domingo, 27 de diciembre de 2009

Libros que nunca terminé de leer



Muchos se jactan de los libros que han leído, o que han escrito; en esta ocasión quiero rendir un homenaje a todos esos textos que un día empecé, pero que por diversas razones no pude, no quise, o no terminé de leer.

Empezaré por una novela titulada "El Tercer Hombre", de Graham Greene. Lo que recuerdo de la historia, es que se desarrolla en la Viena de la postguerra, con una especie de agente o algo así. No le metí muchas ganas; creo que no he intentado terminarla desde hace 5 o 6 años.

Otro libro que inicié a principios de 2008 y quedó pendiente es "El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo". El haber visto las películas de Peter Jackson sobre esta gran trilogía incidió de gran manera en mi desinterés, sin embargo, creo que me faltan (desde hace 8 o 9 meses) algo así como veinte páginas. Tendré que reelerla íntegramente, por la gran cantidad de detalles que ahora se me escapan.

A "Oliver Twist" le ocurrió algo parecido conmigo; he visto tantas versiones en películas, teleseries y hasta dibujos animados sobre esta novela de Dickens, que ya me resulta algo denso intentarlo. Como anécdota, entre las pocas páginas que revisé de esta novela, descubrí una palabra desconocida hasta entonces para mí: Sinecura.

Otro libro, muy corto pero que por desgracia cayó también en mis manos inconstantes, es "Carta al padre" de Franz Kafka. Pese a lo bakán del texto, nunca terminé de leerlo.

"La Peste", de Albert Camus, intenté leerla un día de año nuevo de 2001 o 2002, mientras estaba de visita en la casa de unos tíos. Pero no ha sido el único de Camus: A "El Verano", en cuyas páginas está un sello de la biblioteca de la Escuela Superior de Aviación de mi país, tampoco lo he concluido.

Con "El Coronel no tiene quien le escriba" de García Márquez llevaba un buen ritmo de lectura, hasta el día en que lo extravié. Fue hace como diez años.

A "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, que me trasladó momentaneamente a una especie de club campestre en medio de la sierra mexicana, solía llevarlo en mi mochila para leerlo en el bus. El libro era tan viejo, que varias de sus páginas creo que ya se han extraviado.

"Nada", de Carmen Laforet, sufrió por causa de una irresponsabilidad mía: debía presentar el resumen para la clase de literatura de cuarto curso, pero un trabajo ajeno que encontré para presentar y cierto apuro desprogramado me hizo desistir de la lectura, pese a que varios años más tarde su argumento me pareció interesante. Creo que terminé regalando ese libro a una amiga mía llamada Joy.

"De la tierra a la luna", de Julio Verne, que un día pedí prestado a mi ex-novia Isabel, tampoco pude seguirla y peor terminarla. Caso parecido con "Tinta Roja", del chileno Alberto Fuguet (en este caso, también me conformé con la película peruana). A otra ex-novia, Diana, le debo también el no haber concluído "Dracula", de Bram Stocker. Una noche, Diana me lo pidió prestado para no regresármelo nunca más.

"Y los dioses se volvieron hombres", del ecuatoriano Carlos de la Torre Reyes, también quedó inconcluso, al igual que "Ciudad sin Ángel", del también compatriota Jorge Enrique Adoum. Al texto de De la Torre lo he visto pasar en mi librero personal día tras día sin pararle bola, en tanto que al de Adoum lo inicié un día que me pereé de clases en la Universidad Católica y que fui a dar casi por accidente en el Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito, lo que por razones de tiempo (el lugar ya tenía que cerrar) no le pude terminar. Lo mismo con "Cien Años de Soledad", pero en la Biblioteca de la Casa de la Cultura.

Por ahora, y para tratar de reividincarme, intentaré terminar "A Sangre Fría", de Truman Capote. Me faltan como cincuenta páginas.

jueves, 24 de diciembre de 2009

El presente de Navidad



De haber sabido entonces que ese carro de madera sería el último, quizás no lo hubiera tirado. De enano era bastante ambicioso; la tele hizo que me obsesionara con una pista de autos de control remoto. Dicen que los niños son pura ternura e inocencia; en mi caso, deseaba todos los juguetes caros habidos y por haber. Así, los trompos y yoyos me parecían poca cosa, al igual que las fundas de caramelos. Quería esa pista, y la navidad de 1989 no iba a ser perfecta sin ella.

