domingo, 27 de octubre de 2019

El último cine porno

    Mis inicios en la vida sexual, como no podía ser de otra manera, se los debo al porno. Bueno, en realidad, a las telenovelas. Lo admito: era de esos que pensaban que al crecer cambiaría completamente de apariencia, como lo hacían los niños de las películas, al ser reemplazados por otros actores para ser representados en su etapa adulta. También era de los que creían que es posible sobrevivir a una lluvia de balas en la guerra, que las agonías lejos de ser una dolorosa tortura eran una épica y dulce despedida de los amigos, pero sobre todo, era de los que creían que los hijos no venían traídos al mundo por una cigüeña, sino como resultado de un horrendo destrampe, de preferencia en la orilla de una playa o al calor de una fogata de invierno.

    La primera vez que vi una escena de felación fue en una revista en blanco y negro, cuya portada parecía traer bordes amarillos. Ni siquiera me pregunté por qué una mujer desnuda se metería un pene en la boca; simplemente me pareció asqueroso, pensaba que el tipo se mearía encima. Al verme con la revista, mi tía me la quitó intentando explicarme que eso era una enfermedad, y que esas fotos eran para ilustrar casos clínicos. Años más tarde, de vacaciones en casa de unos primos en Arenillas, mis hermanos se pusieron a ver una peli porno. Nunca olvidaré la primera escena que vi: era un tipo, con un calzón raro donde tenía sujeto una especie de pito artificial de color negro, que lo hacía con dos chicas a la vez. Por alguna razón ya no sentí el mismo asco que cuando miré la revista, aunque sí cierto cargo de conciencia religioso qué seguro se debía al catecismo. Luego de "confirmar" que esa era el modo en que se gestaban los bebés, les pregunté a mis hermanos si nuestros padres también nos fabricarían así, lluchos y con juguetes raros. «Calla, ¿qué dices, ve?» respondieron al instante.

    Tiempo después, mis ñaños, que eran más vivarachos y sueltos, tuvieron sus amores y cosas. Tímido como era, a mí me costó más tiempo. Mi primer beso lo di recién durante unas vacaciones, jugando a la botella y no pude hacerme mi primera paja hasta los catorce años, puesto que la primera vez que lo intenté a los doce, me lastimé sin querer. Durante esos años locos, sin internet en casa, el traficar con películas y revistas de porno era toda una odisea. A veces intercambiábamos revistas a cambio de deberes o de golosinas. En una ocasión, mi mamá me encontró una revista prestada y tuve que ayudar en matemáticas a mi amigo Fabricio durante un mes para reponérsela. Cosas de adolescentes.

    Un día, decidimos colarnos a un cine de porno. A finales de los noventa aún teníamos en Quito al Granada, al América y al Hollywood. Habíamos escuchado de todo sobre ellos: que a ese sitio iban puros homosexuales, violadores, parejas que se sentaban atrás para aprovechar "lo oscurito" y viejos pajeros, que se sentaban en las primeras filas. Un día quisimos ir con el Fabricio, pero al rato concluimos que, de hacerlo (en el supuesto caso de podernos colar), la gente nos creería maricas. Fue así que decidimos convencer al Ernesto y al Gabo para que nos acoliten. Luego de evaluar la situación, concluimos que el América era el cine menos foco para intentarlo, ya que por el Granada y el Hollywood pasaba demasiada gente, aunque por otro lado, sería más difícil escabullirnos. Fue entonces que se nos ocurrió intentar sobornar al de los boletos: mil sucres bastarían. Tan ingenuos. No solo que el man se cagó de risa, sino que mil sucres ya no eran nada para entonces (las entradas costaban ocho mil sucres). Desilusionados y sintiéndonos algo ridículos y pervertidos, con un gran sentimiento de culpa  (seguramente por haber ido a la catequesis), decidimos no volver a hablar nunca más del asunto y pegarnos con la plata que habíamos juntado unas buenas salchipapas.

