sábado, 19 de febrero de 2022

Sintigo

Soñábamos con conquistar el mundo.

Soñando despiertos a veces,

Atravesando los mares en barcos de papel.

Jugando su juego, ganando y perdiendo casi siempre.

Procrastinando a veces, 

reinventándonos a borrones.

Recibiendo por pago a veces una sonrisa,

de aquellas que a veces no tienen cabida en el paraíso capitalista.

A veces confundidos entre el tumulto y empujados, pero vueltos a levantar.

A veces de regreso,

preguntándome inútilmente si pude hacer algo más,

Solo me dejo arrastrar por el horizonte,

cabalgando sobre la ola imaginaria que tras la inmensa noche,

quizás me muestre tierra a la vista.

viernes, 18 de febrero de 2022

Bruja


    La conocí hace años, en un festival infantil de talentos; mi escuela representaba una obra de teatro sobre un circo, donde aparecí disfrazado de mono, con un disfraz que antes fue de otro animal y que mi tía tuneaba según la ocasión. Recuerdo que la vi sentada junto a los demás niños, y que me miraba fijamente. Sus ojos eran como uvas brillantes, y por algún motivo creí que su mirada —y su risa— eran solo para mí.
    Minutos después, tras nuestra segunda función, al subir el telón salí ilusionado creyendo que la vería de nuevo; pero sus ojos ya no estaban, y en su lugar, brillaban los ojos anónimos de alguien más, que quizás olvidaría con los años, como seguramente sería olvidado por esos primeros ojos que extrañamente se posaron en mi alma, como cuando miraba un programa interesante en la tele. 
    Sin embargo, más tarde su mirada regresó, pero esta vez sobre el escenario, mientras a la delegación de mi escuela le tocaba ser público: apareció cantando una canción en otro idioma que solo cachaba de la radio, en tanto sus ojos miraban esta vez hacia todos y hacia la nada.

    Durante años, aquel suceso se fue perdiendo en la memoria, que se fue vaciando y llenando de otros recuerdos, así como de imágenes y canciones. Una tarde, el Alejo, mi mejor amigo, quedó en presentarme a su nueva novia: estaba enamorado hasta el cogote.

    —Andrés, ella es Silvana.
    —Encantada. Momento... ¿No eras tú el de traje de mono, que en una obra anterior había sido de canguro? También te vi en aquella ocasión. ¡El traje era tan curioso, no podía dejar de mirarlo!

A Satrina Tyr

domingo, 13 de febrero de 2022

El castillo

El mar abrió los ojos tras la dulce noche,
Donde entre sábanas de seda abrazaba al horizonte tibio,
Mientras soñaba con el mundo,
armando rompecabezas de peces y gentes de los puntos más remotos.
Despertaba y se agitaba de vez en cuando para mirar a la luna,
Y sacudir con templanza a algún solitario navegante.
El mar ha vuelto,
Y su suave espuma se lleva tu nombre hacia el infinito,
Ese que susurro a una caracola,
Esperando como respuesta tus latidos.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Abu

    Nunca conocí al abuelo Ramón, pese a que escuchaba su nombre de vez en cuando en navidades, cumpleaños, bautizos y velorios. En alguna ocasión, una tía mencionó que murió en combate durante alguna de las guerras con el Perú, pero en otra, un primo nos contó que desapareció tras un aluvión en el pueblo donde vivía con la abuela Ofelia —típico nombre de abuela—.

    Ella y yo no éramos los típicos amiwis, camaradas o cómplices que suelen ser otras abuelas con sus nietos; de hecho, sospecho que no le caía muy bien, que me encontraba algo afeminado para el canon de hombres que le habían mostrado durante toda la vida, situación por la que culpaba en secreto y a veces descaradamente a mi madre, y que aborrecía el hecho de preferir quedarme en Quito leyendo libros y clavado frente al televisor, en lugar de viajar con mis hermanos y primos hasta el pueblo durante las vacaciones, para llenarme de lodo, hundirme entre las espigas, ayudar en la cosecha del trigo o del choclo y amasar el pan casero que sin embargo, siempre nos hacía llegar en fundas negras de plástico hasta nuestra casa. Mis hermanos en cambio, la adoraban: no sé si a ella o al pueblo, pero lo que para mí era un suplicio era para ellos sinónimo de aventuras. 

