jueves, 26 de noviembre de 2015

La pre

   Mi hermano Hernán, cuando pequeño, soñaba con ser piloto militar, seguro inspirado por Top Gun o "La incondicional" de Luis Miguel. De mi lado, las primeras nociones que tuve sobre la guerra fueron por una enciclopedia de mi padrastro -que nunca llegó a completar- que incluía unas fotos en blanco y negro donde aparecían jeeps, tanques y soldados entre alambradas. Tan fan de la tele como era, series como Misión del Deber o Vientos de Guerra no me pasaron desapercibidas. Las profecías de Nostradamus, sobre grandes ejércitos sacándose la madre en el Armagedon, me causaban terrible temor. No sé si era en Misión del Deber u otra película o serie en donde vi una escena que nunca olvidaré: un soldado herido, siendo llevado por uno de sus compañeros, al que se le cae un amuleto o crucifijo, que luego otra pareja de soldados encuentra, mientras el uno le dice al otro "mira, es para la buena suerte" y el otro le responde "ojalá".

   En 1995, la teleserie se convirtió en realidad, cuando en la zona del Cenepa se enfrentaron durante casi dos meses tropas ecuatorianas y peruanas, reviviendo no solo el miedo a la muerte de cobardes como yo, sino también el patrioterismo con el que nos habían educado desde primaria. En el colegio, nuestro rector -un insensato que solo aparecía para los programas o eventos-, sin consultar con nadie, puso a disposición del ejército a los alumnos más grandulones de sexto curso como reclutas, en caso de ser requeridos. 

  Terminada la conflagración y tres años después, mientras cursaba quinto, me vi en la encrucijada de tener que escoger para mi nota de participación estudiantil entre Reforestación, Educación Vial y la Premilitar. A los chicos de Químico-Biólogo se les había impuesto reforestación, por estar más cerca de su área de estudios; la mayoría de Físico-Matemático (y también de Sociales) acudieron a Educación Vial, tras correrse el rumor de que la Policía te entregaba un permiso juvenil para conducir, sin contar con que las peladas más guapas de Quito acudirían allí. A modo de exorcismo y para quitarme un poco el miedo, decidí escoger la pre, sin imaginar que mi hermano, por esos mismos días, en el colegio al que acudía -coincidimos en quinto debido a que debió repetir cuarto curso y cambiarse de plantel-, escogería lo mismo.

   La jornada de instrucción militar estudiantil era cada sábado, de 7am a 1pm. Al colegio San Fernando, donde estudiaba mi ñaño, y al Montúfar, donde acudía yo, nos asignaron juntos en el cuartel Epiclachima, al sur de la ciudad, junto con otros planteles como el Espejo, el Vida Nueva, el Quito, el UNE y otros pocos que ya no recuerdo. De mi colegio éramos en total cuarenta guambras, por lo que nos reunieron en un solo pelotón. De vez en cuando nos juntaban con el Espejo, o con el Vida Nueva, dependiendo de la ocasión. El pelotón de mi hermano estaba conformado por toda su clase de Físico-Matemático, unos treinta gorilas más o menos.

   Al final no nos enseñaron nada del otro mundo, o que no hubiesen enseñado a los boy-scouts: orientación geográfica, atar nudos, ejercicios físicos, trote, ser perseguido por quien llevara la guaraca, generalidades castrenses, marcha. Lo más pleno desde luego fue aprender a disparar. La semana previa, recuerdo que uno de mis compañeros, Edison Yandún, oriundo de Tulcán, me contó que estaba decidido a probarse el año entrante en la escuela superior militar. De alguna manera todos estábamos algo entusiasmados así como perturbados, antes las noticias de las negociaciones sobre el diferendo territorial entre Ecuador y Perú y la posibilidad durante aquel 1998 de nuevas escaramuzas bélicas. El instructor a cargo de nuestro pelotón, el soldado raso Toapanta, a quien decíamos de cariño soldado "pajarito", nos contó en una ocasión que en caso de terminarse las reservas de conscriptos que hayan hecho el Servicio Militar, los brigadistas (como nos llamaban) seríamos tomados en cuenta. Otro compañero, el Washo Ushiña, solía sugerir entre dientes a nuestro instructor que cuidado le hacía cabrear, o que caso contrario sacaría su "huevolver".

   El fusil automático ligero (FAL), de origen belga, empleado en las Guerras de Vietnam y de las Malvinas,  con un peso aproximado de 8 libras, y con una bala de 7,62 X 51mm, sería el destinado para mi primer disparo. Cada chico tendría la oportunidad de disparar 10 balas; por un momento nos sentimos Rambo. Desde luego, solo se nos permitiría ejercitar con las municiones en un polígono de tiro, al que llamábamos de cariño polígono de tire. El Salguero, un man que se las daba de macho en construcción, pero que años más tarde nos enteramos que se había declarado abiertamente gay, se perdió de ese día de gloria: estaba con una fuerte gripe. Según mi hermano, en su pelotón y debido a que eran menos brigadistas, les habían permitido disparar en más de una ocasión; además, para el campamento, supuestamente, les darían a él y a otros chicos diestros en la instrucción militar un uniforme de camuflaje y la potestad de ser "comandantes juveniles". Volviendo a mí, ya en mi turno, la casualidad debió ensañarse conmigo pues, mi fusil, además de golpearme fuertemente con la culata en el hombro (lo había tomado mal), se había encasquillado luego de la quinta bala. Como si fuera poco, el soldado pajarito, luego de terminado el ejercicio, me dijo que se habría sentido más seguro al ser apuntado por un peruano, tras evaluar mi puntería.