    Años después, ya en pleno siglo XXI, descocado hace rato y sumergido hasta el fondo en internet, me enteré por un periódico digital que el Hollywood cerró sus puertas, igual que el Granada hace tiempo. Para entonces ya había perdido contacto con todos los chicos, incluso en Facebook: parecía que se los hubiera tragado la tierra. Del Ernesto apenas supe que ya estaba casado, que asistía a alguna iglesia cristiana y que trabajaba instalando techos de yeso. Supuse que el Fabricio y el Gabo habrían hecho lo mismo. Por mi parte, estuve casado durante tres años, aunque no llegué a tener un hijo. Tiempo después conocí a Claudia, quien tenía un enano de ocho años, que nunca se casó, aunque convivió durante un tiempo con un man de la Politécnica, desde que eran estudiantes. Un día, la Claudia me propuso visitar el teatro América, el último cine porno de Quito. En principio la idea me resultó más que desagradable, inútil, en vista de toda la pornografía que ya había visto durante toda mi vida, tanto en medios tradicionales como en páginas y videos de internet. Se me hizo incluso pervertido de su parte, debido a que era la madre de un niño de ya ocho años, la edad a la que entré en el catecismo.  «¿Qué, también me vas a salir con esas huevadas moralistas y sexistas?» respondió a mi desdén. «¡Dale, vamos!».

    Ahora que estoy a punto de entrar de la mano de mi novia, me siento de pronto como cuando era un guambra de doce. Cierto impulso insiste en alejarme de ese lugar, a pesar de todos mis pensamientos. Entendí con los años que los orgasmos no duran una eternidad, que no son simultáneos y que el sexo no necesariamente es para dar vacaciones a las cigüeñas. Entendí que los curas deberían dejar aquel voto de castidad que solo podría ocasionarles un cáncer de próstata y disfrutar de la vida sexual como cualquier ser humano, que nadie (o casi nadie) se quedó ciego, le salieron pelos en las manos o se murió por masturbarse y que el cine porno legal es pura ficción, producida sobre todo para nuestros ojos masculinos. Pero sobre todo eso, entendí que las mayores chispas del amor siguen estando en un buen destrampe.

domingo, 28 de julio de 2019

La una de la medianoche

Había quedado en juntarme con Diego, un colega del instituto preuniversitario, en el chifa de la Colón y 10 de Agosto. Ese día no traía celu, pues me lo habían choreado hace un mes, luego de tomarme varias cervezas con otro amigo, Carlo, cerca de la 6 de Diciembre, por lo que me fue imposible contactarme con el Diego. Distinto de otros días de verano y de julio, cuyo tono suele ser seco y soleado, ese mediodía era tan agradable y fresco, que hasta el sol parecía haber salido a tomar una biela helada con las nubes. Sin embargo, la impuntualidad de mi compañero ya me estaba impacientando.

Nos juntaríamos ese día para comernos un chaulafán y comparar unas guías que nos habían dado para los nuevos cursos que iniciaríamos en septiembre; el pre abriría una nueva sucursal, y debíamos discutir si seguiríamos con el mismo manual de clase o si haríamos unas adaptaciones. Mi compañero no suele ser impuntual; de hecho, me extrañaba que no llegara todavía. Supuse que quizás se encontraría de camino con Diana, su novia de ya siete años, y que una nave extraterrestre los habría abducido y llevado a una exótica playa en las Galápagos o el Caribe, donde tendrían sexo desenfrenado hasta que terminara el verano. O que quizás, un agente llegó a su casa para anunciarle que se ganó la lotería, por lo que decidió de manera sigilosa mandar al carajo a nuestro trabajo, en donde no teníamos ni contrato ni prestaciones sociales. El punto es que el Diego no llegaba, y sentía algo de pereza de salir a buscar una cabina para llamarle a su celular, por lo que decidí pedir un chaulafán con cocacola y un plato de wantán.

Mi comida transcurría normal, hasta que, en medio de una canción de reguetón que sonaban en la radio y el español mal pronunciado de una de las meseras (supongo, hija de la dueña), una llamada telefónica en una mesa vecina llamó mi atención. La charla, protagonizada por alguien que parecía colombiano decía más o menos «...sí pues, nos vemos entonces a la una de la medianoche, bien pueda mijo, nos lo quebramos.» «Nos lo quebramos»... ¿Dónde había escuchado esa frase? ¿No fue en algún episodio de aquella serie Pandillas: Guerra y Paz? ¿Sería posible que estuviera contemplando el plan de asesinato de alguna persona, y que el amable comensal de la mesa vecina fuera un sicario?

