domingo, 23 de octubre de 2011

Solo alguien que conocí




    El chico andaba con el obsequio entre sus manos; la bolsa de papel que lo cubría no pudo resistir la lluvia y empezó no solo a resquebrajarse, sino a desdibujarse. Al cruzar la calle pudo divisar un basurero verde y oxidado; decidió que ese objeto de metal sería la última morada de su gesto. Sus quince años que para todos parecían trece, no pudieron acercarlo a una cerveza. Se moría de ganas por probar siquiera un cigarrillo.

  «Mierda, ojalá estuvieran así de atentos también con los corruptos» se lamentó. Pero ni la política, ni la prohibición de fumar, ni el obsequio en la basura cambiarían nada.

    Esa misma mañana despertó más animoso que nunca: se duchó como no acostumbraba a hacerlo, intentó afeitarse aunque no pudo evitar sangrar y escogió lo más decente de su armario, que incluía una camisa de su hermano mayor, Álex, un jean arrugado que no le importó planchar antes le hubiera dado pereza e hizo pasar por su cabeza un objeto extraño, una peinilla, que, según contaba a veces, le daba cosas, pues, le recordaba aquella inspección de piojos de marzo del 98, cuando descubrieron que un compañero suyo, de apellido López o Sánchez, había esparcido la plaga entre la clase.

  Ahora que estaba en tercer curso del colegio, Diego, nuestro protagonista, se sentía listo para lo que muy probablemente sería su primera cita. La había conocido en aquella fiesta de su prima, Paola; el equipo de sonido en la sala era un Phillips de los años setenta, que todavía podía reproducir esos acetatos viejos, cuyas cajas descoloridas y rotas desafiaban al polvo y los rayones. Sin embargo, fue una grabadora Sony que habían regalado a la quinceañera Pao la que reprodujo aquel reguetón que le acercó a Claudia, un año menor que él, quien por una extraña coincidencia de la vida, o quizás porque Juan Carlos el más pintero de la fiesta—, desapareció misteriosamente de la sala junto con Belén, una chica tan alta que no pudo evitar llamar la atención.

   Esa noche, Santiago (el verdadero héroe de este relato) decidió tomar de la mano a Claudia y acercársela a su hermano cuatro años mayor, Diego. El chico odiaba su nombre. Diego. Le sonaba a San Diego, el cementerio. Le sonaba a un sucio túnel del centro de la ciudad. Le sonaba a marca de embutidos. Le sonaba a cliché mexicano. Le sonaba a todo menos a lo que él quería ser. Pero esa noche, «Diego» se convirtió en una palabra mágica, porque Claudia, la chica más linda del lugar (para él, pues para el resto de la fiesta era la escultural Belén, que también desapareció), se tomó la molestia de decirle «Diego, ¿quieres bailar?» 

 Los detalles de lo que sucedió a continuación son más que obvios: el remolino, el set de música nacional que resucitó de nuevo al viejo Phillips, los padres intercambiando anécdotas y quejándose de lo cara que se ha vuelto la vida, los guambras viviendo la vida y celebrando el placer de una de sus primeras borracheras, la casa en el centro, la terraza, la montaña llena de luces... Por supuesto, Diego intercambió su número de celular con Claudia. 

  Pasaron algunas semanas antes de decidirse a llamarla; un primo mayor que él le dijo una vez que las mujeres no soportan a los intensos. En más de una ocasión estuvo tentado a marcarle: Claudia estudiaba en un colegio militar, pues, su padre fue sargento en el ejército y ahora era dueño de una tienda. Muchas veces pasó frente a ese negocio; en una ocasión pensó «si entro por una cola, seguro sale la Claudia mientras me la tomo». Pero el plan no tardó en parecerle absurdo. «Si me demoro tomando la cola, seguro el papá me cacha». 

    Los días continuaban su marcha. Buscarla en el Hi5 tampoco resultó; abrirse una cuenta con el nombre de Don Omar solo sirvió para que en el colegio le armaran tremenda chacota. Un día, luego de varias semanas y noches sin poder dormir pensando en Claudia, Diego optó por la decisión que quizá le hubiera ahorrado toda esa tortura: llamó a su prima Paola primero. Ella le contó que dentro de unas semanas, el 17 de ... sería su cumpleaños, y que le gustaba mucho Alejandro Sanz, aunque le daba un poco de vergüenza admitirlo, ya que todas sus amigas lo consideraban un poco viejo y pasado de moda. 

    El disco original creo que cuesta veinte dólares le sugirió la Pao.
    «Verga» pensó para sí Diego. –Lo conseguiré –afirmó, volviendo a tierra.
    

 Así, nuestro protagonista se puso a planchar, cocinar, lavar platos, pasar hambre en el recreo e incluso regresar a pie desde el colegio Benito Juárez donde estudiaba hasta La Tola, con tal de ver feliz a su querida Claudia. En el pasado, nunca habría hecho tal cosa; con celos primero, pero con pena después, vio en más de una ocasión cómo su hermana mayor Lorena, que ahora vivía en España, recibía con cortés hipocresía de parte de sus románticos admiradores flores, globos, tarjetas, peluches y chocolates, que generalmente él y Santiago terminaban devorando.