Eran las doce, y para entonces ya no creía en Santa Claus; sabía perfectamente que eran mis papás, mis tíos y mis abuelos los de los juguetes y todas esas pendejadas. Por entonces mi ma no tenía trabajo, y ya nos había advertido que los únicos regalos que recibiríamos serían de parte del abuelo, que era carpintero y había fabricado un pequeño carrito cuyas ruedas pulió el mismo durante casi medio año, ya que no tenía torno. Al día siguiente de nochebuena, cuando el abuelo regresó a su casa, decidí tirar el carro por una calle empinada. No me gustó el carro. Quería mi pista de autos de control remoto.

La navidad siguiente, los abuelos ya no volvieron a visitarnos; la navidad subsiguiente, la abuela había fallecido, y cuatro meses antes de la navidad que le seguía, el abuelo se pegó un tiro. Quizás debí conservar el carrito.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Dos palabras


Mientras mirábamos al horizonte, la lluvia empezó a caer, pese a que el sol aún estaba sobre nosotros.
-Siempre quise contemplar la lluvia contigo- le dije, mientras ella miraba hacia algún punto ciego.

Poco después se levantó y se marchó.

Unos minutos más tarde, me di cuenta de que algo no estaba bien, de que faltaba algo, de que algo daba vueltas en mi cabeza.

-¡Aguarda!- le grité.
-¿Qué ocurre?- respondió.
-Olvidé entregarte esto- le dije, mientras depositaba un chicle entre sus manos. En ese instante, desde el vacío, desde algún lugar que desafió al olvido, le escuché decir dos palabras que no esperaba escuchar.


-Yo también- le respondí. Luego la vi partir.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Horizontes lejanos



Por ahora no siento nada, mi cuerpo está dormido, mi mirada amortiguada. No sé a donde fueron mis pensamientos. Es como sí, sólo estuviera esperando algo. Es como sí, no esperara nada en realidad, como pretender agonizar, dúlcemente, con el menor dolor posible, tratando de poner mi mente en blanco. Es como sí quisiera caminar en el bosque, sentir la brisa, caminar sobre hojas secas, vacilar con pequeñas gotas de lluvia. Como si ya no pudiera sentir nada. Como sentir luz. Como un fuego azul dentro del corazón. Como la sensación de un mañana que llegará y me encontrará solo, pero que llegará de todos modos. Como si una larga carretera estuviera aguardando. Y está aguardando. Y estuvo aguardando. Y seguirá aguardando. Pero ya no tanto.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Casi las dos


Hay tantas cosas que qusiera poder
decirte en este momento;
deslizarme hasta tu mente desde
el fondo de mi pensamiento,
abrazar tu respiración con
incierta melancolía.
Hay tantas cosas que quise
decirte un día,
pero ya no queda tiempo.
Las palabras son como ceniza que
esparció el viento;
música en blanco y negro suena
en mi cabeza.
Aquél poste que alumbra solitario
afuera se resiste a dormir,
por un momento quisiera que todo
fuera oscuridad;
aparece,
ven aquí,
te espero con melancolía incierta;
el sueño se rehusa a venir por mí.

martes, 8 de diciembre de 2009

El último tabaco


-¡ME VALE UN RÁBANO QUE ESTA WEBADA MATE!- me dijo eufórica. -CHUCHA, HAY OTRAS TANTAS COSAS PEORES!!!- prosiguió.

Era mi amiga Lucía, mujer brillante de 56 años, invencible en el ajedrez, conocedora del campo mucho más que cien hombres juntos que se la daban de chagras, implacable con los beatos, sensible como nadie, no con esa sensibilidad llorona de telenovelas, sino más bien sensible con la naturaleza, con los árboles, con el río, con los animales. Esa tarde no lo podía creer; estaba agonizando por causa de un cáncer de útero.

La conocí hace quince años, mientras yo estudiaba en el colegio; ese día buscaba junto con un amigo que alguna chica del Simón Bolívar nos parara bola. No sólo hicimos un gran ridículo; también les servimos de cargadores a un grupo de chicas que necesitaban llevar jabas de colas para una fiesta que estaban organizando. Luego de un ingenuo gracias, nosotros, viriles adolescentes a punto del acné, nos sentamos en la mesa de una de esas tiendas-bares del centro histórico de Quito, que más que a tradición huelen a humedad.

-Tengan- dijo la vendedora del local. Les envían esto.- El Raymond y yo nos habíamos sentado a tomar una Fruit, refresco de cola nacional en cuya publicidad aparecía un brasileño que más que persona parecía un chango. A nuestra mesa, la señora del local nos había traído un par de moncaibas, una especie de galleta gigante hecha de harina y azúcar.

-¿Quién nos habrá mandado esto?- le pregunté a mi amigo Raymond Andrade, chico alto y apuesto, pero tan tímido e inseguro como yo, durante el segundo curso del colegio.
-No tengo idea- me respondió.