Por un momento pensé en salir del chifa, buscar la cabina más cercana y llamar cuidadosamente a la policía para que detenga al sospechoso. Pero al recordar que nuestros chapas son más lentos que tortuga y que para cuando llegara alguna patrulla seguramente el potencial sicario se habría marchado, concluí que sería mejor hacerme el loco y seguir con mi comida. Sin embargo, los pedazos de carne de cerdo y camarones muertos de mi plato me recordaron de nuevo el carácter frágil de la vida, y de nuevo me entró una duda, de que quizás mi silencio sería el culpable de que algún tipo cualquiera de la ciudad muriera esa madrugada, o mejor dicho esa medianoche, la una de la medianoche, ¿o la una de la madrugada? qué importaba. Quizás era algún lenguaje en clave... o quizás no se trataba de algún asesinato, quizás mi polisemia estaba fuera de lugar y «quebrar» no se refería a matar, como se suele interpretar en la jerga colombiana, sino cerrar algún negocio o romper alguna cosa. Mientras divagaba, el hombre del celular ordenó una cerveza.

El Diego seguía sin llegar; supuse que definitivamente ya no vendría. De todos modos estaba comiendo ya, y no dejaría mi plato a medias, a más que el arroz estaba bueno. En eso, el celular del hombre sonó de vuelta. Pero esta vez, el tipo salió a contestar afuera. Fue entonces que confirmé que no debía tratarse de nada bueno, y que tal vez notó su imprudencia de hace un momento, de contestar en público. Pensé en escaparme entonces del restaurante, pero había un problema: todavía no había pagado, y seguro la china creería que intentaba salir sin pagar. Nuevamente me senté, respiré un poco y quise suponer que veía demasiada tele y cucos por todas partes, que probablemente aquella conversación fue producto de mi imaginación y que tal vez estaba estresado por el trabajo que aquel día ya no podría hacer por causa del promiscuo del Diego. Entonces, el tipo regresó. Volvió a la mesa como si nada.

Ya no me sentía para nada cómodo, y mi arroz que estaba aún por la mitad se quedaría a medias. Decidí ir al baño; me quedaría allí durante algunos minutos, hasta que el personaje salido de Pandillas Guerra y Paz abandonara el lugar. Pero el tipo no se iba, y por el contrario, lo vi de nuevo con el celular. Algo me decía que el man supuso ya que lo había escuchado y que al dejar el chifa me iría siguiendo. De repente, mi pana Diego apareció en el chifa, mientras espiaba desde la puerta del baño. Dio una ojeada, pero al no verme, supuso quizás que ya me había ido. Ni siquiera reparó en las guías de estudio en la mesa. Salí entonces corriendo a decirle que le estuve esperando, y que se siente, tranquilo; supuse que la repentina aparición de mi compañero produciría una especie de giro de tuerca en esta historia, y que el sicario quizás supondría cualquier cosa sobre nosotros, menos que uno de nosotros fuese un sapo con la policía.

Preferí ahondarme en la discusión sobre las guías con el Diego, para distraerme; pero el potencial pistolero no se iba. Por el contrario, se pidió unos camarones a la plancha cuyo ruido y vapor escandaloso seguro llenaban más el plato que los camarones. Sumido en mis pensamientos, y casi quedándome en blanco, decidí salirme corriendo del chifa, dejando un billete de diez dólares. El colombiano se levantó también. Corrí sin mirar atrás durante varias cuadras. Corrí y seguí sin parar. Entonces vi al sujeto correr junto a mí. Imaginé que me alcanzaría, apretaría el gatillo de su pistola y... un momento, ¿por qué no iba en su moto? ¿No que los sicarios andan en moto? Seguí corriendo. Hasta que me choqué con un negro, como de tres metros de estatura y un uniforme de guardia de seguridad.