   Previo al final de esos seis meses de coqueteo con la vida castrense, llegó al fin el campamento; a mi ñaño y a sus amigos no les dieron nunca el tal camuflaje. Ese día, como cada sábado, partimos en buses distintos; bueno, hubo una ocasión en la que él, quien tampoco era un villano como he intentado pintarlo hasta aquí, me invitó a una fiesta con sus compañeros del San Fernando, en la inolvidable discoteca Macks. Fue gracioso ver como al hacer fila, con la camiseta negra de instrucción debajo, un grupo de heavies nos llamaron poperos. Las chicas del Espejo eran bastante guapas; mi hermano vaciló con dos o tres de ellas. Había una chica que me gustaba, Lucía; le encantaba el rock. Verla cada sábado, con esa gorra y camiseta negra, hizo algo más interesantes mis sábados. La noche del campamento, a la que llegamos luego de sobrevivir a todo un día de lluvia en el Fuerte "Atahualpa" de Machachi, al arroz hecho bolas, a las jodas de mi ñaño que frente a mis amigos me sugirió no olvidar mi pijama, al lodo y a los ejercicios, que según nos enteramos luego no fueron tan rigurosos como los que les hicieron practicar a los del UNE y del Vida Nueva, a quienes habían sacado la puta, los militares decidieron darnos un par de horas en el coliseo para organizar un mini-festival. Cansados, los "lecheros" no organizamos absolutamente nada; el San Fernando había hecho un número basado en la coreografía del tema "Thriller" de Michael Jackson. Para su atuendo de baile, mi hermano había roto una camiseta con la que solía irme a los conciertos de rock, excepto uno de Blaze y Barak en la Plaza de Santo Domingo, al que había ido con la camiseta de la pre. Superada la bronca, fuimos conducidos a dormir en unas estrechas carpas, donde nos tocaba de a dos. Varios conscriptos fueron destinados a hacer guardia para evitar que en cada tienda durmiera una pareja con dos sexos diferentes. Me tocó compartir la mía con el Néstor Flores, un tipo que parecía más bien japonés, y que siempre hablaba apurado. No pudimos ducharnos; apenas había un chorro de agua que parecía caer del helado Cotopaxi, que al poco tiempo me provocaría una gripe quizá peor que la del Salguero.

   Tras volver, nadie nos consideró héroes, o algo por el estilo. El último sábado que fuimos al cuartel nos pusimos a jugar a la botella con unas chicas del UNE o del Quito; mi compañero el Tavo inmortalizó el destrampe que me di con una de las guambras en una foto que me mostraría varios años después. Volviendo a esa época, en una fiesta que mi hermano hizo en casa para reencontrarnos con las chicas del Espejo, volví a ver a Lucía. Le presté unos casetes de Toccata y Bulla, Mortal Decisión, Chancro Duro y Sacrificio Punk. Días después, Fujimori y Mahuad firmaron la paz en Brasil; un año después, mi hermano se marchó a Salinas, a la escuela militar de aviación. No he vuelto desde entonces a disparar otro tiro; tampoco volví a ver a Lucía ni a mis casetes.

jueves, 19 de noviembre de 2015

La caminata

El Omar y yo no éramos muy beatos que digamos; cuestionábamos con mucha frecuencia a la iglesia, y aunque mi amigo se mostraba un tanto más temeroso de Dios que yo, no dudaba en exhibir sus camisetas invocando a Satán. Pese a ello, las personas nos consideraban respetuosos de la religiosidad, y en alguna ocasión, decidimos participar al igual que muchos quiteños en la peregrinación de la Virgen de El Quinche, que hasta ahora suele partir de Calderón, en alrededor de, (si no me equivoco) 35 o 40 kilómetros de puros caminos empedrados.

Varios años antes, mientras regresaba con mi familia de Chillogallo y debimos parar en La Marín, vi por primera vez a un grupo de personas que compraban linternas; mi padrastro y mi madrehabían participado en una ocasión en la caminata, y me contaron que toda esa gente iba en camino. Por un momento se me cruzó la idea de colarme con ellos: caminar entre la obscuridad se me hacía algo nuevo e interesante. Sin embargo, esto no le gustó a mi ma, quien todavía me consideraba demasiado pequeño para algo así, además de presentir que mis motivos para la travesía no eran precisamente religiosos.

Ya en quinto curso del colegio, en noviembre de 1997, el Omar y yo  decidimos participar. Esa tarde me la pasé viendo televisión, escuchando música pesada y durmiendo. No sé qué carajos estaría haciendo mi pana. Otra de las cosas que recordaba es que los peregrinos iban cargados de enormes grabadoras estéreo. Esperaba que mi amigo, un coleccionista empedernido de música y de aparatos de sonido, llevara también una grabadora. En lugar de ello, cada uno llevó su walkman.

Fui hasta la casa del Omar en Solanda, desde donde salimos a La Marín, para de ahí tomar un bus hasta Calderón, En secreto, esperaba, durante la caminata, tener la fortuna de conocer a alguna guapa novelera igual que nosotros. En lugar de ello, había una chica (creo la hija del chofer o el controlador), un poco menos fea que el resto de chicas que iban con nosotros, a la que quisimos coquetear, sin darnos cuenta de lo bagreros que estábamos siendo.

Ya en Calderón, el sitio parecía un mercado: por todos lados había vendedores de estampitas, K-chitos y golosinas para el viaje. El licor no se hizo esperar, como tampoco las grabadoras stereo, que en lugar de sonar heavy metal, pasaban puro techno pata sucia. Para la travesía llevé unos zapatos tipo botines, que meses después también utilicé durante la pre-militar.