    Definitivamente nunca regalaré peluches ni chocolates a nadie solía decirle al Santi, mientras reían con la boca embarrada de bombones.

   El diecisiete estaba a 48 horas; Diego por fin se animó a llamar a Claudia. Dos, tres, cuatro timbrazos... nada. El chico también tenía el número de su casa, que le sacó a Paola a cambio de admitir que «Liga de Quito era el mejor equipo del país», lo cuál tampoco sirvió de mucho, pues, lo único que ocurrió fue que la noche anterior, luego de escuchar una arrogante voz que le dijo «está equivocado», algo se atravesó en su garganta y decidió colgar. 

   Indignado, se le ocurrió llamar a la Pao para constatar si el número de celular de Claudia era, precisamente, el número de la Claudia. Pero Paola tampoco le contestó. Fue entonces que decidió aprovecharse del animoso y juguetón Santi, el niño a quien, pese a todo, le valía madre toda esta historia. Diego pensó que a cambio de unos chocolates, su hermano Santiago le acolitaría a llamar por teléfono a la chica que un día tomó de la mano y la acercó para bailar.

  El Santi no solo ayudó a su hermano llamando a Claudia, sino que le consiguió una cita.

    Diego, dice la Claudia que te pongas al teléfono.
    Calla mocoso, no mientas —respondió.
    ¿No me crees? bueno, ya le digo que no quieres hablar.
    ¡Aguanta, ya voy, no cuelgues chch!
    ¡Qué bestia, como le tratas a tu ñaño el Santi, si es un lindo!
   Hola, Claudia.. como estás.. me dijo la Pao que pasado mañana es tu cumple... no sé, tenía un regalo para vos, pero me da cosas ir a la tienda... tu papá me da un chance de miedo... bueno igual le dejaría el obsequio a tu mamá, pero quiero verte... 
    ¿No te dijo el Santi que sí quiero verte? ya le dije que te asomes pasado mañana a la una y media, que vengo de la práctica de bastoneras del colegio...
    ¿En serio? que bacán... ya pues, de una... ahí si quieres nos tomamos un helado también... ya.. entonces nos vemos el sábado...
    Listo... cuídate también... te veo el sábado, chao.

   Esa mañana (la del sábado) despertó más animoso que nunca; se duchó como no acostumbraba a hacerlo, intentó afeitarse aunque no pudo evitar sangrar y escogió lo más decente de su armario, que incluía una camisa de su ñaño, no del Santi, sino del Álex, que era mayor para él pero también más distante, un jean arrugado que no le importó planchar (antes le hubiera dado pereza) e hizo pasar por su cabeza un objeto extraño, una peinilla, que, según contaba el muchacho, le daba cosas pues le recordaba aquella inspección de piojos de marzo del 98 cuando descubrieron que un compañero suyo, de apellido López o Sánchez, había esparcido la plaga entre la clase. Ahora que estaba en tercer curso, el chico estaba listo para lo que muy probablemente sería su primera cita.

  Sin embargo, era la una y media ya, y Claudia no asomaba. Las dos. Nada. Dos y media. Pensó en llamar. Las tres. llamó. Buzón de mensajes. Nada. A las tres y cuarto empezó a llover; Diego no tenía mochila y se quedó como mudo en medio de la calle. La bolsa de papel de regalo se empapó tanto y Diego estaba tan nervioso jugando con ella que empezó a pelarse. El encuentro sería a la entrada del Centro Cultural Metropolitano; de pronto vio un basurero verde. Sus quince años que a casi todos parecían trece no pudieron acercarlo a una cerveza. Se moría de ganas por probar siquiera un cigarrillo.

  «Mierda, ojalá estuvieran así de atentos también con los corruptos» se lamentó. Pero ni la política, ni la prohibición de los cigarrillos ni el disco compacto de Alejandro Sanz en la basura cambiarían nada. «Santi, mierda... por tu culpa estoy así». «No, Santi, no es tu culpa... gracias Santi, hiciste lo que pudiste». Esa noche, Santiago no le preguntó nada sobre si le fue bien en la cita o no. Quizás pudo notar que la cara de su ñaño no era la más feliz del mundo. En el cuarto que antes fue de la Lore, Álex escuchaba música, aparentemente ajeno a todo.

   Cuatro años más tarde, Diego, quien ya estaba en la universidad, se enteró por un amigo que Claudia había sido novia de Álex.
—Vaya, ¡qué pequeño es el mundo!—exclamó.
¿Quién era Claudia, gordo? le preguntó Adriana, su actual novia, mientras le tomaba del brazo y le pellizcaba.  
Nadie. Solo alguien que conocí una vez.