tremenda chacota. Un día, luego de varias semanas y noches sin poder dormir pensando en Claudia, Diego optó por la decisión que quizá le hubiera ahorrado toda esa tortura: llamó a su prima Paola primero. Ella le contó que dentro de unas semanas, el 17 de ... sería su cumpleaños, y que le gustaba mucho Alejandro Sanz, aunque le daba un poco de vergüenza admitirlo, ya que todas sus amigas lo consideraban un poco viejo y pasado de moda. 

    El disco original creo que cuesta veinte dólares le sugirió la Pao.
    «Verga» pensó para sí Diego. –Lo conseguiré –afirmó, volviendo a tierra.
    

 Así, nuestro protagonista se puso a planchar, cocinar, lavar platos, pasar hambre en el recreo e incluso regresar a pie desde el colegio Benito Juárez donde estudiaba hasta La Tola, con tal de ver feliz a su querida Claudia. En el pasado, nunca habría hecho tal cosa; con celos primero, pero con pena después, vio en más de una ocasión cómo su hermana mayor Lorena, que ahora vivía en España, recibía con cortés hipocresía de parte de sus románticos admiradores flores, globos, tarjetas, peluches y chocolates, que generalmente él y Santiago terminaban devorando.

    Definitivamente nunca regalaré peluches ni chocolates a nadie solía decirle al Santi, mientras reían con la boca embarrada de bombones.

   El diecisiete estaba a 48 horas; Diego por fin se animó a llamar a Claudia. Dos, tres, cuatro timbrazos... nada. El chico también tenía el número de su casa, que le sacó a Paola a cambio de admitir que «Liga de Quito era el mejor equipo del país», lo cuál tampoco sirvió de mucho, pues, lo único que ocurrió fue que la noche anterior, luego de escuchar una arrogante voz que le dijo «está equivocado», algo se atravesó en su garganta y decidió colgar. 

   Indignado, se le ocurrió llamar a la Pao para constatar si el número de celular de Claudia era, precisamente, el número de la Claudia. Pero Paola tampoco le contestó. Fue entonces que decidió aprovecharse del animoso y juguetón Santi, el niño a quien, pese a todo, le valía madre toda esta historia. Diego pensó que a cambio de unos chocolates, su hermano Santiago le acolitaría a llamar por teléfono a la chica que un día tomó de la mano y la acercó para bailar.

  El Santi no solo ayudó a su hermano llamando a Claudia, sino que le consiguió una cita.

    Diego, dice la Claudia que te pongas al teléfono.
    Calla mocoso, no mientas —respondió.
    ¿No me crees? bueno, ya le digo que no quieres hablar.
    ¡Aguanta, ya voy, no cuelgues chch!
    ¡Qué bestia, como le tratas a tu ñaño el Santi, si es un lindo!
   Hola, Claudia.. como estás.. me dijo la Pao que pasado mañana es tu cumple... no sé, tenía un regalo para vos, pero me da cosas ir a la tienda... tu papá me da un chance de miedo... bueno igual le dejaría el obsequio a tu mamá, pero quiero verte... 
    ¿No te dijo el Santi que sí quiero verte? ya le dije que te asomes pasado mañana a la una y media, que vengo de la práctica de bastoneras del colegio...
    ¿En serio? que bacán... ya pues, de una... ahí si quieres nos tomamos un helado también... ya.. entonces nos vemos el sábado...
    Listo... cuídate también... te veo el sábado, chao.

   Esa mañana (la del sábado) despertó más animoso que nunca; se duchó como no acostumbraba a hacerlo, intentó afeitarse aunque no pudo evitar sangrar y escogió lo más decente de su armario, que incluía una camisa de su ñaño, no del Santi, sino del Álex, que era mayor para él pero también más distante, un jean arrugado que no le importó planchar (antes le hubiera dado pereza) e hizo pasar por su cabeza un objeto extraño, una peinilla, que, según contaba el muchacho, le daba cosas pues le recordaba aquella inspección de piojos de marzo del 98 cuando descubrieron que un compañero suyo, de apellido López o Sánchez, había esparcido la plaga entre la clase. Ahora que estaba en tercer curso, el chico estaba listo para lo que muy probablemente sería su primera cita.