La caminata desde luego inició con toda la algarabía posible de una nueva aventura. Nos sentíamos un par de pioneros, entre tantos patasucias, dispuestos a comernos el mundo y ensuciarnos las botas. Los primeros kilómetros fuimos de lo más frescos: me pasé charlando sobre Elizabeth, la chica que me gustaba, creo que durante al menos 45 minutos: le conté al Omar desde cómo la había conocido, hasta cuando la vi por última vez, en el Club de Periodismo. El me contó sobre alguna prima que le gustaba... en realidad, era como la tercera o cuarta vez que nos repetíamos estas historias... luego, hablamos sobre Ángeles del Infierno y otras bandas. Había polvo y obscuridad. Pronto, el sueño empezó a invadirme, mientras el sudor empapaba mi frente y mi pecho.

Tras cruzar la vía a Guayllabamba, tuvimos que ascender por dos colinas que se volvieron una cordillera impenetrable. La gente -algo ebria- no sentía pena de caer rodando cual bolas de paja en el desierto. Una chica, que parecía una niña en ese entonces y que debe ser abuela ya, hacía un gesto de desesperación mientras se agarraba de una cinta que su padre, seguramente, ató en un árbol seco. Pese a no estar ebrios o drogados, el Omar y yo estábamos voladotes. En ese momento me arrepentí con sinceridad de mi novelería. Supongo que los demás tomarían eso como una prueba de su fe.

Al llegar finalmente a la cima de la colina, un puesto de secos de chivo y de gallina me hacía ojos; tenía hambre, sed y desesperación. Pero tras notar que estábamos envueltos en una nube de polvo, el Omar y yo decidimos seguir. Caminando, ya sin eje o prisa, agotados los temas y sólo deseando que esa puta travesía llegara a su final, escuché de repente de una de las grabadoras el tema "loving you" de Minnie Riperton. Mi amigo, poco acostumbrado a esa música (según él, además del metal el único grupo "suave" que había escuchado era Menudo), no pudo disfrutar igual que yo de esa voz. De pronto, el camino se volvió una monótona ruta empedrada, que no tendría fin jamás. Entonces, una chica de cabello corto, se acercó al Omar para decirle algo que no entendí muy bien. Creo que hasta le pasó un trago de su botella. Supuse entonces que el secreto para sobrevivir a esa ruta era ir bebiendo. Y el camino siguió, y las estrellas rielaban sobre las piedras... y las luces amarillas del pueblo, como telarañas, aparecieron finalmente.

Al llegar, lo último que quise (al igual que la mayoría de caminantes) fue escuchar misa. La plaza de El Quinche era un dormitorio lumpenesco, cual escena de Ernest Hemingway, remasterizada a la ecuatoriana. Lo más feo del camino estaba por empezar: aguardar despierto, y de pie, por un bus, para volver a casa.

A eso de las seis de la mañana, tras subirme al carro, juré que jamás volvería... supuse por unos segundos que quizás fue una especie de castigo divino por burlarme de la fe idólatra de adorar a la imagen de una mujer, depositaria de tantos dolores y angustias. Mi promesa no sirvió de nada. El año siguiente volvimos a buscar aventura con el Omar.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Pol

La última vez que me escribió, me dijo que era un mantenido. Distinto a otras ocasiones, en que sus sarcasmos y humor negro me hicieron reír, y en que otras personas fueron el blanco de nuestras sornas, aquella ocasión me convertí en el tipo al otro lado del espejo. Hacía tiempo que el Paúl y yo nos habíamos distanciado; luego del fin de nuestra revista, intentamos sin demasiado éxito continuar con el proyecto de un nuevo programa humorístico que deseábamos pasar por la radio Universitaria, una estación en AM a quien ni sus propios productores escuchaban, pero por la que teníamos gran expectativa.
El Pol nació en Sangolquí, ciudad cercana a Quito a la que muchas veces llamaba burlónamente el último reducto del Imperio español. Me lo presentó mi amigo Andres, con quien tenían en común un enorme apego por el death y el black metal, y con quien conformarían un grupo al que llamarían Strangeland. Fanático, al igual que el Andrés, de las películas estilo Freddy Krueger y de los ovas japonesas, no fue difícil hacernos amigos. Gracias a su iniciativa y a mi ingenio logramos sacar adelante la revista Ni Más ni Menos, un fanzine de humor en el que no nos fue tan mal. Sin embargo, las diferencias con los otros editores del proyecto, Guillermo e Iván, pronto mermaron nuestras intenciones de conquistar el mundo editorial. Lejos de declinar, el Pol se apartó para crear su propia revista, El Gallinero, en la que incluso nos hizo publicidad, y en la que colaboré alguna vez.
El origami y el dark ambient llenaron de pronto su vida, y de doblar papel pasó a doblar hits, que según él mismo, le llenaban de inspiración.
Cuando Ni más ni menos empezó a menguar, tras la salida de nuestros compañeros, quienes hallaron empleos más provechosos que un fanzine estudiantil, una fuerza invisible hizo que todos nosotros nos apartáramos de nosotros mismos. Aunque pude mantener mi amistad con el Guille y el Iván, el Pol se alejó cada vez más, apoyado en una presunción recubierta de tanta hostilidad que sospecho, en el fondo era un intento por reivindicarse y demostrarse que también podía ser un arquetipo obscuro que resultara vencedor.
Hace semanas, vi que el Pol salió en un programa cultural de televisión comentado sobre un libro de origami que escribió en su soledad. Supongo que existe un mundo de papel para cada uno de nosotros.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Van

La conocí sin querer. Intentaba sin éxito cortejar a Mariu, cuando la vi un día, mejor dicho una noche: estaba tras la puerta de mi clase, con unos lentes que me recordaban a los de Harry Potter. Al principio la creí la típica nerd, definición no muy lejana a la realidad, pues además de estudiosa era full filática. Se llamaba Vanessa, pero en secreto o ante terceros siempre la apodé Chun Li.
Por coincidencias del destino, por no mencionar de manera eufemística que me jalé varias materias, llegamos a coincidir en clase de Redacción Periodística. Mariu no dejaba aún de gustarme. Pasamos así uno o dos semestres más. Hasta aquella tarde, en la que le escuché tarareando "Chica Ye Ye" de Olé Olé.
-¿Te gusta el pop ochentero, Van?
-Sí, jovencito- respondió. De pronto se volvió un ser completamente extracrónico.
Así, la Van solía tararear además temas de merengue house como "Diavolo" y temas de "Ricci e Poveri".
-¿No estás algo joven para estas canciones? -le dije alguna vez.
-jajajja -respondió con su acostumbrada sorna.