Luego de las respectivas disculpas, le conté al guardia sobre mis suposiciones. Me dijo lo mismo, que tal vez veía demasiada televisión y que me calme. El colombiano se había esfumado; varios minutos después, con algo de recelo, decidí volver al chifa, con la excusa de pedir el vuelto. Al regresar, me encontré al colombiano de nuevo, junto con el Diego. Resultó que eran amigos, que habían sido compañeros en la universidad, y que no se quebrarían a nadie, sino que estaban burlándose de aquellos programas estilo Pandillas: Guerra y Paz.

viernes, 21 de junio de 2019

Sol de Chernobyl

Cada solsticio nos recuerda
bajo la ardiente farola del universo
el cálido aliento de la muerte
Cada pájaro,
cada hoja de árbol desvaneciéndose
cada cerveza que se evapora en tu insípida existencia.
Has de correr,
pero no hallar salida;
solo fingir que el mundo acaba cada noche,
y mañana a la misma rutina.
Sentirte a gusto con las migajas que te da el mundo,
con encajar en algún rompecabezas,
con no morir en la miseria.
Con gritar aunque a nadie le importe tu intrascendente historia,
en una ciudad de los Andes.
Desbarata un muro,
quiebra unas cuántas cabezas;
juega a la revolución,
mientras llega el ocaso del sol.
Esta noche caerá un nuevo imperio en tu cabeza,
quizás mañana otro similar;
no te conformes tan solo con la luz a través del cristal.

martes, 11 de junio de 2019

Vivi

Nos conocimos en un concierto de la banda sueca Hammerfall; curiosamente es de las pocas ocasiones en que recuerdo el atuendo que llevaba puesto ese día: una camiseta gris jaspeada, sobre un buzo negro, el cabello recogido en una cola y un pantalón militar. Fue agradable verla; ningún amigo había ido conmigo a ese show, y se me había acercado. Hablamos fundamentalmente sobre música; me dijo que estudiaba en el colegio 24 de Mayo, en tanto que yo hacía dos años que me había graduado. Intercambiamos nuestros números de celular, sin entusiasmo alguno; ese día estaba allí solo por la banda y pasar un buen rato.
Unos días más tarde quedamos en vernos, precisamente en el mismo sitio donde nos habíamos conocido: el Ágora de la Casa de la Cultura. Caminamos en sus alrededores; no bebimos siquiera un café, solo charlamos. Entonces me contó que le agradaba el black metal, y me contó con entusiasmo sobre un festival que se celebraba cada año en Noruega. Su expresión se llenaba de entusiasmo al hablarme de Bathory; unos años después me enteré de la muerte de su vocalista, Quorthon; también mencionó que practicaba judo y que le gustaba nadar.
No recuerdo si fui yo quien la besó, o si me dejé llevar; la oscuridad y sus pinceladas de smog fueron nuestros únicos testigos. Me encantaban sus pelos zambos, entre sucos y castaños. Unos días después, en que quise volver a buscarla, la oscuridad terminó de envolvernos y no volvimos a coincidir más, hasta la ocasión en que la encontré cerca del teatro Malayerba de El Belén. Se había encontrado con otro tipo. Nunca nos hicimos novios o nada parecido. Supuse que por ese lado no había lío. Pero con el tiempo algo empezó a no hacerme sentir muy bien. Días después, le escribí por el latinmail. Le dije que me había parecido algo importante. "No lo sabía" me respondió. Tiempo después volví a verla, esta vez por la iglesia de El Sagrario: estaba con quien asumí era ya su esposo, en el bautizo católico de su hija. Tiempo después, no sé por qué, al volver a coincidir, le pregunté si gustaba aún del black metal. Me dijo que ya no lo escuchaba.
En un libro de caricaturas, todavía guardo una foto que nos hicimos juntos, un 31 de diciembre en la Concha Acústica. Para entonces ya no éramos nada.

jueves, 6 de junio de 2019

El predicador

Solía verle de tarde en tarde en la Plaza Grande, junto a la Catedral del Gallo; a veces un par de curiosos le prestaban atención. Llevaba un altavoz y una biblia; anunciaba el fin del mundo desde que yo aguardaba por terminar el colegio, ingresar a la universidad e irme del país. Con los años se le sumaron otros predicadores, menos exitosos, así como vendedores de chicles, audífonos, cables de celular y otras chucherías. También se le sumaron otros ancianos, fanáticos de Rafael Correa que lo vieron alguna vez desde el balcón de Carondelet y ahora vociferaban «Judas» a su sucesor, personas que reclamaban por sus desaparecidos e incluso una mujer, que aseguraba ser la heredera de la familia más archimultimillonaria de Quito.