  Sin embargo, era la una y media ya, y Claudia no asomaba. Las dos. Nada. Dos y media. Pensó en llamar. Las tres. llamó. Buzón de mensajes. Nada. A las tres y cuarto empezó a llover; Diego no tenía mochila y se quedó como mudo en medio de la calle. La bolsa de papel de regalo se empapó tanto y Diego estaba tan nervioso jugando con ella que empezó a pelarse. El encuentro sería a la entrada del Centro Cultural Metropolitano; de pronto vio un basurero verde. Sus quince años que a casi todos parecían trece no pudieron acercarlo a una cerveza. Se moría de ganas por probar siquiera un cigarrillo.

  «Mierda, ojalá estuvieran así de atentos también con los corruptos» se lamentó. Pero ni la política, ni la prohibición de los cigarrillos ni el disco compacto de Alejandro Sanz en la basura cambiarían nada. «Santi, mierda... por tu culpa estoy así». «No, Santi, no es tu culpa... gracias Santi, hiciste lo que pudiste». Esa noche, Santiago no le preguntó nada sobre si le fue bien en la cita o no. Quizás pudo notar que la cara de su ñaño no era la más feliz del mundo. En el cuarto que antes fue de la Lore, Álex escuchaba música, aparentemente ajeno a todo.

   Cuatro años más tarde, Diego, quien ya estaba en la universidad, se enteró por un amigo que Claudia había sido novia de Álex.
—Vaya, ¡qué pequeño es el mundo!—exclamó.
¿Quién era Claudia, gordo? le preguntó Adriana, su actual novia, mientras le tomaba del brazo y le pellizcaba.  
Nadie. Solo alguien que conocí una vez.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Chifa


Sale a las 5 PM de su aburrido trabajo en el banco; camina hacia el parqueadero donde lo espera su auto, distante aún de él por otros cuatro años de cuotas. Afuera llueve; las pequeñas gotas de agua que ciertos poemas describen con ternura, le causan molestia. Antes se hubiera dirigido a la universidad, en el sucio bus atestado de gente y malos olores; habría llegado, conversado con sus amigos y con suerte, si el profesor se ausentaba, habría ido por unas bielas a uno de los antros cercanos. Pero ya no. Los tiempos han cambiado y ahora se dirige a su acogedor departamento, por el que paga de arriendo un tercio de su sueldo. Sin embargo, empieza a recordar que durante la anterior sesión de Playstation del domingo olvidó hacer la compra en el supermercado, por lo que tendrá que buscar algo de comer. El Chifa es el sitio más cercano.

Uno para llevar, por favor le dice amablemente a la dueña del lugar, una china de quién sabe cuántos años, pero que todavía tiene porte y una firme voz cuyo dialecto se sumerge entre la antigua China maoísta y la siempre caótica Sudamérica.

¿Chaulafán? le responde al muchacho de terno, de camisa transpirada por el día y las largas filas de personas que no paraban de venir a depositar dinero, a retirar dinero, a entregar formularios mal llenados sobre impuestos y que terminaban siempre peleando por dinero. La panza bajo su corbata no se puede evitar; otros días llegaba con el saco abotonado, pero hoy hace tanto calor que prefiere llevar el saco en brazos.

De camino a casa, en la radio suena una canción de reguetón; «no es momento para estos ritmos», piensa, así que empieza a zippear con la perilla de la radio, primero música del mundo, luego baladas ochenteras, luego una odiosa voz de locutor que intenta seducir chicas regalando canciones, luego la publicidad de una tarjeta que te ofrece unas vacaciones... «vacaciones»... piensa. ¿El Caribe? ¿La Patagonia? ¿San Andrés? ¿Galápagos? Estuvo en Galápagos hace dos años, cuando todavía podía respirar sin dificultad y no como ahora, pese a que quién lo acompañó ya le había advertido sobre sus pulmones.

A continuación empieza el noticiero, y por alguna razón o quizás por simple indiferencia, se decide a no mover un dedo. Política, deportes, economía, internacionales. «China plantea realizar inversiones en el sector petrolero». «El país ha solicitado un nuevo crédito por más de cien millones de dólares». Durante el semáforo, regresa a mirar la tarrina de chaulafán que aguarda en el asiento de copiloto, donde solía ir alguien.