Toda esa combinación hizo que de repente la Van pasara de ser una típica estudiante nerd a alguien extrañamente sexy. El que se hiciera la rica de vez en cuando también le dotaba de cierto misticismo.
Varias veces fantaseé con ella. No había la más mínima posibilidad de que estuviésemos juntos algún rato, pero su cercanía me excitaba.

Un día, (también con Mariu) fuimos a una de las típicas discos aledañas a la U Central. El verla bailando me provocaba cierta sensación de culpa, a la vez que de lujuria. Quise abrazar ese cuerpo, sentir ese pecho latiente junto al mío, mientras me susurraba alguna canción de italo-pop.

Los meses transcurrieron y de a poco nos alejamos. Alguna vez quise robarle un beso. Alguna vez simulé estar enfermo y hambriento, para que me llevara algo a casa. Cielos, me perdí de tantas cosas....


domingo, 30 de agosto de 2015

Agua salada

La primera vez que vi el mar fue en 1991: fue como mirar al cielo mismo, como una montaña hecha del mismo material del horizonte. Distinto de las postales de la tele, era una inmensa duna líquida gris. Mi tío, que vivía en Salinas, me aseguró que era salado, pero que le diría a sus amigos que arrojen todos los costales de azúcar posibles para darnos la bienvenida. Luego del primer paseo a la playa con mis hermanos, tras preguntarnos cómo estaba el agua, y responderle, el tío, risiblemente enfadado, nos aseguró que sus panas, de seguro se habían olvidado de su recado.

martes, 21 de julio de 2015

El grado

    Siempre imaginé que éste día me revolcaría en el estadio del colegio, con una botella de vino, suponiendo que de ahí en adelante viajaría por el mundo como un bohemio errante. Hoy, mientras todos se marchan en sus autos, con sus sudorosos padres empapados de colonia barata y camisas de a dólar, y sus madres emperifolladas cuál bautizo, boda o velorio, pero con una risa de satisfacción, o más bien de pausa por los años que le esperan en la U al guagua, deseo quedarme solo. Unos meses atrás, mientras caminábamos por el sector de La Mariscal, decidí unilateralmente que comería en El Toro Partido para celebrar por haber sobrevivido a seis años de jugar al futuro, repitiendo de manera recargada lo que ya había visto en la primaria, recuperándome del acoso escolar de mis acomplejados compañeros  y esquivando los puñetes que nunca se hicieron echar de menos.

    Escucho sin embargo desde la mesa contigua a un hombre que comenta que vendió su taxi por apenas diez millones de sucres, y que está considerando ir a España, mientras un bebé llora unas mesas más adelante: sí, estoy en un chifa. Si al menos estuviese comiendo... mi chaulafán no llega. ¿Acaso ignoran que es mi día especial? ¿se estarán tardando para ponerme un camarón de más?

    Mientras mi plato sigue aguardando, mi padrastro me ofrece de su tallarín para de algún modo tamizar el instante incómodo. Supongo que descartó El Toro Partido por considerarlo caro; supongo le habrá dado igual mi incorporación. Como sea, ya nada de eso importa. Luego de rechazar su gesto de paz, y tras la demora de mi suculento almuerzo, decido decir gracias y marcharme a casa. Es la última vez que llevaré la corbata y el uniforme del colegio Montúfar; ya en el barrio no me dirán lechero nunca más. Por cierto... vivo en un barrio de puros roscas del Mejía, que se acaban de graduar también. Quizás nos veremos en la universidad; aunque lo dudo. Ingresaré a la Católica a estudiar Ciencias Geográficas y Ambientales, y me convertiré dentro de unos años en una especie de nuevo Jacques Costeau o Steve Irwins. Ni siquiera mis amigos han venido a verme. El Luis tuvo que trabajar; se graduará el año entrante. El Andrés, ni idea; seguro se está haciendo la paja mientras mira un video de la WWF, escucha Wasp a todo volumen y mira una revista porno. Mi madre me llamó temprano: dijo que enviará a mi padrastro el dinero para el primer semestre de la universidad, y que no olvide hacer el trámite para la pensión diferenciada. Supongo que era una de las razones para no ir al Toro Partido.

