domingo, 25 de septiembre de 2011

Chifa


Sale a las 5 PM de su aburrido trabajo en el banco; camina hacia el parqueadero donde lo espera su auto, distante aún de él por otros cuatro años de cuotas. Afuera llueve; las pequeñas gotas de agua que ciertos poemas describen con ternura, le causan molestia. Antes se hubiera dirigido a la universidad, en el sucio bus atestado de gente y malos olores; habría llegado, conversado con sus amigos y con suerte, si el profesor se ausentaba, habría ido por unas bielas a uno de los antros cercanos. Pero ya no. Los tiempos han cambiado y ahora se dirige a su acogedor departamento, por el que paga de arriendo un tercio de su sueldo. Sin embargo, empieza a recordar que durante la anterior sesión de Playstation del domingo olvidó hacer la compra en el supermercado, por lo que tendrá que buscar algo de comer. El Chifa es el sitio más cercano.

Uno para llevar, por favor le dice amablemente a la dueña del lugar, una china de quién sabe cuántos años, pero que todavía tiene porte y una firme voz cuyo dialecto se sumerge entre la antigua China maoísta y la siempre caótica Sudamérica.

¿Chaulafán? le responde al muchacho de terno, de camisa transpirada por el día y las largas filas de personas que no paraban de venir a depositar dinero, a retirar dinero, a entregar formularios mal llenados sobre impuestos y que terminaban siempre peleando por dinero. La panza bajo su corbata no se puede evitar; otros días llegaba con el saco abotonado, pero hoy hace tanto calor que prefiere llevar el saco en brazos.

De camino a casa, en la radio suena una canción de reguetón; «no es momento para estos ritmos», piensa, así que empieza a zippear con la perilla de la radio, primero música del mundo, luego baladas ochenteras, luego una odiosa voz de locutor que intenta seducir chicas regalando canciones, luego la publicidad de una tarjeta que te ofrece unas vacaciones... «vacaciones»... piensa. ¿El Caribe? ¿La Patagonia? ¿San Andrés? ¿Galápagos? Estuvo en Galápagos hace dos años, cuando todavía podía respirar sin dificultad y no como ahora, pese a que quién lo acompañó ya le había advertido sobre sus pulmones.

A continuación empieza el noticiero, y por alguna razón o quizás por simple indiferencia, se decide a no mover un dedo. Política, deportes, economía, internacionales. «China plantea realizar inversiones en el sector petrolero». «El país ha solicitado un nuevo crédito por más de cien millones de dólares». Durante el semáforo, regresa a mirar la tarrina de chaulafán que aguarda en el asiento de copiloto, donde solía ir alguien.

Media hora después, luego de vencer el terrible tráfico, se quita los zapatos, se recuesta y se dispone a mirar la tele, pero no  halla el control. Luego de tantear entre medias sucias, facturas al consumidor final y centavos norteamericanos y nacionales, lo encuentra debajo de la cama. De inmediato, sintoniza un canal de cable y procede a abrir la tarrina, que degustará junto con una lata de Coca-Cola, lo único que quedaba en la refri. De pronto, los párpados son más pesados que el día. No se pregunta si es el aburrido programa o el arroz recalentado lo que le causa ese adormecimiento; simplemente se deja llevar. Empieza a soñar que la corbata le aprieta, y que para librarse de ella tendrá que saltar. Mientras cae al vacío, un dragón se cuela en el escenario y le rescata de una muerte segura. Ya a salvo, se mira a sí mismo en un edificio gigante, con grandes ventanas, con luces de neón y con muchedumbres de personas a las que quizás no conocerá nunca. Despierta, y además de notar que se durmió con la tele prendida y la camisa puesta, al mirar el reloj se da cuenta de que son las dos y media de la mañana. Va hacia el baño, regresa pero ya no puede dormir. Se quita la camisa sucia y la corbata y se pone a cambiar de canal, a ver si encuentra algo lo suficientemente aburrido como para volver al país del sueño. Pero el efecto tarda en llegar. Entonces toma la laptop, que aún está a meses de ser suya, ingresa a facebook, chequea un par de mensajes pero ninguno corresponde al de la persona que solía acompañarlo en el auto, de camino a casa, antes de que una tarrina del  chifa la sustituyera.

Apaga la compu, prende la radio y se da cuenta de que la música es la misma que escuchó hace unas horas mientras venía del trabajo. Busca un disco, pero recuerda que ya todo lo tiene en mp3; siente flojera de buscarlo, siente pereza de encender de nuevo la laptop y se decide más bien por un cigarrillo. El Marlboro no le sabe como siempre; de repente siente que se le baja la presión. Un escalofrío muy singular recorre su médula; es cuando decide buscar alguna pastilla en el velador. Mientras intenta encender la lámpara, por accidente arroja la tarrina del  chaulafán a medio terminar. ¡MIERDA! grita. Entonces decide salir. Busca esa bata, que la persona que antes sustituía en el asiento de su auto a la tarrina que hoy le causaba irritación, le había regalado el día de su cumpleaños. Sale hasta el balcón; un par de niños juegan todavía al fútbol, y un vagabundo, que por las mañanas suele cuidar los carros mientras se estacionan, aspira una botella. Regresa a su cuarto y busca desesperadamente la oscuridad. Se coloca lo más que puede bajo el edredón. «Qué cómodo es aquí dentro» piensa. Y al fin se queda dormido. 