Media hora después, luego de vencer el terrible tráfico, se quita los zapatos, se recuesta y se dispone a mirar la tele, pero no  halla el control. Luego de tantear entre medias sucias, facturas al consumidor final y centavos norteamericanos y nacionales, lo encuentra debajo de la cama. De inmediato, sintoniza un canal de cable y procede a abrir la tarrina, que degustará junto con una lata de Coca-Cola, lo único que quedaba en la refri. De pronto, los párpados son más pesados que el día. No se pregunta si es el aburrido programa o el arroz recalentado lo que le causa ese adormecimiento; simplemente se deja llevar. Empieza a soñar que la corbata le aprieta, y que para librarse de ella tendrá que saltar. Mientras cae al vacío, un dragón se cuela en el escenario y le rescata de una muerte segura. Ya a salvo, se mira a sí mismo en un edificio gigante, con grandes ventanas, con luces de neón y con muchedumbres de personas a las que quizás no conocerá nunca. Despierta, y además de notar que se durmió con la tele prendida y la camisa puesta, al mirar el reloj se da cuenta de que son las dos y media de la mañana. Va hacia el baño, regresa pero ya no puede dormir. Se quita la camisa sucia y la corbata y se pone a cambiar de canal, a ver si encuentra algo lo suficientemente aburrido como para volver al país del sueño. Pero el efecto tarda en llegar. Entonces toma la laptop, que aún está a meses de ser suya, ingresa a facebook, chequea un par de mensajes pero ninguno corresponde al de la persona que solía acompañarlo en el auto, de camino a casa, antes de que una tarrina del  chifa la sustituyera.

Apaga la compu, prende la radio y se da cuenta de que la música es la misma que escuchó hace unas horas mientras venía del trabajo. Busca un disco, pero recuerda que ya todo lo tiene en mp3; siente flojera de buscarlo, siente pereza de encender de nuevo la laptop y se decide más bien por un cigarrillo. El Marlboro no le sabe como siempre; de repente siente que se le baja la presión. Un escalofrío muy singular recorre su médula; es cuando decide buscar alguna pastilla en el velador. Mientras intenta encender la lámpara, por accidente arroja la tarrina del  chaulafán a medio terminar. ¡MIERDA! grita. Entonces decide salir. Busca esa bata, que la persona que antes sustituía en el asiento de su auto a la tarrina que hoy le causaba irritación, le había regalado el día de su cumpleaños. Sale hasta el balcón; un par de niños juegan todavía al fútbol, y un vagabundo, que por las mañanas suele cuidar los carros mientras se estacionan, aspira una botella. Regresa a su cuarto y busca desesperadamente la oscuridad. Se coloca lo más que puede bajo el edredón. «Qué cómodo es aquí dentro» piensa. Y al fin se queda dormido. 

Nada de esto sería especial, de no ser porque se ha repetido cada noche, desde hace mucho tiempo. Los niños jugando. La música de la radio. La lluvia que vuelve intransitable la ciudad. El banco. Las colas. Los gritos. Los reclamos. El estado de cuenta cada 25. Las cuentas. La bandeja de entrada del hotmail repleta de anuncios publicitarios. El facebook lleno de actualizaciones ajenas. Los cientos de chifas dispersos por la ciudad; los millones de chinos dispersos en el mundo.

Una madrugada, luego de soñar que esperaba al dragón, pero que este se había convertido en un artificio mecánico, despertó pensando que ese día haría la diferencia. En su velador ya no habría una tarrina desechable. Como a las 5 AM, saldrá a caminar.

a Hernán Del Pozo

lunes, 12 de septiembre de 2011

Barco fantasma

Todo lo que,
me cuesta respirar,
todo lo que,
me agita el pensar,
y no,
descuida ni un momento,
la voz de un grito
al silencio.
Encallado en la
playa,
con el óxido a
cuestas,
era más grande de
lo que pensaba,
y el dolor,
es una prueba,
y voy,
siguiendo,
la ruta de este
barco fantasma,
algo en vos,
me reclama,
algo en vos,
espera mi llegada.
Y hace rato que
los barcos empezaban
a volar,
no estoy,
pensando
como,
puede el viento,
desaparecernos con
el polvo.
Y no estoy
pensando,
como,
vuelvo al viento,
como el cielo,
se acelera.
Desperté esta mañana,
sobre un banco de arena,
era mi sueño,
una espiral,
abracé una mirada,
el horizonte aguardaba,
y las olas que golpeaban,
mis pies,
no puedo,
uno con la espuma,
las pisadas se deshacen
y viajan
-quien sabe hasta donde-
con la arena y el agua.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El objeto de mis sueños

