jueves, 22 de mayo de 2008

Garúa


El día empieza con un despertar de mala gana; tomo una taza de café frío con pan... afuera los buses se pelean por la gente y las monedas en medio de ese verde grisáceo aliento artificial; -este día no se saldrán con la suya, iré a pie- me repito por un segundo en que me siento superior a la máquina, a ese esperpento que cada día se apodera de la ciudad pero que un día será anaranjado casi hecho polvo.

El sol se encuentra tímido, esa mañana no tiene las agallas de otros días cuando me hace poner colorado... las nubes parecen pinceladas delicadas de algodón, como una gigante almohada deshilada. Los titulares de los periódicos han reemplazado a los voceadores; entre bostezos, ya no parecen pelear por monedas. Un cigarrillo tan desprestigiado por la publicidad, mientras otros celebran a ese líquido vital contaminado de alcohol, me atrae como imán: su pequeño efecto de mareo me hace volar por unos instantes.

La cuesta para llegar a mi facultad es la mejor prueba para quienes pretenden ilusamente llegar a ser atletas; unas gotas de sudor empiezan a menospreciar mi soledad. Más arriba, en las laderas de la cordillera, los restos de un magnífico bosque aguardan sagrados. Uno que otro conocido pasa por ahí, diciendo un "Qué dice", o un "Que fue" u otro "Qué más". Les respondo. Quisiera decirles "Qué te importa", "Qué chucha", "No hay nada".

La puerta del edificio está sucia, y llena de cinta adhesiva de viejos anuncios culturales o académicos. Una cartelera de dibujos abandonada ahora promociona un baile; junto a ella un desconocido le habla a un conocido suyo por teléfono. No he mirado al reloj. Un profesor sube con una carpeta entre sus brazos, como abrazando a un bebé. Un tipo lleva una filmadora en una mano y un trípode sobre sus hombros. Es lo único inspirador hasta ese momento, salvo el sagrado bosque. Intento subir las gradas con apuro. Es inútil. La puerta de mi curso está cerrada.

Afuera no hay nadie sobre las bancas del patio; hace frío y todos han preferido entrar al edificio. Sentado, todavía puedo mirar ese templo verde bajo la montaña, con un gran algodón de azúcar enredado por encima. Unas pequeñas gotas de lluvia vuelven a causar sarampión sobre la baldosa; me pregunto en ese instante si sería capaz de ir al bosque, a dar una vuelta.

He decidido levantarme.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Reencuentro



Los años habían transcurrido casi mudos; el mundo cambiaba, pero yo no. Los árboles del parque parecían estar iguales, y aunque la radio transmitía canciones que ahora me resultaban indigeribles, todo parecía estático.

Volví a verla un día, en el asiento de uno de esos buses donde el tiempo parece no ejercer algún influjo. Todavía escucho esos vallenatos que tanto gustaban y gustan a las chicas; aún resuena la voz de Leo Dan para los más bohemios. Ella guardaba todavía la misma mirada perdida que un día me permitió encontrarme: su cabello parecía más oscuro, pero pude reconocerlo. Su boca todavía era como una fresa: se veía hermosa.

A veces uno se imagina esos reencuentros que de tanto Hollywood en la cara y por las orejas llegas a interiorizar como condición necesaria de toda relación interpersonal: el mundo en cámara lenta, la canción de fondo, las miradas, el abrazo, la eternidad del instante... pero no. En aquella ocasión, nada de eso pudo causarme efecto. No me atreví a saludarla. Porsupuesto, me temí una escena de susto, de irreconocimiento. Luego, claro, la reflexión y la catársis. No era ella. Mi mente había recordado por un instante a un ser del pasado y encontró en otro ser parecido al ser en cuestión.

Una tarde, hace varios años, mientras estaba conciente y escuchaba una canción de moda, la vi por última vez: nos encontrábamos muy distantes, y fue imposible hablarnos.