Nada de esto sería especial, de no ser porque se ha repetido cada noche, desde hace mucho tiempo. Los niños jugando. La música de la radio. La lluvia que vuelve intransitable la ciudad. El banco. Las colas. Los gritos. Los reclamos. El estado de cuenta cada 25. Las cuentas. La bandeja de entrada del hotmail repleta de anuncios publicitarios. El facebook lleno de actualizaciones ajenas. Los cientos de chifas dispersos por la ciudad; los millones de chinos dispersos en el mundo.

Una madrugada, luego de soñar que esperaba al dragón, pero que este se había convertido en un artificio mecánico, despertó pensando que ese día haría la diferencia. En su velador ya no habría una tarrina desechable. Como a las 5 AM, saldrá a caminar.

a Hernán Del Pozo

lunes, 12 de septiembre de 2011

Barco fantasma

Todo lo que,
me cuesta respirar,
todo lo que,
me agita el pensar,
y no,
descuida ni un momento,
la voz de un grito
al silencio.
Encallado en la
playa,
con el óxido a
cuestas,
era más grande de
lo que pensaba,
y el dolor,
es una prueba,
y voy,
siguiendo,
la ruta de este
barco fantasma,
algo en vos,
me reclama,
algo en vos,
espera mi llegada.
Y hace rato que
los barcos empezaban
a volar,
no estoy,
pensando
como,
puede el viento,
desaparecernos con
el polvo.
Y no estoy
pensando,
como,
vuelvo al viento,
como el cielo,
se acelera.
Desperté esta mañana,
sobre un banco de arena,
era mi sueño,
una espiral,
abracé una mirada,
el horizonte aguardaba,
y las olas que golpeaban,
mis pies,
no puedo,
uno con la espuma,
las pisadas se deshacen
y viajan
-quien sabe hasta donde-
con la arena y el agua.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El objeto de mis sueños

Muchas cosas han cambiado desde entonces; ya no soy aquel niño de mejillas coloradas y ojos enormes, tampoco ese mismo niño de camiseta de rayas oculta bajo un overol casi rosado. Hace mucho que la litera donde dormía junto con mis ñaños fue vendida -quien sabe a quién- e incluso la casa donde habitábamos, probablemente ya no sea la misma tampoco. Sin embargo, hay un sueño que siempre recuerdo, quizás el primero, no sé si el último. Solía aparecer un lápiz entre mis manos, era rojo y negro, estaba en la cama más alta de la litera y siempre deseaba tener tiempo para despertar, quedarme con el lápiz y saltar hasta el píso par dibujar. No importaba si había una hoja de papel cerca; las paredes eran un sitio ideal, así como los ahora viejos libros de texto de mamá. Incluso, en el espaldar de la cama donde dormían mis padres, había una almohadilla de poliester, tan roja, que simplemente era imposible resistirse a rayar sobre ella.
Un día, le escuché decir a mamá que sí bebías mucho café no podrías dormir. Pensé entonces que, sí me quedaba despierto, a lo mejor el lápiz llegaría por si solo desde esa dimensión fantasma, y de este modo podría asegurarme de quedarmelo entre las manos. Más o menos como la historia de Papá Noel, a quien por cierto, jamás pude conocer. Es más, ni siquiera tenía idea de lo que era la navidad, salvo por un bebé de plástico que un día vi en una funda de caramelos de mi hermano mayor. Volviendo a esa noche, en que por fin pude mantenerme desvelado, el ruido del televisor del cuarto de mis padres no dejaba de escucharse. Pensé entonces que, si apagaba la tele, el lápiz llegaría hasta mis manos, en el más sigiloso de los silencios.

Cuando creces, al fin te das cuenta de porque los adultos en ocasiones te querían muy pero muy lejos; ese día, simplemente, escuché un portazo casi en mis narices. Confundido -más bien irritado- fui hasta la salita, en donde solía jugar con los cojines de los muebles a construir casas. Esa noche, soñé que un lápiz rojo y negro había llegado hasta mis manos. Cuando lo sentí, apreté el puño tan fuerte, que creo que me lastimé con las uñas. Al día siguiente, vi por primera vez a mi padre llevar algo que con el tiempo supe que se llamaba corbata, y a mi hermano colocarse un suéter de color azul, una camisa blanca y un pantalón gris. Por su parte, mamá me hizo despertar más temprano que de costumbre, y me colocó un saco obscuro que solía llevar mi hermano mayor. Ese sería mi primer día en el jardín de infantes.

Ha pasado el tiempo y he tenido lápices de todos los tamaños y colores; he perdido varios de ellos, a otros los he roto con los dientes. Hubo otros que presté y no regresaron jamás a mí, y otros que simplemente extravié entre otras cosas. Ya no soy el niño de mejillas coloradas y ojos enormes; muchas cosas han cambiado desde entonces.