Muchas cosas han cambiado desde entonces; ya no soy aquel niño de mejillas coloradas y ojos enormes, tampoco ese mismo niño de camiseta de rayas oculta bajo un overol casi rosado. Hace mucho que la litera donde dormía junto con mis ñaños fue vendida -quien sabe a quién- e incluso la casa donde habitábamos, probablemente ya no sea la misma tampoco. Sin embargo, hay un sueño que siempre recuerdo, quizás el primero, no sé si el último. Solía aparecer un lápiz entre mis manos, era rojo y negro, estaba en la cama más alta de la litera y siempre deseaba tener tiempo para despertar, quedarme con el lápiz y saltar hasta el píso par dibujar. No importaba si había una hoja de papel cerca; las paredes eran un sitio ideal, así como los ahora viejos libros de texto de mamá. Incluso, en el espaldar de la cama donde dormían mis padres, había una almohadilla de poliester, tan roja, que simplemente era imposible resistirse a rayar sobre ella.
Un día, le escuché decir a mamá que sí bebías mucho café no podrías dormir. Pensé entonces que, sí me quedaba despierto, a lo mejor el lápiz llegaría por si solo desde esa dimensión fantasma, y de este modo podría asegurarme de quedarmelo entre las manos. Más o menos como la historia de Papá Noel, a quien por cierto, jamás pude conocer. Es más, ni siquiera tenía idea de lo que era la navidad, salvo por un bebé de plástico que un día vi en una funda de caramelos de mi hermano mayor. Volviendo a esa noche, en que por fin pude mantenerme desvelado, el ruido del televisor del cuarto de mis padres no dejaba de escucharse. Pensé entonces que, si apagaba la tele, el lápiz llegaría hasta mis manos, en el más sigiloso de los silencios.

Cuando creces, al fin te das cuenta de porque los adultos en ocasiones te querían muy pero muy lejos; ese día, simplemente, escuché un portazo casi en mis narices. Confundido -más bien irritado- fui hasta la salita, en donde solía jugar con los cojines de los muebles a construir casas. Esa noche, soñé que un lápiz rojo y negro había llegado hasta mis manos. Cuando lo sentí, apreté el puño tan fuerte, que creo que me lastimé con las uñas. Al día siguiente, vi por primera vez a mi padre llevar algo que con el tiempo supe que se llamaba corbata, y a mi hermano colocarse un suéter de color azul, una camisa blanca y un pantalón gris. Por su parte, mamá me hizo despertar más temprano que de costumbre, y me colocó un saco obscuro que solía llevar mi hermano mayor. Ese sería mi primer día en el jardín de infantes.

Ha pasado el tiempo y he tenido lápices de todos los tamaños y colores; he perdido varios de ellos, a otros los he roto con los dientes. Hubo otros que presté y no regresaron jamás a mí, y otros que simplemente extravié entre otras cosas. Ya no soy el niño de mejillas coloradas y ojos enormes; muchas cosas han cambiado desde entonces.

sábado, 27 de agosto de 2011

Cosplay


Al mirarlo, era inevitable sentir que te kagabas de risa. Su capa roja, desteñida, era el tema preferido de charlas entre hermosas chicas fashion con rostros de color distinto al de sus brazos y muslos, entre viriles muchachos que destapaban botellas color café con los dientes, e incluso entre elegantes profes con un suéter en los hombros y un libro entre las manos.

Su nombre era Carlos López, y probablemente de entre todos sus miles de homónimos en Iberoamérica, era el único que venía a clases todos los días con una capa y un sombrero. Un amiga en común, Miriam, me contó alguna vez que la intención de aquella prenda, más que emular a Superman, era un desafío abierto a los convencionalismos de la moda, y que probablemente un día no sería repudiado, sino imitado. Los días pasaban y la tan anhelada tendencia no llegaba. Pero Carlos no dejaba de ir puesto la capa. Algunos chicos le decían el mago; no faltó el típico comentario de algún chico heavy metal que se atrevió a insinuar que el Carlos llevaba capa para ocultar que era incapaz de limpiarse el culo y que por ende sentía verguenza de mostrar sus pantalones. A los demás, simplemente la capa les parecía el típico intento por llamar la atención, debido quizá a alguna desilusión amorosa o algún malentendido crónico con sus padres.

