lunes, 9 de julio de 2012

Géminis

El horóscopo no siempre me pareció una huevada absurda. Dependiendo de la etapa de la vida que estuviera atravesando, creía o no en él. Era el típico ciudadano común que al tener un periódico entre las manos, la primera página que buscaba era la del horóscopo. Por ejemplo, si me gustaba alguien, siempre procuraba buscar la página de Walter Mercado en la revista Familia para anticiparme sobre sí la chica en cuestión me haría caso. También seguía el signo de mi exnovia, meses después, para saber si regresaría conmigo o no. En una ocasión, en que tuve problemas serios de plata, también lo revisaba a diario para saber si me llegaría pronto un trabajo o alguna chaucha.

Con el tiempo dejé de creer en los horóscopos, en dios y en algunas otras cosas.

Sin embargo, el tarot y las denominadas ciencias de la predicción no se apartaron de mi vida en absoluto. Mi padre, que en paz descanse, en una ocasión decidió convertirse en «brujo». Mi madre, decepcionada, me contaba a diario sobre las proezas de hechicero de mi viejo, quien un día llevó a la casa un libro que se había  hecho traer desde Italia, más grueso (e interesante) que la Biblia.
La presentación era de lujo: el lomo y los bordes de las páginas eran dorados y la pasta bastante gruesa, tanto que parecía una lámina de oro. A diferencia del ordinario horóscopo de los periódicos, el libro traía datos, carta astral y curiosidades de cada signo, según tu fecha de nacimiento, es decir, había un pronóstico personalizado para cada día del año, que también incluía su respectiva carta del Tarot. Papá era bastante receloso y siempre ocultó el libro bajo llave. Al morir, y luego de mi respectivo duelo, decidí apoderarme del libro. Un día, en que mamá salió donde los abuelos, busqué la llave del armario esotérico de mi viejo por toda la casa. Al volver, mi mamá me contó que mi padre, su esposo, decidió prestar el libro a un hermano suyo.

Durante varios años, el paradero del libro se me volvió una obsesión. Cada día de mi vida me imaginaba mil y un sitios donde pudiera estar. Un día hasta planeé ir a casa de mi tío César, el hermano de mi papá a quien prestó el libro y quien decidió quedárselo como un regalo suyo, pese a ser una persona profundamente católica y que despreciaba las artes adivinatorias por considerarlas satánicas. Mi desdicha fue tremenda cuando mi primo Paúl, me contó que el César y su esposa decidieron quemar el libro durante un año viejo para así dejar que el alma de mi papá descansara en paz, ya que mi tía Rosario era en extremo supersticiosa y se figuraba que mi papá vendría como un fantasma a jalarles de las patas para recuperarlo.

Pasaron los años, terminé el colegio y el recuerdo del libro y de mi padre se fue desvaneciendo. Mi madre se volvió a casar con un antiguo novio del colegio, quien acababa de divorciarse y quien por cierto tenía una hija muy guapa a la que me costó por mucho tiempo mirar solo como una hermana política. Empecé a salir con chicas, fui a la universidad y me gradué como profesor de Ciencias Sociales. Mi travesía por el mundo del materialismo dialéctico casi me hizo olvidar a las ciencias ocultas.

Una tarde, mientras iba por mi carro, que debía guardar en un estacionamiento cercano a la casa ya que en nuestro garage estaba la camioneta del nuevo esposo de mi mamá, una señora me quedó mirando de manera extraña. En aquel tiempo era más joven y moderadamente apuesto; supuse que tal vez le gustaba. Ella tampoco estaba mal, tenía el cabello largo y sambo, y por sus rasgos parecía costeña o colombiana. Por algún tipo de curiosidad, que no tardé en suponer sexual, decidí seguirla de camino a la tienda que quedaba en la calle del parqueadero. Al rato, la señora desapareció al entrar en una casa, y yo también tuve que marcharme al colegio donde trabajaba como profe de Historia. Una semana más tarde, mientras iba al cine con Lucía, mi novia, volví a ver a la mujer en el centro comercial.  Esta vez, la mujer no me miró: pensé que tal vez se debía a que iba acompañado. Por suerte, la Lucía no era nada celosa, y no le prestó la más mínima importancia al incidente.

Esa noche, después de dejar a la Lú en su casa, no pude evitar pensar en esa mujer. Aunque no era fea, tampoco era despampanante; admito que los primeros días hasta se me pasó por la cabeza y por el cuerpo más de una fantasía sexual con ella, que con los día se fue borrando. Desde luego, también pensé si estaba borracho, drogado o ante la posibilidad de dos mujeres gemelas. También me repetía que eso solo pasaba en las novelas, teoría que la Lucía apoyó cuando se lo comenté y cuando me echó en cara que miraba demasiada televisión. De este modo, el recuerdo de la mujer empezó a desvanecerse también y se habría desvanecido del todo, de no ser porque volví a verla varios días después, en el parque, mientras paseaba a mi perro, Sig. En esta ocasión volvió a mirarme, lo que me hizo saludarla.

—Señora, buenos días —le dije, intentando sonreír para mostrarme amable.

La mujer no me respondió.

Al día siguiente, la volví a ver, esta vez en el colegio donde trabajaba; estaba tan molesto por creer que la mujer era tan descortés al no devolverme el saludo, que en esta ocasión decidí no decir nada. Sin embargo, en esta ocasión, fue ella quien me deseó buenos días.

—Buenos días —respondí sorprendido.  —¿Viene a preguntar por algún hijo o sobrino?

—No, para nada —contestó. —Vine a dejar carpeta para el puesto de secretaria del rectorado.

—¿De verdad? —le respondí ingenuamente, olvidando por completo que la muletilla resultaba absurda.

—Sí —me respondió. —Además, en el horóscopo me salió que este día conseguiría empleo y estoy casi segura de que me sale —continuó.

—¿Sabe qué? yo también creo en el horóscopo —le respondí.

—Sí, a veces dice cosas interesantes —insistió.

Al rato, la mujer se disculpó, argumentando que tenía prisa por llegar a otro lugar.

Un mes más tarde, otra mujer, más joven y nada parecida a la que vi cuatro veces antes, llegó a ocupar el puesto de secretaria del rector. Por desgracia, la otra asistente que tenía las hojas de vida de las aspirantes al cargo, se había llevado la llave del cajón de expedientes, por lo que mi nuevo intento de volverme un espía casero fracasó.

El siguiente verano, la Lú decidió terminar conmigo ante mi negativa de casarnos, y empecé a salir con Mariana, una alumna de la universidad a quien conocí en un taller sobre la evolución de las costumbres sociales del Quito del siglo XX. Un día, mientras íbamos a una cafetería para presentarme a su mamá, una chica, bastante guapa y como de dieciséis años, se me quedó mirando. A diferencia de Lucía, Mariana era muy celosa.

—Disculpe, ¿le pasa algo con mi novio? —le dijo Mariana a la chica.

—No, nada. Es solo que le he visto a tu novio en la calle como tres veces, y la primera me quedó viendo...

—Tal vez era alguien parecido, porque él no tiene ningún gemelo —le dijo a la joven.

—Discúlpenme —nos respondió a Mariana y a mí, con una voz nada insegura.

Unos minutos después, la muchacha volvió a acercarse a la mesa donde esperábamos a la mamá de Mariana.

—Señor —me dijo. ¿Cree usted en el horóscopo? es que en mi signo me salió esta mañana que vería por cuarta vez a mi novio muerto...