Un día, por morbosa curiosidad, decidí perseguir al predicador luego de su quizá infructuosa jornada por salvar almas del infierno. Bajó por la Venezuela tres cuadras hasta la Plaza 24 de Mayo. Creí que iría con alguna prostituta, pero se metió en una casa amarilla. De pronto sentí un tremendo escalofrío. Mientras miraba a una puta de aspecto bastante mayor, discutiendo con quien al parecer era su proxeneta, se me bajó la presión; entonces unas luces blancas como de ovnis se apoderaron del paisaje, seguidas de un sacudón oscuro que de repente, me hicieron creer que recién me levantaba de la cama y que todo había sido un sueño.

Entre el negro lienzo de mi cabeza escuché una tosca voz femenina; era la mujer de hace un momento, preguntándome si estaba bien. Un poco asustado, me levanté de inmediato para emprender la huida, pero enseguida noté que tenía sangre en la oreja.

—Joven, parece que se rompió la cabeza. Venga, le llevo a que por lo menos le pongan alcohol.

Tanta cortesía me parecía sospechosa.

—Gracias, no importa, ya me consigo algo en la farmacia —respondí, mientras me preparaba a correr otra vez—. Sin embargo, sentía el cuerpo amortiguado y me costaba permanecer de pie.

Retraído y todo, logré volver a la Plaza Grande; las personas, que hace rato parecían no darme importancia, empezaron de pronto a mirarme con cierto escozor. Supuse que la gente se hacía demasiado lío por apenas unas gotas de sangre; sin embargo, otro repentino dolor de cabeza volvió a pincharme en lo más profundo, como si intentara sustraer por la fuerza mi masa encefálica. Sentí mucho miedo entonces. Empecé a creer que quizás eso del fin del mundo era cierto. Me senté por un momento en una de las bancas del parque.

Mi esposa estaba en su trabajo y no quise interrumpirla; hace pocos días volvió a laborar, y no creí que a sus nuevos jefes les hiciera gracia que pidiera permiso tan pronto. Mis padres y hermanos viven en otra ciudad, y no creí que pudieran teletransportarse hasta la Plaza Grande. En cuanto intenté llamar al 911, descubrí que mi celular estaba sin batería. Decidí esperar al menos que me pasara el hormigueo en brazos y piernas para volver a andar.

Entonces ocurrió lo inesperado: el predicador se acercó hacia mí. Me preguntó qué había ocurrido; enseguida, llamó a una persona cuyo nombre no recuerdo, que a su vez llamó a un agente metropolitano, quien se quedó conmigo hasta que llegó una enfermera con alcohol y gasas. Después me subieron en una patrulla y condujeron hasta el centro de salud del Centro Histórico.

Durante varias semanas tuve miedo de regresar por Carondelet. De repente, cierta superstición se apoderó de mí y me hizo creer que todo eso me había ocurrido por descreer de quienes creen. En casa, mi esposa llegó incluso a suponer que ese día había ido a buscar prostitutas. Cada vez que volvía a contarle al detalle lo sucedido, ella se convencía más de que le estaba mintiendo, y que seguramente fui asaltado por buscar lo que no se me había perdido.

Meses después, un trámite en el Municipio me obligó a regresar a la Plaza Grande y volví a ver al predicador. Por un instante me sentí en la obligación de acercarme a él y darle las gracias por haberme pedido ayuda. Sin embargo, la suspicacia y cierta vergüenza me impidieron hacerlo. Entonces, se me ocurrió lo que consideré la mejor idea posible: regalarle una biblia nueva, pues noté que la que traía estaba vieja y desgastada. Una hora más tarde, me acerqué finalmente a él.