Un día, mientras esperaba en el patio, el Carlos se sentó en la misma banca donde yo pretendía estudiar un libro de Michel Foucault, para impresionar a una chica que me gustaba. Desde luego, jamás entendí el libro; la capa del Carlos me parecía ridiculamente fascinante.

¿En donde te compraste esa capa? le pregunté.

Era una bandera del Friu  me contestó.

No sé porqué, pero ya lo sospechaba le respondí, hecho el interesante.

Te equivocas siguió.
No soy anticomunista como creo que estás pensando concluyó.

Entonces, ¿no es una especie de trofeo de guerra?

No. Simplemente me gusta llevarla.

En ese instante, por un momento, me sentí tentado a hablarle sobre el hecho de que las tendencias de la moda no admiten esas prendas más que en cosplays o en fiestas infantiles de cumpleaños; me sentí tentado a decirle que lejos de lograr el respeto de los demás, solo lograría que las personas se burlen de él por el resto de la carrera y quizás de su vida; sentí que debía sugerirle que llevar esa capa no le ayudaría a conseguir una pasantía decente y mucho menos un empleo estable, a menos que pretendiera volverse un remedo de El Santo o algún luchador de la WWE. Es decir, pasé en un minuto a ser de un simple compañero a un politólogo, de politólogo modista, de modista a psicólogo, de consejero vocacional a supuesto amigo y de amigo a inquisidor. Fue entonces que me di cuenta de que quien vivía disfrazado no era el Carlos López, sino yo.


jueves, 25 de agosto de 2011

Un nombre

Girar en una espiral,
albergar una esperanza,
blandir la espada,
yacer sobre las olas...

martes, 2 de agosto de 2011

Oeste

Como no poder soñar,
el aire para respirar,
sintiendo el viento
correr.
La distancia se
nos apodera,
del cuerpo y la sangre,
no sé,
donde ir.
Quisiera,
tantas cosas del mundo,
pero me confundo,
en el porqué.
Todos buscan,
la luz,
entre lo obscuro,
el camino seguro,
pero todo es
soledad.
Todos buscan,
entre lo profundo,
no más, digo al mundo,
quien sabe, donde ir.

lunes, 25 de julio de 2011

Ultimo verano

La jaqueca no llega a su fin...
otorgarnos unos segundos antes del final.
sobrevivir, que más da...
de todos modos ya no estaba viviendo...
los pensamientos se convierten en estado gaseoso
que vuelan con el viento para reencontrarse con otra tormenta.
Desde esta montaña espero un día llegar con mi eco hasta el desierto.
luego perdernos en el mar.

miércoles, 13 de julio de 2011

Tod


El día en que Marta se marchó, el clima de la ciudad era tan impredecible como mi carácter. La fría mañana daba paso a intervalos a un sol mordaz; mi declaración de impuestos aguardaba en un frío cajón, junto a varias envolturas de chicles y recibos que no servirían para nada, ya que estaban a nombre de consumidor final. La idea de la prisión, a ratos, era alivio y a la vez pesadilla. Aquellos días de verano tan singular la casa estaba llena; mamá había vuelto de Europa junto con mi hermano menor y sus costumbres casi europeas. Mi hermano mayor, quien estaba refaccionando su casa, también se mudó junto con su pequeña hija; hacían ya varios meses desde su divorcio, y era la primera vez en mucho tiempo que veía a mi sobrina.

Una amiga proveniente de México, Soledad, quien ganó una beca para estudiar Sociología en el país azteca, había quebrantado el habitual tedio de nuestras vacaciones, al volver a casa. Debido a mi falta de disciplina tributaria y a mi poca devoción por el ahorro, me encontraba en búsqueda de empleo. El novio de Soledad, Darío, quien quedó fascinado por nuestras Pilsener, decidió organizar un paseo para conocer los lugares más entretenidos de Quito. Guillermo e Iván, siempre animosos, decidieron secundarlos. Por mi parte, desistí de ir. Claro, a Soledad no le hizo gracia; no es que fuésemos amigos: Iván nos había presentado un par de años atrás, cuando coincidimos en un bar de La Ronda, barrio bohemio de Quito, tontódromo del siglo XXI construido durante el siglo XVIII. Esa noche el tecno nos impedía escuchar nuestra interesante conversación, que incluía desde como se preparan los tacos y enchiladas hasta la nostalgia por las aulas escolares, a las que siempre detesté.

