lunes, 20 de septiembre de 2010

Robot


Los días de mi vida habían sido grises y turbios hasta entonces; aquella mañana, en que al fin desperté, lo primero que escuché fue un pájaro que se coló por la ventana. Desde la cama podía ver como mis libros no habían cambiado de posición; aparentemente, a nadie le importó en lo más mínimo curiosearlos. Las películas, que estaban apiladas en el estante, simplemente ya no estaban. El viejo póster de Golumque vino con el periódico de hace varios años, cuando se estrenaba la última parte de El Señor de los Anillos, estaba casi roto.

Cuando intenté levantarme, descubrí asustado que la enfermera no estaba. Me habían dicho, a través del enlace cibernético vía R.E.M. que al despertar, una asistente aguardaría por mí. Sin embargo, a esa hora nadie parecía estar despierto; era un jueves, y supuse que mis hermanos estarían rumbo al colegio, y que mamá estaría en su trabajo.

La situación no me habría molestado en absoluto, de no ser por un pequeño problema: sentía enormes deseos de masturbarme. Sé por mi padre que en el pasado esta práctica era mal vista, y sé por mi abuelo, que su abuelo, le contaba que le saldrían pelos en la mano, si no se quedaba tuerto o ciego primero; el caso es qué, siempre me pareció una burrada. Mi profesor de planificación, un hombre que se parecía a Milhouse de Los Simpsons, en pleno siglo XXI solía insinuar que eso también era causa de la calvicie, y que al abstenerse había logrado no sólo mantener una frondosa cabellera, sino también una serenidad digna de los ascetas más fieles. Años más tarde supe por algunos amigos que el tipo murió por sobredosis de viagra.

Bueno, como les decía, mis días hasta ese entonces habían sido grises: todo comenzó cuando una terrible infección urinaria sumada a una hemorragia producida por una herida de bala, me había hecho perder el pene. Sí. ¿Pensaban acaso que estaba inválido? No. Sin embargo, gracias a la tecnología y a un experimento de ingeniería biomédica al que accedí a cambio de una cuantiosa suma de dinero que hoy me permite vivir sin incomodidades, ahora tengo un miembro genital robótico, gris, de frío metal. Sin embargo, lo que la ciencia no ha logrado hasta ahora es devolverme el placer que sentía a solas, sin necesidad de conquistar el amor de una mujer, sin necesidad de acudir a un cabancho de mala muerte o de propagar hasta el infinito el rentable negocio de los proxenetas, verdaderos putos a los que la sociedad casi siempre ignoró en detrimento de las hermosas prostitutas que alguna vez, gracias a la generosidad de sus cuerpos, hicieran de hombres vírgenes y casi maricas, hombres machistas y prejuiciosos.

Bueno. Al menos puedo caminar y aparentar una vida normal. Pudo ser peor. Afortunadamente la ciencia estuvo de mi lado. Benditos sean los ingenieros biomédicos. Benditos sean los androides. No sé por qué, pero por alguna razón siento que soy parte de la siguiente generación que dominará este mundo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Calles de barrio


Solía esperar sentado, caminando, corriendo y divagando durante horas; a veces no me importaba si llovía o si una avalancha humana se lanzaría en una estampida. Cerca del lugar un elefante blanco aguardaba por abrir los ojos; no muy lejos, la niebla negra lo envolvía todo.

Acostumbraba repetir un nombre ahora desconocido en silencio, en voz alta; no faltó nadie que me creyera loco. Lejos, una solitaria cancha aguardaba el grito infantil y extrañaba el furor de los ya envejecidos. Las viejas barandas del estadio se oxidaban al ritmo de las hojas al caer; era un pueblo fantasma.

A veces, para ser el primero en llegar, tomaba un bus cuya terminal era una estación de acero, gris, opaca, como un gallinero de dimensiones espeluznantes, y para partir, casi con el alba, abordaba otro colectivo de colores venidos a menos, de ventanas grasientas y de olores reprimidos. De vez en cuando el aroma de una empanada se colaba por alguna arista, entremezclandose con el anhidrido carbónico.

Me pregunto que habrá sido de mí. Me pregunto que habrá sido de esas calles de azul obscuro, tendiendo a negro. Me pregunto sí todavía suelen haber estampidas humanas capaces de la carnicería, la brutalidad y la sangre; me pregunto si habrán otros muertos en aquella estación gris.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Vórtice

-Despierta, me decía esa voz lejana; -despierta.

Tenía dificultad para recordar el día anterior; por más que lo intentaba sólo habían pedazos y fragmentos de lugares, de cosas y de personas. Lo único que sentía con absoluta certeza era un malestar extendido por todo el cuerpo.

Levantarme a caminar no fue sencillo. Todo estaba bien, me habría quedado a morir en ese lugar sin protestar, de no haber sido por el terrible sol cuyo rayos me abducían como tentáculos de pulpo gigante. Ya no podía dormir; sentía un fuerte dolor de cabeza. Sin embargo tenía que continuar.

Hacía mucho que no escuchaba música en ese sitio, y cada vez que una leve tonada llegaba hasta mis oídos, la jaqueca la distorsionaba hasta el horror. Habían pasado las horas y tenía sed: mi boca, garganta y lengua estaban resecos. En ese no lugar, el agua parecía parte de otro sueño.

Mi cabeza estaba por estallar. Deseaba echarme y rodar, pero el asfalto hervía. Unas luces anaranajadas que parecían arañas luminosas se veían desde lejos, mientras unos perros rabiosos desahogaban sus ansias de violencia.

-Mierda, no quiero morir así- susurré. Hacía tiempo que los perros eran los vigilantes de mis pesadillas. -Ojalá me trague la obscuridad, no quiero morir entre sus fauces.

Decidí correr, hasta que la última araña de luz anaranjada desapareciera de mi vista. El dolor continuaba, y deseaba echarme a rodar, pero el asfalto hervía. De reperente, una alfombra de arena se volvió el lecho más comfortante. Mi boca, garganta y lengua seguían resecos. No había nada; no había nadie.

-Despierta- volvió a decir la voz.
-¿Quién chucha eres? grité. Fue inútil.

Sigo con sed. Sigo con la angustia de que los perros me encuentren. El asfalto sigue hirviendo. Soy fugitivo. Sigo sin encontrar el camino a casa.