    Es agosto: hemos debido graduarnos en julio, pero el paro de inicios de año retrasó varios de nuestros planes. Sólo hay cinco capas y birretes para doscientos guambras en su mayoría físico-matemáticos, que han postulado a la Politécnica. Sólo dos compañeros nuestros se graduarán en septiembre, un par de losers cuyos nombres olvidaré y dejaré de prestar importancia. Tampoco nos fuimos de paseo. La división ideológica de nuestra clase, aunque risible, es irreconciliable. Quizás fue mejor así. Después de todo a casi nadie le caía bien. Además, que aburrido salir solo entre varones. Presiento que del curso saldrán al menos dos o tres gays, precisamente aquellos que juraban que yo lo era también. Espero no les muelan a golpes. Otro, a quien presté un disco que no me devolverá nunca más, se hará famoso por un triste motivo, mientras otro mas se pondrá en pausa indefinidamente. Dos de los demás chicos dicen que optarán por la policía, uno de ellos mi gran amigo Ruiz, quien quizás no pueda entrar debido a su medida de vista de casi 2.0; tal vez al Santiago le vaya bien. Supongo que varios de ellos viajarán a España el año entrante; dicen que el Alfonso ya es papá incluso. El Paúl, el más aniñado de la clase será el único en acudir a la San Pancho, tan despreciada por el Lucho, que se declara guevarista a morir y que se irá a Derecho a la Central, junto con la mitad del curso. Sólo el Guillermo ha tenido el valor de optar por Psicología. Cuando me preguntaron de qué se trataba mi carrera, sólo supe decirles que de dibujar mapas. "Seguro te irá bien brou, vos sí dibujas", me dicen de vez en cuando. El Rueda dice que no tiene para la U y que ingresará al Servicio Militar de manera voluntaria. El Levoyer (quien pensé era venezolano, pero meses más tarde supe que era mono, de Machala) supuestamente se irá a Estados Unidos. El Tula, cuya voz parece de locutor de AM, seguro estudiará Comunicación y se volverá un locutor famoso. El Danilo tal vez me siga a la Cato. Nadie se atreve a decir que no estudiará, todos harán más o menos algo. Christian Stahli, el chico de intercambio que fue nuestro compañero, nos ha enviado una felicitación por escrito, ya que tuvo que volver a Suiza unos días antes. Si este momento tuviese un soundtrack, me gustaría que fuera Gin Blossoms con "As long as it matters". Los chicos corean una canción de Nino Bravo adaptada.

    Ya no pronunciaré el himno de mi colegio, ni juraré darme de puñetes con un rosca del Mejía si es necesario. Ya no gritaré con orgullo que soy Lechero, imitando alguna barra de Barcelona o Liga. Quizás ya no leeré a Marx: sé que en la Católica no son materialistas dialécticos. No sé si deberé fingir que soy cristiano o algo así. Supongo que habrán muchas chicas bonitas, y que me enamoraré de alguna de ellas. No sé si hago lo correcto. Siempre me gustó escribir. Quizás debiera haberme inscrito en la Facultad de Filosofía y letras, pero qué futuro podría esperarme. Dicen que hay puros chinos tirapiedras y garroteros. Tal vez en la Católica tenga futuro. O tal vez no. Tal vez no exista el futuro. Tal vez conoceré a un amigo que se retirará días más tarde, y de quien solo recordaré que me dijo una vez que cada persona es un mundo; me enamoraré absurdamente de la chica más alta de la clase, quien vino de intercambio de Inglaterra y a quién volveré a ver por casualidad una noche, quizás en 2005, durante una marcha que busque derrocar al presidente de turno; quizás me citaré con otra chica de aspecto más simple, a quien compraré flores y quedaré de ver en la Plaza Grande, pero no veré porque no acordaremos la hora jamás. Quizás subiré a un montaña y llevaré una carpa, en donde se colará una chica que parece personaje de la teleserie Daria, a quién volveré a ver una y otra vez en varios conciertos de rock, pero no volverá a reconocerme, porque a lo mejor me retiraré ni terminado el primer semestre. Quizás me olvidaré de todos ellos, de mí mismo y escribiré sobre lo fugaz que es la vida, de vez en cuando.


jueves, 16 de julio de 2015

Koyagal


Nuestros ojos se encontraron
un día sin pensarlo.
El viento soplaba las espigas
a lo lejos.
Una inmensa nube gris nos miraba.
La lluvia dejó un rastro de lodo
donde hundimos nuestros pies.
Sus voces nos hablan pero
no nos importa.
Solo queremos escuchar
nuestro corazón.
La sangre nos reclama,
pero preferimos sentirla
hirviendo.



Desde que papá murió, no he vuelto a Koyagal, su pueblo natal. Recuerdo algunas cosas: que el sitio ni siquiera aparecía en el mapa, que los atardeceres eran como un monstruo de niebla devorando las espigas de trigo; que un rebaño de cabras y de cerdos eran a veces las únicas aves en el horizonte; que las únicas flores crecían en las paredes, y no en el suelo, en donde en su lugar crecían diminutas manzanitas; que luego de las cosechas, los abuelos solían armar pequeñas colinas con los tallos que quedaban, donde simulábamos construir iglúes equinocciales, antes de las llamaradas nocturnas con que solían invocar al dios sol de las antiguas collas (de donde supuestamente deriva el nombre del pueblo). Era un sitio tan frío, que cada noche de vacaciones o feriado que pasaba allí, siempre me orinaba en la cama, de manera tan frecuente que hasta empecé a desarrollar una técnica para secar las sábanas, sin que mis tías, que al día siguiente me jalaban de las orejas o me gritaban, se dieran cuenta.

Recuerdo los ventarrones en el verano, y con ellos a mis primos Jorge, Vero y Adriana. Adriana, a quien asesiné tres veces, la primera, ese día en que cansado de su llanto, decidí encerrarla en un cartón y arrojarla por una de las quebradas, donde quedaba la escuela; la segunda, cuando harto de su presencia le arrojé tantas piedras, como estrellas en el cielo, y la tercera, en esta ocasión, en que volveré para despedirme de mi abuelo.

Mis primos, y aquellos que les siguieron después, habían entablado una especie de alianza con ese lugar; no lograba entender su fascinación por ese sitio, ni lograba imaginar la infancia de mi padre, ahora tan distante de mí, ni su adolescencia, cuando dejó la casa de mis abuelos en una de las primeras motocicletas que llegaron hasta ese sitio perdido del país, que sin embargo geográficamente (como descubrí años después) era parte del cantón Quito.