El punto, es que aquella tarde de sol, mientras nos dirigíamos hacia la Mitad del Mundo, decidí arrojarme del auto en el que íbamos juntos. Guillermo desde luego detuvo el carro, en mitad de la vía, ante la mirada asustada pero burlona de Sebastián, amigo íntimo de Sole, quien miraba siempre de modo extraño a Darío.

Chucha, deja de hacerte el rogado dijo la Sole, según relató Iván días más tarde.

No podía escuchar nada. No sentí la voz de Sole; solo recuerdo que di media vuelta y empecé a correr, y que el asfalto, que se desvanecía entre el fétido vapor proveniente de huesos de dinosaurios muertos hace miles de años, de pronto se vio empañado por cientos y miles de pequeñas gotas de agua que se irían también en un momento. Desde que salimos del centro de la ciudad, sentía una gran molestia en el lado izquierdo del pantalón. El día en que Marta se marchó, recuerdo que desprendió la etiqueta de una botella de Pílsener que nos hizo firmar a todos. Cuando fue mi turno, dibujé una mariposa cuyas alas se estaban quemando; Viviana, una amiga en común que solía besarse a escondidas con Marta, orgullosa de haber aprendido alemán en el colegio, escribió con un esfero rosado de gel la palabra Tod, que alguna vez miré en uno de mis libros de Jorge Luis Borges, que si mas no recuerdo se lo presté a Carlos, a quien no volví a ver jamás, al igual que a Marta y  a Soledad, quien regresó a México a fines de mes con Darío, y a cuya despedida decidí no asistir por considerarlo un protocolo absurdo y patético.

La fatiga suele provocar sueño, pero en medio de la autopista la idea de recostarse no era una buena idea. Mientras caminaba, cada vez más lento, casi sin esperanza de llegar a casa, pensaba en Carlos, Viviana, Iván, Guillermo, Soledad; pensaba en Marta, en las veces que hablar fue inútil; pensaba en mi casa, en la casa que en realidad era de mi madre pero que todos creían mía, en la bulla de las mañanas llamando al desayuno, en mi sobrina quien rayaba las paredes, en mi hermano y su copete de gel, en mi hermano mayor y su traje. Pensaba en la cárcel, en los documentales sobre las condiciones inmundas de sus pabellones, en los negros e indígenas que en su interior eran mayoría pero que en el resto del país eran minoría, pensaba en las aulas que a veces también eran como una prisión, pensaba en los pasillos, en el frío mármol de las escaleras, pensaba aquella noche cuando perseguí a Marta, en su silencio, en mi silencio, en el sonido de su cabeza estrellándose contra el mármol, en su sangre vinotinto, en la copa de vinotinto que una vez bebimos juntos, en la tinta de los esferos con que inmortalizamos aquella tarde de alcohol sobre esa etiqueta de Pílsener, con la que ahora intento construir una mariposa de origami.

La noche en que Soledad se fue, estaba bajo las cobijas, sintiendo un acogedor calor mientras el diablo se casaba fuera de mi casa. El celeste cielo del lado oeste de la ventana no es como el gris del lado este. A veces pienso que bajo el cielo azul Soledad y Darío estarán refrescándose con una botella de tequila; en este momento siento que Marta se desvanece sobre el asfalto, convertida en lluvia ácida.

miércoles, 6 de julio de 2011

Yoko

A veces, cuando imagino el desierto, no puedo evitar sentir asfixia.

Me pregunto cómo un espejismo puede ser la disociación del horizonte; mientras trago el polvo proveniente de miles de kilómetros de distancia, no puedo evitar volver a dividirme e imaginar como sería caminar sobre la luna sin gravedad.

Esa terrible tarde, cuando sentí que corría contra mi alma para evitar que el corazón se detenga, una sombrilla caminaba bajo una persona invisible.

Se te caerán los ojos fue lo único que alcancé a escuchar.

