domingo, 28 de julio de 2019

La una de la medianoche

Había quedado en juntarme con Diego, un colega del instituto preuniversitario, en el chifa de la Colón y 10 de Agosto. Ese día no traía celu, pues me lo habían choreado hace un mes, luego de tomarme varias cervezas con otro amigo, Carlo, cerca de la 6 de Diciembre, por lo que me fue imposible contactarme con el Diego. Distinto de otros días de verano y de julio, cuyo tono suele ser seco y soleado, ese mediodía era tan agradable y fresco, que hasta el sol parecía haber salido a tomar una biela helada con las nubes. Sin embargo, la impuntualidad de mi compañero ya me estaba impacientando.

Nos juntaríamos ese día para comernos un chaulafán y comparar unas guías que nos habían dado para los nuevos cursos que iniciaríamos en septiembre; el pre abriría una nueva sucursal, y debíamos discutir si seguiríamos con el mismo manual de clase o si haríamos unas adaptaciones. Mi compañero no suele ser impuntual; de hecho, me extrañaba que no llegara todavía. Supuse que quizás se encontraría de camino con Diana, su novia de ya siete años, y que una nave extraterrestre los habría abducido y llevado a una exótica playa en las Galápagos o el Caribe, donde tendrían sexo desenfrenado hasta que terminara el verano. O que quizás, un agente llegó a su casa para anunciarle que se ganó la lotería, por lo que decidió de manera sigilosa mandar al carajo a nuestro trabajo, en donde no teníamos ni contrato ni prestaciones sociales. El punto es que el Diego no llegaba, y sentía algo de pereza de salir a buscar una cabina para llamarle a su celular, por lo que decidí pedir un chaulafán con cocacola y un plato de wantán.

Mi comida transcurría normal, hasta que, en medio de una canción de reguetón que sonaban en la radio y el español mal pronunciado de una de las meseras (supongo, hija de la dueña), una llamada telefónica en una mesa vecina llamó mi atención. La charla, protagonizada por alguien que parecía colombiano decía más o menos «...sí pues, nos vemos entonces a la una de la medianoche, bien pueda mijo, nos lo quebramos.» «Nos lo quebramos»... ¿Dónde había escuchado esa frase? ¿No fue en algún episodio de aquella serie Pandillas: Guerra y Paz? ¿Sería posible que estuviera contemplando el plan de asesinato de alguna persona, y que el amable comensal de la mesa vecina fuera un sicario?

Por un momento pensé en salir del chifa, buscar la cabina más cercana y llamar cuidadosamente a la policía para que detenga al sospechoso. Pero al recordar que nuestros chapas son más lentos que tortuga y que para cuando llegara alguna patrulla seguramente el potencial sicario se habría marchado, concluí que sería mejor hacerme el loco y seguir con mi comida. Sin embargo, los pedazos de carne de cerdo y camarones muertos de mi plato me recordaron de nuevo el carácter frágil de la vida, y de nuevo me entró una duda, de que quizás mi silencio sería el culpable de que algún tipo cualquiera de la ciudad muriera esa madrugada, o mejor dicho esa medianoche, la una de la medianoche, ¿o la una de la madrugada? qué importaba. Quizás era algún lenguaje en clave... o quizás no se trataba de algún asesinato, quizás mi polisemia estaba fuera de lugar y «quebrar» no se refería a matar, como se suele interpretar en la jerga colombiana, sino cerrar algún negocio o romper alguna cosa. Mientras divagaba, el hombre del celular ordenó una cerveza.

El Diego seguía sin llegar; supuse que definitivamente ya no vendría. De todos modos estaba comiendo ya, y no dejaría mi plato a medias, a más que el arroz estaba bueno. En eso, el celular del hombre sonó de vuelta. Pero esta vez, el tipo salió a contestar afuera. Fue entonces que confirmé que no debía tratarse de nada bueno, y que tal vez notó su imprudencia de hace un momento, de contestar en público. Pensé en escaparme entonces del restaurante, pero había un problema: todavía no había pagado, y seguro la china creería que intentaba salir sin pagar. Nuevamente me senté, respiré un poco y quise suponer que veía demasiada tele y cucos por todas partes, que probablemente aquella conversación fue producto de mi imaginación y que tal vez estaba estresado por el trabajo que aquel día ya no podría hacer por causa del promiscuo del Diego. Entonces, el tipo regresó. Volvió a la mesa como si nada.

Ya no me sentía para nada cómodo, y mi arroz que estaba aún por la mitad se quedaría a medias. Decidí ir al baño; me quedaría allí durante algunos minutos, hasta que el personaje salido de Pandillas Guerra y Paz abandonara el lugar. Pero el tipo no se iba, y por el contrario, lo vi de nuevo con el celular. Algo me decía que el man supuso ya que lo había escuchado y que al dejar el chifa me iría siguiendo. De repente, mi pana Diego apareció en el chifa, mientras espiaba desde la puerta del baño. Dio una ojeada, pero al no verme, supuso quizás que ya me había ido. Ni siquiera reparó en las guías de estudio en la mesa. Salí entonces corriendo a decirle que le estuve esperando, y que se siente, tranquilo; supuse que la repentina aparición de mi compañero produciría una especie de giro de tuerca en esta historia, y que el sicario quizás supondría cualquier cosa sobre nosotros, menos que uno de nosotros fuese un sapo con la policía.

Preferí ahondarme en la discusión sobre las guías con el Diego, para distraerme; pero el potencial pistolero no se iba. Por el contrario, se pidió unos camarones a la plancha cuyo ruido y vapor escandaloso seguro llenaban más el plato que los camarones. Sumido en mis pensamientos, y casi quedándome en blanco, decidí salirme corriendo del chifa, dejando un billete de diez dólares. El colombiano se levantó también. Corrí sin mirar atrás durante varias cuadras. Corrí y seguí sin parar. Entonces vi al sujeto correr junto a mí. Imaginé que me alcanzaría, apretaría el gatillo de su pistola y... un momento, ¿por qué no iba en su moto? ¿No que los sicarios andan en moto? Seguí corriendo. Hasta que me choqué con un negro, como de tres metros de estatura y un uniforme de guardia de seguridad.

Luego de las respectivas disculpas, le conté al guardia sobre mis suposiciones. Me dijo lo mismo, que tal vez veía demasiada televisión y que me calme. El colombiano se había esfumado; varios minutos después, con algo de recelo, decidí volver al chifa, con la excusa de pedir el vuelto. Al regresar, me encontré al colombiano de nuevo, junto con el Diego. Resultó que eran amigos, que habían sido compañeros en la universidad, y que no se quebrarían a nadie, sino que estaban burlándose de aquellos programas estilo Pandillas: Guerra y Paz.