Tengo ya más de 30, y es enero. El sol y el aspecto lúgubre de varias casas de adobe, ahora abandonadas por varios migrantes que ahora residen en España, pronto me hacen olvidar la visión romántica que tenía de la fogata y el cometa. El abuelo está muriendo; pero mientras muere, la vida florece en mis nuevos primos, unos niños todavía, varios de ellos venidos también de España a vacaciones, unos extraños que hablán una lengua lejana llamada catalán. Y la abuela, preparando colada en el ya cansado fogón, y los estantes descoloridos de la tienda de víveres del otro lado del dormitorio general, que por muchos años fue el único centro de abasto de Koyagal.

Pronto me aburro, tomo el auto y me dirijo a la colina del pueblo, un sitio conocido como Cochabamba, adornado por una casa de ensueño ubicada en el centro del lugar y bordeada por siete árboles, postal que siempre me hizo suponer que todos los cuadros con una casa en una colina que decoraban las casas, eran una foto de Koyagal. De pronto descubro que Sofía, una de mis primas pequeñas, se ha escondido detrás del auto, y que deberé llevarla de vuelta a casa.

Hace unos días se celebró la Fiesta del Niño, ocasión en que los nobles habitantes del pueblo juegan ecuavolley, compiten en caballos y cantan. Dicen en mi familia que tía Silvia siempre destacó por su extraordinaria voz; jamás le he escuchado cantar. Sofía empieza a llorar y a decir algo en catalán. Pobre. Debe sentirse como pez fuera del agua. Sin embargo, no parece tener problema para ensuciarse mientras juega con mis otras primas y otras niñas del pueblo; de hecho lleva ahora mismo el vestido y la cara sucia, con esos ojos claros de casi todas las mujeres de la familia, que me recuerdan también a los de Adriana, a quien asesinaré esta tarde, sin que los demás se den cuenta. Espero no haber efectuado un monólogo mientras conducía.

-¿Por qué hablabas solo?- dice de pronto Sofía. Resultó bilingüe.

-Solo cantaba una canción- le respondo de manera un tanto brusca.

-¿Qué es matar?- continúa.

-Es agarrarse de las matas de los árboles, como las del árbol lechero de la casa de la abuela- le digo con frialdad.

Ni los pueblos ni los asesinos son como los pintan. Koyagal es una especie de aldea, en una calle, sobre una quebrada. Hace poco han inaugurado un cementerio cerca. Supongo que de haber existido en el momento en que mi padre murió, le habrían dejado allí. Imagino que el abuelo tampoco descansará en ese sitio, porque seguro le dejarán en la urna familiar del cementerio en Quito. En la cocina, las tías preparan comida, mientras conversan de sus hijos, de sus impresiones de Europa y de los contrastes entre Quito y Madrid. En el patio, los niños corretean y chatean con sus celulares. Los primos más grandes fuman en una de las bancas.

-¿Por qué no has vuelto al pueblo Davicho- me dice mi primo mayor Paco.

No sólo no le contesto, sino que me quedo mirando fijamente un auto en donde llega Adriana junto a su esposo. Lleva en su cara los mismos ojos claros de Sofía, y los de la Adriana niña a quien asesiné dos veces en el pasado, cuando la arrojé por la quebrada, y cuando la envolví en una lluvia de piedras. Por alguna extraña razón, siento que es hermosa y que ya no quiero matarla. Ahora quien quiere morir soy yo.

a Alisson

martes, 14 de julio de 2015

Fragmento hallado en un cuaderno

Caminé por una calle vacía,
el aire me recordó la soledad;
el cielo gris a lo lejos reía,
y el tiempo parecía continuar.

Solo la mente sigue jugando
a burlarse del tiempo y el espacio.
Pero no,
no sabes qué hacer;
es solo un día más.

Cuántas horas pasarán,
si alguna en realidad.
Quisiera desdibujar el viento,
y poder sentir de nuevo,
que hay un lugar.

El sueño parece eterno,
la dulzura, la ternura en su lecho.
Y un aire de espejismo incierto,
me hace añorar al dulce viento...
1996

martes, 30 de junio de 2015

Luka

   En mi familia siempre me hicieron creer que era todo un artista. Decían que era capaz de dibujar cualquier cosa que me propusiera. Mi tío Edgar, que ahora vive en España, me dijo una vez que imité a la perfección a Piqué, la mascota del Mundial de México 86. Incluso hace poco, mi tío Germán, mecánico de profesión, me dijo que dibujaba cada tornillo de cada perno de un motor. Ni vergas. Todos esos mitos se vinieron abajo cuando le conocí al Luka, un tipo que aparentaba menos edad de la que tenía, y que llegó a mi curso el primer día de clases del año lectivo 95-96 del colegio Montúfar. Con mis amigos Sebastián y David solíamos reír al escucharle cantar: el tipo parecía vivir en un karaoke o algo así. «Seguro son unos patasucias», nos dijo una vez, con arrogancia.

   Pese a ello, el Luka me cayó bien; y aunque se las daba de melómano precoz, incapaz de compartir sus casetes originales de Ángeles del Infierno, un día, luego de gran insistencia, accedió a prestármelo por fin, no sin antes, claro, destrozar el mito de que era el mejor dibujante de Quito y del país, en alguna ocasión que quedamos intercambiar nuestros dibujos. Al volver a casa, luego de rebuscar entre los cuadernos de borrador, recopilé dos páginas de garabatos. Luka Stronzy, quien se autobautizó así tiempo después, trajo dos cuadernos completos con bocetos envidiables de Los Caballeros del Zodiaco.