¿Cómo te llamas? pregunté, casi inconsciente por la sed.

El sonido del viento era lo único que podía escuchar.

Yoko respondió su voz, que parecía el eco de un sueño lejano.

Luego de brindarme un poco de agua, Yoko me mostró la única cosa real que podía mirar en aquel lugar además de la arena: un rastro de huellas humanas.

¿Podré llegar al mar desde aquí? le pregunté, mientras sentía un extraño ardor dentro de la garganta.

Caminamos. Caminamos sin parar. Proseguimos. Caminamos. Cada vez que trataba de decir algo, sentía que mi voz era más como un eco.

La carraspera iba empeorando. Intentaba cantar, pero elevar las cuerdas bucales era una tortura china. Yoko continuaba sin mostrar el rostro, bajo la sombrilla.

En medio de la arena, una tormenta se aproximaba. A veces creo que las nubes del cielo son la pincelada caprichosa de un artista que experimenta con nosotros, como si un enorme vaso de cerveza hubiese colocado una semilla que agita sin parar. A veces quisiera que la lluvia fuera de gotas de cerveza y el mar un enorme océano de vino. Me pregunto porqué el big bang no lo decidió así.

La noche se aproxima y seguimos sin llegar a ningún lado. De repente, siento deseos de arrebatar la sombrilla de Yoko, que sostiene con firmeza. Espero que duerma, pero no se ha rendido. Continúa parada, mirando hacia la nada.

Quisiera que el sueño terminara con esta pesadilla. Pero es inútil dormir. El pecho me arde mucho más, y mi voz cada vez es más baja. Creo que perderé la voz. Quiero hacer a Yoko una última pregunta. Espero que no sea tarde. Pero el pecho no resiste. Ya no puedo decir nada. Es hora de arriesgarlo todo. Me acerco a Yoko sigilosamente, y le arrebato la sombrilla. Al mirar sus ojos, miro un pozo obscuro en cada uno de ellos. Al sumergirme, solo escucho su voz, como un eco mortal, como un lazo invisible que se rompe mientras me arrojo al vacío.

Se te caerán los ojos fue lo último que alcancé a escuchar.

sábado, 18 de junio de 2011

La montaña


A veces, cuando miraba a la montaña, solía pensar que detrás de ella se encontraba el mar. Con el tiempo, alguien me dijo que detrás de la montaña sólo habían más montañas.
-¿y algún día podrás llegar al mar? -solía preguntar a quien me lo decía.

Nunca nadie se aventuró a decirme la respuesta; era obvio; nunca ninguno de ellos había subido a la montaña. Un día, decidí experimentar.

No hay nada como mirar la ciudad hacerse más y más pequeña. Es como si se convirtiera en un hormiguero; es como si los pájaros se convirtieran en enormes dinosaurios, capaces de tragársela entera. Es como si el cielo aguardara con un viento suave y dulce, que se traduce en silencio. A veces el silencio es necesario para volver a entender el ruido.

Por más que sigas, la cima aguarda. Se ve tan chica, pero es tan grande en realidad.
-Corre -dice una voz lejana. -corre, no importa, es mentira que el oxigeno se agotará, no hay nadie persiguiendote, corre.

Los pajonales y la arena son los únicos testigos de esta gesta heroica; no hay aplausos ni hurras, solo el suave sonido del viento y la neblina que empieza a descender. De pronto, en medio de la obscuridad tropiezas y empiezas a resbalar. No has perdido el equilibrio, ni estás alucinando por la soledad. No es nieve tampoco; es por fin el mar.

viernes, 3 de junio de 2011

Nunca dices adiós


Te vas,
como la lluvia cuando termina,
te vas,
dejando un espejo donde se reflejan
los fantasmas.
Te vas,
como el tenue granizo de un instante,
llevandote la ilusión de jugar con nieve.
Te vas sin decir adiós,
nunca dices adiós,
como el arcoiris que no puedes
mirar desvanecerse,
decir adiós,
para qué,
las palabra para qué.
La vida se desvanece en un instante.
El viento no tiene palabras.
Nunca dices adiós,
la noche no llega gritándote un hola,
sólo te regala la luna para quitartela
una y otra vez.
Nunca digas adiós,
nunca te despidas.
Que el viento no tiene voz,
ni el mar dice hasta pronto.

domingo, 8 de mayo de 2011

Noizbait


Alguna vez, cuando este cuerpo haya envejecido y todavía no tenga certeza de lo que deseo de este mundo, como sucedía hace diez años, cuando tenía la certeza de que envejecería un poco y desconocía sobre que quería hacer con mi vida, espero encontrarte ahí, de vez en cuando, a veces, como aquella vez cuando tus ojos no eran luminosos pixels y podía mirar al sol reflejarse en ellos.