—Gracias, de no ser por usted, no sé que hubiese pasado conmigo ese día.
—¿Quién es usted?
—Soy yo, el de la cabeza rota de la otra vez, ¿no se acuerda?
—¡IMPÍOS, IMPÍOS, YO ME ASEGURARÉ DE QUE ARDAN EN EL INFIERNO JUNTO A LA TENTACIÓN Y A LA CONCUPISCENCIA! —recitó de inmediato, marchándose sin siquiera darme tiempo de ofrecerle la biblia nueva que había comprado para él.

Pensé entonces que se trataba de un loco más, de esos que abundan en el Centro de Quito: almas perdidas en una ciudad que siempre aparentó ser franciscana, pero que siempre vivió los deleites del pecado del mismo modo que saboreaba las golosinas. Curado por fin del golpe en la cabeza y atenuada la cicatriz, por un tiempo intenté encontrar en aquella flamante biblia la cita que el predicador pronunció al verme otra vez. Nunca encontré el pasaje, por lo que deduje eran frases inventadas para llamar la atención. Después de todo, seguro era un vago o un actor, que ejercía una rutina diaria a cambio de unas monedas para comer.

La biblia finalmente terminó por causarme de nuevo una extraña sensación de malestar, que no pude evitar relacionar con el día en que me partí la cabeza en la 24 de Mayo, y a diferencia del Juan Dahlmann de Borges que se atrevió a releer el ejemplar de Las Mil y Una Noches, decidí quemar mi nuevo y antiguo Testamento para que ningún rastro de ellos, nunca más, me recordara ese día en que pude haberme desangrado frente a las narizotas del presidente de la República en la Plaza Grande.

Al día siguiente, un domingo, resuelto a seguir con mi vida y simular que nada había pasado, agarré la bici y me dirigí hacia el centro. En la calle Venezuela, donde se forma una pendiente, olvidé apretar bien los frenos y en cierta parte perdí el equilibrio y caí. Volví a sentir temor de quedar inconsciente otra vez, pero a pesar del raspón en la pierna, me sentía lúcido. «No hay nada que temer, todo está bien» pensé. Entonces, volví a ver al predicador, con la cara llena de hollín y una biblia quemada entre sus manos.

lunes, 27 de mayo de 2019

Vida en Marte

Sentada con tus dudas,
sola,
frente al televisor.
El cielo permanece nublado esta noche,
aunque una luz solitaria te mira a lo lejos.
La luna no ha venido esta noche,
¿dónde habrán ido los hombrecillos verdes?
Te decides por salir,
el viento llegó sin ser invitado;
caminas junto al lago de La Alameda,
mientras te preguntas si hay vida en Marte;
todos están lejos.
La calle es un grito ahogado,
también los autos se fueron a dormir.
¿Qué habría sido de tu vida,
sí te subías en aquel autobús?
El miedo a morir ya no es miedo,
es tedio.
Entre tus pensamientos alguien ha muerto,
los hombrecillos verdes se dispersan sobre el cementerio.
Las mismas preguntas adolescentes conviven con tus canas.
Quisieras volver,
pero el nublado cielo ha descendido a la ciudad.
El amor no late tan fuerte como ayer.
Sentada frente al lago,
todavía te preguntas si hay vida en Marte;
la calle es un grito ahogado.

viernes, 29 de marzo de 2019

La mujer pájaro

No acostumbro beber café en sitios exclusivos o hípsters; soy más de esas personas que acuden a huecas baratas, de salchipapas o que se preparan el café en casa. Sin embargo, cierto día un libro en una vitrina, con una mujer pájaro en la portada, me invitó a pasar a una cafetería. Por dentro el sitio no se veía lujoso, pero sí acogedor. Varios libros aparentemente no leídos por nadie decoraban el lugar. Luego de pedir un café sencillo, solicité me presten el libro con la mujer pájaro en la portada. Era un poemario; a veces los versos se me hacen difíciles. De todos modos empecé a ojearlo, y entonces, entre las páginas al azar apareció un número apuntado en una página, con un poema titulado "Una taza de café".