    No es que me creyera la gran cosa o aborreciera el contacto de la tierra con la piel; simplemente me aburría. Era un niño; si bien es cierto que a esa edad es normal el deseo de jugar, tampoco creo sea muy normal desarrollar un espíritu bucólico. De todos modos, la incomodidad que me causaba el pueblo pronto sería razón para que mis primos también se alejaran y que el resto de la familia se pusiera más intenso en sus habladurías contra mamá, a tal punto que en unas vacaciones, harta de la presión y de verme hecho guagsa frente a la pantalla de la sala, decidió que también iría con mis ñaños al pueblo.       La abu trabajaba en el terreno con su hijo menor, el tío Freddy; tampoco me llevaba bien con él. Por su nombre, a fuerza quizás de años y años de tele, le encontraba incluso parecido al Freddy Krueger. Pese a todo lo habilidoso que le veía guiando a los chanchos y borregos, manejando el burro cuál corcel y sacrificando a las gallinas y cuyes, sospecho que también odiaba esa vida. Años después terminaría estudiando en la Politécnica Nacional alguna carrera que dejaría luego para irse a España, pero no estoy acá para contar su historia, sino la de Ofelia. En la casa de campo también trabajaba otro muchacho, que cambiaba con frecuencia de nombre y de cara, una señora llamada Gloria o algo así y un señor que no podía hablar, que sospecho además tenía algún tipo de retardo mental, pero era muy hábil para amasar pan y elaborar caballos y guaguas durante finados.

Aquel verano equinoccial coincidió con una cosecha de trigo, que en nuestras latitudes pueden suceder casi en cualquier época del año; en la parte alta del terreno, y aprovechando las pilas de espigas que quedaron luego de la cosecha, mis ñaños y primos idearon una divertida rampa a través de la que nos deslizamos sobre cartones, para frenar exactamente sobre las espigas. A diferencia de otros juegos que encontraba desagradables y sucios, este me pareció excitante. Nos botamos de la colina por horas; creo que hasta empecé a caerles mejor a mis primos. Entonces, sucedió que en uno de los descensos, se me salieron las medias que llevaba puestas y al caer sobre el montón de espigas, al parecer me pinché con alguna en el dedo gordo del pie izquierdo. 

    Considerando que era un accidente que pudo pasarle a cualquiera y que quizás no sería una molestia mayor que un uñero, decidí restarle importancia. Sin embargo, al ponerme los zapatos para la misa de la noche, durante el interminable sermón del aburrido cura que parecía no pararía de hablar hasta morir, sentí que me iba al infierno. El dedo parecía haber crecido al menos un par de centímetros, y sentí que pronto se saldría del zapato. Tras ponerme a llorar y luego de la respectiva puteada por interrumpir el aburrido sermón, la abuela finalmente me pidió que me vaya a la casa, y me dijo que ya me haría un agua de manzanilla o algo, pues asumió que debía ser dolor de panza.

    Terminada la misa, la abuela me encontró junto a la puerta de la iglesia.

    —¡Te dije que te vayas a la casa, guambra malcriado, no respetas ni a diosito! ¿Y que haces sin zapatos, majadero?!

     —¡Perdón, abuela, es que me duele el dedo y no puedo caminar! —señalé hecho un mar de mocos.

     —¿A ver, qué te pasa? ¡Sácate las medias!

    Fue entonces que vi en la cara de la abuela estampado el horror. Bah, exagero. 

    —Parece que se te entró una nigua. En la casa te saco con una aguja caliente.

    —¡No, abue, no! ¡Por favor, no me ponga ninguna inyección!    

    —¡Deja de ser maricón! ¡Ya les llamo a tus ñaños para que te lleven cargando hasta la casa!

    No esperé a que mis hermanos llegaran. Pese al dolor, y a que cada paso era como caminar sobre una paila caliente, no dejé que nadie me cargara... hasta unos pasos más adelante, en donde el Freddy me agarró cual costal de mellocos, y me llevó hasta la casa.

    Sospecho que en otra vida, la abuela debió ser enfermera o doctora. En ese entonces, el pueblo no tenía siquiera un centro básico de salud, por lo que en cada familia le hacían de cirujanos o matabichos. La precisión quirúrgica de la abuela, pese a que me mostró como encendió la punta de la aguja en una vela, fue tan sutil que casi no sentí dolor.

    —Gracias abuelita —agradecí entre sollozos y algo de culpa por llamarla "abuelita" conmovido solamente por el interés.

    —Esta es la nigua —señaló, indicando el ácaro reventado y envuelto en sangre sobre la aguja ennegrecida —la próxima vez que juegues entre la espiga no te quites los zapatos.

    Un par de días después, con un esparadrapo sobre el dedo y tras agradecer el desayuno, mis ñaños y primos acompañaron al tío Freddy a llevar los borregos a la parte alta del terreno.

    —Aunque quisiera que vayas para que te foguees un poco, no puedes caminar con el dedo así. Será mejor que te quedes acá y no estorbes —replicó la abuela tras mi insinuación de subir al monte.