   Además de aspirar a músico, el Luka solía coleccionar cosas; guardaba los tazos de las papas fritas, varios álbumes de cromos y un montón de cintas copiadas, que él mismo se daba el trabajo de decorar con sus respectivos logos. Al igual que yo, era malo en matemáticas y ciencias: un día, se tomó la molestia de copiar todo un libro de Química en su banca. El profe no sólo lo felicitó por tamaña hazaña, sino que le puso tremendo cero. Con el Sebas, el David y el Luka, además, fuimos los pioneros del Messenger, que en ese entonces llamábamos Diálogo. En una ocasión hicimos todo un debate por escrito de un compañero al que detestábamos, de apellido Villota, del cuál, se quedó casi para siempre la broma de cantar, mientras andábamos en la escalera china o los cabos en Educación Física, «baila Villota, baila». Cuando el profe de cívica (un mediocre exsoldado del ejército, que nos robaba los sueltos cada vez que tomaba un prueba) nos cachó, envió nuestra tertulia al inspector general, lo que provocó que nos cambiaran de puestos.

   Durante cierta navidad, en que andaba bobazo por una man llamada Elizabeth, el Luka y yo nos aventuramos en los cuasi prohibidos terrenos de la 24 de Mayo para visitar el lugar más asqueroso pero fascinante donde vendían casetes de rock: el Punk + Metal. Un día, vi un compilado donde estaban bandas como Muro, Obús... y ese otro (no conocía bien a las otras bandas). Al volver, por accidente, arrojé un puesto de maní y habas fritas. Con nuestros elegantes ternos del colegio, decidí que debía tomar la situación con calma. El Luka estaba nervioso. Minutos después, un manotazo de una señora que quiso cobrarme de los confites regados por la calle, me hizo ver estrellas.

   Entusiasmados por las letras de Ángeles, Barón Rojo y Obús, decidimos un día conformar la banda Bromo. En  ese entonces, todavía creía posible grabar una canción de death, una de heavy, una balada y una de punk en el mismo disco, con una de black como bonus track. El Luka no solo me explicó que eso no era factible -debido a que cada banda destacaba por un estilo-, sino que Bromo debía ser la banda más del putas de Quito y del planeta. Desde luego, también buscamos inspiración en bandas locales como Mortal Decisión, Enemigo Público o Total Death. El primer concierto al que acudimos fue el Conchazo de 1997. En 1998 vimos a Basca por primera vez en Amaguaña. Tiempo después, finalmente pudimos ver a Juan Gallardo y los Ángeles del Infierno, en el show que abriría las puertas para que el heavy de calidad finalmente visitara el país. Los años pasaron y nuestra banda se quedó en hojas de papel, garabatos, bocetos de logos y letras inconclusas. El Luka siguió con su sueño y junto a unos panas fundó Inocencia Perdida.Yo, por mi parte, todavía sueño con dibujar algo más que unos garabatos.

domingo, 14 de junio de 2015

Lore

Se me apareció por primera vez una tarde nebulosa de 1987: llevaba un par de cachos similares a los de la Chilindrina, quizás más grandes. Igual que yo, el primer día de escuela, llevaba un atuendo distinto del uniforme. Sus ojos eran oscuros, como pepas de guaba.

Su madre, quien a la usanza de los ochentas llevaba sombras en los párpados, que no le lucían tan mal, solía ir a retirarla siempre: estudiábamos en la tarde, y al dejar el aula, nos aguardaba el ocaso. Su padre era un longo horrible y carecabreado que, años más tarde, supe que trabajaba como conserje en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central. Sus hermanos estudiaban en una academia militar; a veces también iban a la escuela, con sus pequeños disfraces de asesinos bufones.

Sin responder aún a ningún instinto carnal, decidí, o mi mente decidió por mí, que la Lore era linda. En la navidad de 1988, la profe del grado la eligió como candidata a Estrellita de Navidad de la escuela, al igual que las navidades siguientes. Jamás ganó el certamen, pero cada fin de año, sus pequeñas galas me hacían sentir enamorado de ella. Ese mismo diciembre, su hermano mayor, a quien volví a ver años después en una farra de Año Nuevo en Chillogallo, me dijo que «hay que cuidarse de los besos en la boca, porque pueden traer bichos», como adivinando mis sucias intenciones.

La Lore y yo no éramos los más conversones del grado. Siempre nos tuvimos mutuo recelo, pero pese a ello nuestro compañeros nos molestaban. En cuarto grado, una compañera mayor que nosotros, en una ocasión que debíamos tomar los lápices de colores de la caja comunitaria, nos aguardó el turno para que los tomemos al mismo tiempo. No sé si por todo ello es que me evitaba; fueron muy pocas las cosas que compartimos. Jamás le dije algo como «me gustas», o «creo que me siento atraído por ti» o «haces que mi corazón lata de un modo muy extraño». Obviamente era un niño.

Llegado sexto y al notar que la escuela terminaba, sentí que debía decirle que me gustaba, que fuera mi novia y que me permitiera darle un beso. Con cada día juraba que se lo diría al día siguiente, luego la semana siguiente, luego en Navidad. Alguna vez le vi charlando con mi supuesto mejor amigo, Saúl, a quien años más tarde volví a ver cerca del Hospital Vozandes, para contarme que se acababa de casar y que ahora era miembro del Opus Dei.