La curiosidad pudo más y guardé el número de inmediato. Terminado el café, y tras salir a la calle, las dudas sobre el número hicieron un nudo en mi cabeza. ¿Se trataría de alguien que quiso dejar un mensaje secreto? ¿quizás un número apuntado por alguien cuyo celular andaba sin batería? ¿un hombre? ¿una mujer? ¿un niño, un ángel, un demonio o un extraño ser? Ya en casa, decidí llamar a aquel número desconocido; antes de hacerlo, recordé por un minuto que hace años, tuve un sueño en que una chica que me gustaba durante la adolescencia me daba su número de teléfono, pero siempre aparecía incompleto.

«¿Y si fuese este el número, por fin?» pensé ilusionado por un momento. «Creo que veo demasiada televisión». Me decidí por fin a marcarlo, pero descubrí con tristeza que ya no tenía saldo. Era de noche y no podría ya salir a una cabina para probar, pues el teléfono fijo de la casa estaba bloqueado para llamadas a celular.

Al día siguiente, esperé con ansias que las cabinas cercanas a la casa abrieran. El número estaba completo; cada uno de sus diez dígitos era como una helada gota de lluvia sobre mi espalda. Pensaba entre tanto en una coartada. ¿Qué diría? «Si es un hombre, simularé preguntar por un tal Santiago; si es una chica, por una tal Isabel». Desde luego, jamás sería Elizabeth, la chica de mi adolescencia. Pero, ¿y si lo fuera?

Horas más tarde, volví a buscar la cafetería con el libro de la mujer pájaro en la portada. No pude hallar el lugar. Pensé que tal vez me había perdido, o que quizás alguno de los negocios con la lanfort cerrada era el sitio aquel. Esperé hasta la noche. El sitio no aparecía, ni el libro en la vitrina. Había varios cafés, pero ninguno se parecía. «No puedo creer que se hayan mudado precisamente anoche», pensé. Fue entonces que decidí volver a probar el número. Durante el día, cada dígito que parecía una helada gota de lluvia me había dejado perplejo. No me atreví a llamar. Pero esta vez lo haría, o me volvería loco. Con unas pocas monedas alcancé a ponerme algo de saldo. Superado el trance, me animé a marcar. «El número al cual llamaste, no está disponible».

Varios días después, casi superada la melancolía por el sitio y el número imposibles, llegué a una feria de libros. Estar allí me hizo suponer que deben existir miles de libros en el mundo, y muchos miles más de libros imaginarios que quizás no existen aún. Extrañado, me sentí sereno por fin, con la mirada perdida en uno de los estantes de la feria. De pronto, siento que por la espalda unos dedos fríos me dan diez topes. Es la mujer pájaro.


viernes, 15 de marzo de 2019

Jesús y Satán

¿Cómo pudieron ponerte un nombre así? le dijo el niño pastor, caresucio y con la cara llena de mocos al otro, que aparentemente andaba perdido.
—No tengo idea; hace 40 días que no he visto a mis padres, para preguntarles— respondió, extrañado.
—¿Tienes hambre? en la mochila tengo choclos y habas cocinadas.
Satanás no acostumbraba a comer ese tipo de cosas, pero ya que no le quedaba de otra, tuvo que aprovechar el pequeño banquete.
—¿Y me dices que no vas a la escuela?— preguntó Satán, mientras miraba fijamente las manos del pequeño pastor.
—Mi papá dice que debo cuidar las ovejas.
—¿Pero no las cuidarías mejor si supieras sumar y restar, el proceso de fotosíntesis o de donde vienen las cosas?
—Se supone que ya lo sé.
—Por ejemplo... ¿quién es el rey del universo?
—Mi padre.
—Jajajaja... ya quisiera ser tu hermano.
—¿Y acaso no lo somos? ¿si provenimos de la misma mona, de alguna manera eso no nos hace hermanos?
Satán no pudo desmentir esa afirmación.
Mira...si te doy un caramelo, ¿me dejarías jugar con alguna de tus ovejas?
—Dale— respondió Chucho. Pero si llegas a perderla, tendrás que darme dos de vuelta.
—¿Y por qué lo haría? ¿no sería una nada más? veo que sabes de intereses...
—No puedo arriesgar mi capital.
—Eres un pillín. De acuerdo, dejaré en paz tus ovejas, pero un día te morirás también.
—Y volveré también.
—Nadie regresa de morir.
—Solo se muere lo que existe.
—¿Y ambos, existimos en verdad?