    —Bueno abue, deje entonces que lave los platos —sostuve de inmediato, algo cabreado por haber dicho que sería un "estorbo" para llevar las ovejas.

    —¡Deje eso! ¡Ya viene luego la Glorita a ayudar!

    —Pero abu, ¡luego usted anda diciendo que nunca hago nada!

    —¡Deje, deje nomás, que para hacer de mala gana o mal prefiero que no haga nada, que va a decir luego su mamá!

    —Abuela, ¿por qué odia a mi mamá, qué le hizo?

    —¡Cállate el hocico, quesff, ¿Quién te ha dicho que "odio" a tu mamá?! —hizo cierto énfasis al pronunciar la palabra.

    Tras unos minutos de incómodo silencio, decidí reanudar la charla.

    —Es que te cambia incluso la cara cuando hablan de ella. ¿Es por que mi ma es la segunda esposa de mi papá, verdad?

    Esta vez la abuela agarró una lavacara llena de tostado y salió sin decir nada de la cocina.

    Se acercaba la hora del almuerzo y mis hermanos, primos y mi tío tardaban en llegar. El peón también había ido con ellos, por lo que la Ofelia decidió buscar a la señora Gloria para subir al monte. Sin embargo, esa tarde la Glorita al parecer había salido para Otavalo, por lo que decidió esperar otro rato.

    —Capaz se perdió alguna oveja y la están buscando —me comentó, previo a servirnos solos el almuerzo de sopa de bolas con col que tanto me disgustaba y arroz con carne, plátano frito y agua de panela. Tras verme jugando fútbol con la sopa durante largo rato, la abuela rompió el hielo.

       —No "odio" a tu madre, no sé de dónde sacas esas palabras tan feas.

       —No sé, abuela; al menos estoy seguro de que la quiere menos que a mis tías.

       —Solo no me gusta que no te críe como varoncito, por dios, ¡no sabes hacer nada, ni te gusta salir a jugar!

       —Si lo dice porque lavo los platos, me parece que exagera, abuela, igual me gusta ayudar, pero el que no me guste jugar en el lodo no quiere decir que no sea hombre    —respondí, hablando casi como adulto.

       —¡Calle, calle, majadero! ¡Termínese la sopa que se enfría o sino ya no coma para darle a los chanchos!

       —Disculpe, abu, no me gusta desperdiciar la comida.

    Tras tomar el potaje aquel que parecía engrudo y terminarme el arroz, que comí con más entusiasmo, volví a desafiar a la madre de mi padre.

       —La primera esposa de mi pa no le quería. No es culpa de mi ma que él se haya enamorado de ella.

       —Estaban casados por la iglesia, como yo con tu abuelo Ramón.

       —El abuelo tampoco era un santo, abuela, yo sé que le pegó.

       —¡Y ESO A VOS QUÉ TE IMPORTA, PENDEJO! gritó golpeando la mesa. Tu papá se casó por la iglesia y lo que Dios une no lo separa el hombre.

       —¿Aún si le pegan o le desprecian, abuela?

       —Mira, ¡no te pego porque todavía te ha de doler ese dedo!

    Mucho tiempo después, mi padre dejó de obligarme a volver al pueblo, pese a la sugerencia de mamá de mostrar gratitud con la familia. Tras ser diagnosticada con Alzheimer, la abuela fue llevada a una casa de retiro, y la señora Gloria se quedó a cargo del terreno de los abuelos. Tras dos años de esperar un cupo para la universidad, finalmente logré ingresar en la facultad de Psicología, y en una ocasión decidí visitar a la abuela junto con mi novia Sofía.

    —Abu, ¿recuerdas la vez que me sacaste la nigua del dedo del pie? nunca te agradecí lo suficiente por eso. Ten, te traje estos chocolates, espero puedas comerlos.

    La abuela no me reconoció, y pensó más bien que la Sofi era una de mis primas.

   —El Ramón no era tu abuelo —empezó a decir, dirigiendo su vista hacia el infinito.

   —Abue, no sabes lo que dices. Mi abuelo murió hace mucho y estoy seguro que pese a todo nos quiso a todos —respondí intentando apaciguar el momento. Desde luego, no era la ocasión para preguntar si era cierto que el abuelo solía pegarle.

    Tras darle la bendición a mi novia Sofi a quien seguía confundiendo con una de mis primas, y decirme adiós, mientras dejábamos el salón, la abuela volvió a replicar:

    —El Ramón no era tu abuelo... al Ramón le gustaba tu mamá... el Ramón no era tu abuelo...