Fue entonces cuando imitando a un detective a lo Sherlock Holmes, procuré durante treinta segundos tomar todas las pistas posibles, mismas que apuntaron hacia una señora no muy agraciada pero elegante, que estaba sentada junto a la vitrina con un cigarrillo en la mano.

-Gracias, señora- le dije, levantando la mano.

Al principio creí que se trataba de alguna tía o de la mamá del Raymond, pero luego de que mi amigo me dijera que no tenía nada que ver, empezamos a suponer que se trataba de una traficante de órganos, corruptora de menores o simplemente una mujer que se quedó fascinada con los cabellos sucos de mi compañero de clase.

-Oye loco, me da foca, vámonos- me dijo el Raymond, tratando de disimular lo más que pudo.

-Vamos- le dije. No creo que sea una mala persona; en ese preciso instante procuré no dejarme dominar por la idea de que la moncaiba haya estado envenenada o algo. Mientras me hundía en mi absurda suposición, la señora empezó a hablar.

-¿Y ustedes, qué hacen por aquí? ¿Acaso están buscando novia?
-No señora- le respondí de inmediato, procurando mostrar una cara amable. -Lo que pasa es que vivimos cerca de este colegio- seguí.
-¿Sí?- replicó. -No les creo ni una palabra- continuó.

Ese momento me parecía más una escena de ficción que de realidad. No podía creer que una desconocida, y encima mayor intentara entablar una conversación con nosotros. Pero las cosas se dieron, casi sin darnos cuenta. Al poco rato, nos enteramos de que se llamaba Lucía Hernández, que era profesora de Castellano y Literatura de segundos y terceros cursos del Simón Bolívar, que había estado en España por casi diez años, y que le gustaban las películas dramáticas estilo Braveheart y todo aquello, tema con el que definitivamente nos atrapó.

A la semana siguiente, habíamos quedado en vernos en el mismo lugar; en esta ocasión el Raymond tuvo miedo de ir, argumentando que Lucía iba a sacarnos las tripas y venderlas en el mercado negro por varios millones de sucres. Yo también tuve gran recelo de ir, sin embargo, algo dentro de mí me incitó a acudir, y desde ese día iniciamos una amistad muy extraña con idas y vueltas, en la que nos vimos aproximadamente un par de veces cada año. Lucía estaba casado con un hombre quince años mayor, quien era rector de otro colegio de la ciudad, y tenía dos hijas hermosas: Gabriela y Lourdes, quienes por cierto, nunca me pararon bola tampoco, y a las que vi casarse durante este tiempo. Eso sí, en todas nuestras conversaciones nunca faltó el humo de sus cigarrillos, mismo que empecé a compartir a partir de los dicisiete años, ya en sexto curso.

Lo más pleno de conversar con la Lucía eran nuestras charlas sobre libros: Desde escritores locales como Marco Antonio Rodríguez y Joaquín Gallegos Lara hasta Edgar Alan Poe y Stendhal. La tipa era toda una eminencia; le gustaba corregir mis textos, burlarse cariñosamente de mis faltas ortográficas y putear conmigo a toda la verborrea de la politiquería. El día en que le conté que por fin tuve novia, ella se echó a reir:
-Vas a tener problemas en tu vida sexual- me dijo.
-¿Y como lo sabes?- le increpé.
-Por qué puedo leerlo en tu cigarrillo.
-¿Acaso lees los tabacos?- le pregunté asombrado, casi al borde de la risa.

Los años pasaron, y por mucho tiempo dejé de ver a Lucía. Un día, mientras caminaba hacia mi casa luego de la facultad, Gabriela, su hijo, alcanzó a reconocerme.

-Hola- le dije. Ella siempre me gustó en secreto.
-Hola- respondió, con cara de seria.
-¿Y cómo está tu mamá?- le pregunté, algo extrañado.
-Ella se está muriendo. Hace seis meses nos contó que tiene un cáncer de útero. Si nos hubiera contado antes... MIERDA!!! se pudo haber salvado!!!!

No lo podía creer. De repente, la Lucía que conocí, la profesora implacable con la ignorancia, cuyos fines de semana los pasaba montando a caballo cerca de Machachi, que dominaba a las vacas, que me enseñó los nombres de varios tipos de árboles, estaba cerca de morir. Supuse ingenuamente que todo eso se debía al tabaco, su pasión de siempre; pero la Gaby me había dicho que era un cáncer de útero.