sábado, 9 de marzo de 2019

Mariana

Cada vez que pronuncio su nombre, no puedo dejar de recordar la leyenda de Mariana de Jesús, aquella que dice que «el país no se acabará por algún terremoto, sino por los malos gobiernos». Se me hacía un nombre tan clerical, como de monja; supongo tuvo que ver también el personaje de la novela A la Costa de Luis A. Martínez, Mariana, interpretado por Verónica Noboa, quien pese a tener senos pequeños, tenía un aire muy sensual.

Todo empezó a unos meses de abrir mi cuenta de Instagram; un grupo de fotos de aficionados a Star Wars, la saga más geek del universo, captó mi atención. Era un muñeco stormtrooper sobre una roca; me pareció una composición genial. Miré entonces a su autora: llevaba el cabello negro corto, como emulando a la chica del video de Pearl Jam, "Do the evolution". Supuse era un cuadro como los del Andy Warhol, en una ciudad distante para él, en una época extraña, en un multicolor andino.

La gente hoy emplea filtros para todo, desde caras de perros en Snapchat hasta cejas dibujadas sobre gorras de color fucsia, pasando por rodillas que algunas chicas hacen pasar por senos. Por un momento temí que Mariana fuera un producto de mi imaginación, quizás un proyecto de personaje de ficción basado en la malograda Mariana de Jesús y a la vez en la sensual Mariana de A la Costa. Por eso, la tarde en que la vi por primera vez, el mismo día que en Quito habría un festival de luces de colores mientras iba a la farmacia a comprar una medicina para mi gata, me costó creer que fuera real.

Ya en confianza, una tarde quedamos vernos en el parque María Angula (el nombre es un alias del parque Navarro de La Floresta) para salir a tripear. Esa tarde andaba chiro; descaradamente hice que ella me invitara el plato de tripas.

—Cuando te conocí pensé que no eras real —manifesté con la boca llena.
—Jajaja —respondió austeramente.

Volví a verla en otra ocasión, durante un partido del Deportivo Quito. Conocí a su hijo, a quien le compró una camiseta para obligarlo a entrar en nuestra onda. «¡Hinchada! ¡hinchada! ¡hinchada hay una sola! ¡hinchada hay una sola y las demás son hijueputas!... Yo te quiero AKD, a vos te quiero, vos sos, mi vida... siempre te voy a a alentar». Un hincha viejo sentado junto a nosotros creyó que éramos esposos; decidimos no sacarle de su ficción. Al final, el Quito había ganado por dos a cero. Volvimos a quedar para otra tripa.

—¿Nos veremos siempre tras una cortina azul de humo? —le dije, intentando una ñoña metáfora del asadero de chinchulines. —Ni siquiera me respondió.
Meses más tarde, a unos días del año nuevo, compartimos fotos del Almanaque de Murray y Lahmann, suponiendo que éramos los únicos que todavía lo compraban.

Dónde esté, que la fuerza la acompañe.

Joy

   Solía verla casi siempre bajando las escaleras, durante la facultad. Parecía venida del cielo; sus sambos negros eran como lianas de un árbol en alguna nube de lluvia. El apuro habitual me impedía mirar a sus ojos. Un chico, su novio, quien poseía una sonrisa afable solía acompañarla; por aquellos días yo también tenía una novia, cuyo nombre ya me cansé de pronunciar hace tiempo.
   Los años que no perdonan distancias ni facciones nos apartaron, aunque los artificios tecnológicos humanos volvieron a acercarnos. Ya no somos los mismos, pero sí las canciones. Solía escribirle pequeños textos con letras de temas que suponía desconocidos para ella; intentaba meterme en su cabeza e imaginar los incontables viajes en bus junto a la radio y las miles de personas que habrían transitado por su vida. Un día me animé a cantarle por Whatsapp; hace mucho que ya no le temo al ridículo.
   Hoy, cada vez que conecto con ella, siento que sigue siendo como alguien bajando las escaleras, desde el cielo, como en la facultad.