Espero volver hacia aquel árbol aunque sea para embriagarme de nostalgia y alucinar con tu cuerpo, enfadarme con nuestros malos recuerdos, desear matarte y desear matarme en ese preciso momento, cuando sienta tu corazón latir debajo de aquel corazón tallado en ese árbol que ojalá no se le ocurra a alguien alguna vez talar, pero que espero borre los mensajes ajenos de otros seres idiotizados por aquello que llamaban amor, que quizás llegaron antes o después. Espero que alguna vez el musgo los borre, pero deje intacto nuestro corazón tallado con una llave...

Quizás algún día, cuando ese momento llegue, y me encuentre a solas frente al árbol y al recuerdo de un momento, que quizás no sea nada, que quizás solo haya sido una ficción. Espero alguna vez volver. Desafío...

domingo, 3 de abril de 2011

Aeropuerto


Te fuiste un día,
como se van las horas,
como se escapa el viento.
Era una noche entre tantas,
la más adecuada para coincidir.
Te fuiste una vez,
te fuiste mil veces.
Deseé estar lejos alguna vez.
Las luces de neón estaban encendidas,
algunas luces de neón se pueden mirar
aún desde miles de pies de altura.
Te fuiste,
como los sueños que te empeñas en recordar
pero que de todos modos se te olvidan.
Te fuiste...
como nieve en el deshielo.
como ola de mar.
Volver es lo que quisiera,
como en una espiral dialéctica,
daría tantas cosas por volver al ojo
de aquel huracán.
Volver a esos ojos tuyos,
volver a ese silencio y ser nuestra voz.
La lluvia es tan fuerte que no me permite
escuchar tus latidos.
El vacío a veces es inevitable.
No siento nada hoy,
llegué a la conclusión de que todo es fugaz.
Si tan solo pudiera volver.
A ese instante, al instante aquel.
volver a esos ojos tuyos,
como en una espiral dialéctica.
Irme contigo,
Irme una y mil veces.
Recordar el sueño aquel que una mañana olvidé.
Coincidir en una noche especial.
Abrazarte junto al viento.
Olvidar las horas.
Irnos un día.

martes, 1 de marzo de 2011

Sin asunto

Como aquello,
que me destroza,
como aquello en lo que no creo.
Como un instante,
como un susurro,
...como la noche,
como el miedo.
Y ya no siento,
me desespero,
no sé si encuentro,
una razón,
para ocultarme,
una canción,
para escaparse....
Y no me importa
lo que piensa
el mundo entero,
toda la estupida verdad,
y donde estoy,
que importa ya,
no es nada más,
que un momento,
una razón,
una ansiedad,
toda la estúpida verdad....
como un instante,
como un susurro,
como la noche,
como el miedo,
y ya no siento,
me desespero,
no se si encuentro,
una razón,
para ocultarme,
una canción,
para escaparse....

domingo, 6 de febrero de 2011

Quito sin vos


Es una ciudad extraña
entre la nada.
Es solo un millón de
seres de hormigón.
Es un ruidoso pueblo fantasma,
un cementerio de hombres vivos.
Miro al cielo y siento
como te vuelves uno con la luna.
Las luces de colores
ya no me estremecen.
La Alameda es un mar muerto
perdido entre la cordillera.
La loza de La Basílica es un
gélido rompehuesos.
Los semáforos no son más que
pinceladas caprichosas.
El silencio es el aire
y el ruido de una sirena el latido.
Miro al cielo y siento,
como te vuelves uno con la lluvia.
Desde un campanario busco tus ojos
entre los tejados,
pero el smog irrita los míos.
En una canción creí escuchar
tu voz el otro día.
Las calles no son las mismas
sin tus pisadas.
Quizás el amor sea algo
que esté por encima de nosotros.
Miro al cielo y siento,
como te vuelves uno con las estrellas.