No sé si fueron celos, pero no le hablé en mucho tiempo. Durante nuestra última Navidad, la de 1992, no le dije nada. Sin embargo ocurrió algo que ni en sueños imaginé: mi prima Nancy, quien era de Tumbabiro, Imbabura, vino a estudiar el último año a nuestra ciudad, para continuar el colegio. Ella y Lorena se hicieron amigas, y una tarde, sin que yo lo supiera, la Lore entró a mi casa, que solía estar desordenada porque mi tía andaba muy ocupada en su trabajo y porque durante la mañana, a veces los deberes no nos daban tiempo. De haberlo sabido habría limpiado toda la casa. El punto, es que jamás conocí la suya. Y pese a que la Nancy se llevaba con la Lore, o intentó llevarse con ella, jamás me sirvió para hacerme los planes o darme metiendo carpeta.

El 14 de febrero del 93 le compré una tarjeta ridícula con unos muñecos dibujados, en donde le escribí que me gustaba, y que adjunté con una flor que compré en una esquina. Intenté dársela, pero la cobardía me hizo pensar en una alternativa: hacérsela llegar a través de una compañera. Durante el recreo encontré a Silvia, la amiga de la Lore, con mi tarjeta rayoneada.

En primer curso, ya en el colegio Montúfar, y hasta segundo, empecé a ir con unos amigos hasta el Colegio Simón Bolívar supuestamente para conocer amigas. En realidad, lo que quería era volver a ver a Lorena, quien estudiaba allí. Tiempo después, durante un programa de la escuela a la que volví para ver a mi hermano menor, y en donde encontré a otra amiga, Verónica, ella me contó que la mamá de la Lore todavía iba a verla al colegio.

Años más tarde, durante una fiesta en casa de unos primos, la Lore volvió a aparecer. Ya no era la niña de cachos en el pelo: le había crecido mucho el busto, y por primera vez la vi no solo fea, sino que paradójicamente me hizo sentir gran deseo sexual. Bailamos un set de no se qué música tropical, conversamos un par de cosas y después se fue. Años después, nos volvimos a encontrar en facebook, y quedamos en reunirnos con Saúl y ella. Nunca nos pudimos encontrar.

Una tarde, en que intentaba sostener una charla interesante por la red social, la Lore se asomó. Entre canciones de los años ochentas y noventas que puse en el Youtube, finalmente le confesé lo que sentía. Por un momento supuse que me diría que la pasaba igual. Me dijo, simplemente, «éramos tan pequeños».

sábado, 11 de abril de 2015

Volver

Mientras subía las escaleras
el desvanecimiento y la obscuridad
copulaban al ritmo de la música invisible
cadencia de viento y azúcar
intentaba imaginar como habrá sido el mundo
antes de la música
como el hombre fue en ella
como será mañana
en esas canciones que alguien imaginó
alguna vez y no pudieron tocarse
en las historias perdidas
en aquellas comunes a todos los mortales
Recordaba la metáfora del cielo
como una escalera de madera apolillada
seres que sí vuelan
como soñamos con ser antimateria
ser uno con la música y ser eco
ser lluvia para acariciar el viento
Mientras me desvanezco intento pensar
en aquellas charlas sobre un oasis amarillo espumoso
si el planeta fuera en realidad un vaso
en cómo las ciudades se expanden
en la añoranza que inspira a veces la obscuridad
En la oscuridad del mundo,
del ser
de unos ojos cerrados.
En un transplante de alma
en el tiempo que pretendemos robar.
Mientras subía las escaleras
el desvanecimiento y la obscuridad
procreaban el deseo mismo.

sábado, 7 de marzo de 2015

Cántame, Adri

Cántame,
una canción que me provoque reír,
e imaginar que te veré sobre una bici dentro de varios años.
Porque cada vez que te miro
el mundo da un giro total.
El café de aquella tarde ya debe estar frío;
hace mucho que la peña apagó sus luces.
Una columna de humo se sigue mirando desde lejos;
cántame,
como cuando volví a la iglesia para no rezar
como cuando el eco tropezó con el pan de oro para desarmarnos.
Viste de negro para desaparecer una y otra vez
canta y escúchate,
escúchame
mientras los animales corren felices lejos de nuestras fauces.
Canta para vos,
mientras escucho un concierto ajeno
sobre las agujas de un cronógrafo disfrazado de reloj.

jueves, 12 de febrero de 2015

Canción Warever

A quién le importará
que el sol se robe una tarde invernal
o retrate su almuerzo absurdo;
que la paz mundial se revuelque
en una orgía de sábanas,
mientras alguien vende lotería
con una camiseta del Ché;
quien sino,
mientras escucha una canción
para escaparse.
A quien importará
que la luna o la Antártida
se conviertan en propiedad privada
Quién improvisará la vieja
fórmula del amor desamor
en sinrazón.
Quién sino
una canción para escaparse.
Vieja guitarra
óxido en la voz
rugido de musa moribunda
luz de un peñasco
que más da
la hipnosis y el tedio
una canción
para escaparse.

viernes, 30 de enero de 2015

Iván el terrible

Hoy hace dos años
qué llegué a la ciudad
sigo en cada esquina
tras un afiche envejecido
de divas de un trasnochado Olimpo
de spanglish folclore
En mil viejas naves
sobre mares de asfalto
competí con el chasquido de los dientes
la espantosa rutina entendida como
estado de bienestar
y el discurso de los aprendices de
demagogos
-hace poco que salí
necesito volver,
no sé a donde
pero volver-
el frío metal
el cálido y sucio metal
espejo roto de smog
¿a quién le importará
mi nombre?
llámame Diego,
Darío o Iván
la culpa no es
algo que me quite el sueño
-necesito volver.
no sé a donde-
sabré como intimidarte,
preferirás dejar atrás
estigmas que considerarás menores.
Mientras te dopas con tu spanglish folclore
sabré adivinar tus gestos y vulnerabilidad
la culpa no me quita el sueño
y no me importa ser un vampiro
irreflejable entre el smog
-nadie valía la pena-
el frío metal
se convierte en cálido y sucio metal.