Ya en el Hospital, a donde fui con mucha verguenza debido a la presencia de varios de sus familiares entre los que para mi desgracia no estaba su hermosa hija Gaby, una impresión desconocida me causó tanta incomodidad, a tal punto que decidí irme del lugar.
Unos días después, una gripe de inofensiva apariencia pero de devastador poder me tendió en la cama durante casi tres días; nadie estuvo cerca para acolitarme. A la semana, me había recuperado, y mientras convalecía, reflexioné acerca de lo difícil que debe ser estar a punto de morir. Pese a que la familia de Lucía era muy numerosa, supuse que no le haría daño que un antiguo adolescente convertido ahora en universitario reestablecido de la gripe volviera a visitarla.
Luego del fastidioso trámite de preguntar a los parientes, y luego de la desdicha de conocer al novel esposo de la Gaby, ingresé a la habitación exclusiva, que seguramente le había costado mucho dinero a la familia.

-Hola, pasa- me dijo, con su típica expresión amable, pero decorada con las líneas de expresión de su rostro.
-Hola- respondí. Vine a despedirme.

En ese instante no pude evitar llorar. Ni siquiera lloré cuando mi abuela se murió; lloré un poco cuando mi tercera novia se había ido a estudiar en Canadá.

-Eres un imbécil- me dijo. ¿Cómo se te ocurre poner los ojos rojos? Deberías estar contento de verme, chucha. Puede que sea la última vez. Y como es la última vez, tengo que decirte algo.

Luego de escuchar que debería estar contento, definitivamente empecé a llorar.

-Tranquilízate, por favor. O no podré decirte lo que tengo que decirte.
-Qué quieres decirme. acaso me heredarás varios de tus libros?- le dije en ese instante, triste pero también con cierta codicia insólita.

-Eso ni lo sueñes- me respondió. -Necesito que me traigas tabacos.

-¿Qué?- le respondí. -¿Te estás muriendo y sólo piensas en fumar?
-No me vengas con moralismos, cojudo. Ten, comprame una cajetilla de Lark.

En ese instante, la ira me invadió por completo, Tanto dramatismo por una pinche caja de tabacos. Lo primero que pensé por un momento era tomar los cinco dólares que me dio y largarme a pegar una biela con mis compañeros de clase. Sin embargo, y por enésima vez consecutiva, no pude hacerlo. Sentí que estaba en mis manos darle el último placer a esa mujer, y que no podía fallarle.

-Ya vengo- le dije.

Una llamada a mi celular solicitando mi presencia por una estupidez doméstica que había ocurrido en la casa, me hizo desviarme de la tienda. Me demoré alrededor de cuatro horas. En mi cabeza sólo podía pensar que la Lucía me mataría.

Llegué a eso de las cuatro, un poco antes de que despacharan a las visitas. Tenía que hacerle llegar esa cajetilla; pero algo extraño ocurrió. Los familiares de la Lucía habían desaparecido. Y en cuanto fui a verla en el cuarto, en un heroico acto de escapismo de las enfermeras, el cuarto estaba vacío también.

-Mierda- me dije a mi mismo. -Esta man ya se murió. Verch, llegué tarde.
La cama de la Lucy estaba vacía; me imaginé que la familia había decidido llevársela de inmediato para iniciar con los servicios fúnebres. Ni siquiera su marido estaba presente en este instante.

Con una gran impotencia, y sin saber que hacer, decidí salir al patio del hospital y fumarme los cigarrillos de la Lucía. Mientras el tabaco se extinguía con una candela de luciérnaga, pensé mientras miraba como el humo buscaba al cielo, me imaginé al fantasma de la Lucía fundiéndose con él, bailando un vals que de repente fue interrumpido por un abrupto ¡POR QUÉ TE DEMORASTE TANTO IDIOTA! ¿QUÉ NO VES QUE TENGO MUCHAS GANAS DE FUMAR?

-Hola- respondí muy avergonzado (y extrañado a la vez)... creí que ya te habías ido.
-Cierra la boca y enciendeme pronto un cigarrillo, fumaremos juntos- continuó.

Mientras fumábamos juntos por enésima vez, me preguntó que iba a ser al día siguiente, le pregunté porqué toda su familia se había marchado de ahí, me preguntó si era verdad que pensaba escribir una teleserie y me preguntó sobre mi amigo, Raymond, a quien no veíamos desde hace varios años.

-Hace mucho tiempo que no le he visto al Raymond; he perdido su número telefónico y ya no recuerdo donde era su casa.

-Ya veo.

-Dime algo, ¿Te gustaba mi amigo el Raymond, verdad? Confiésalo.
-Obvio que sí, tonto- me respondió, con un tono de serenidad. Era muy apuesto, por eso me acerqué a ustedes, por eso les regalé aquellas moncaibas, de hecho se las envié para él, sólo que tampoco podía ser descortés contigo.

-¿Pero llegué a caerte bien, cierto?- proseguí, esta vez con cierta nostalgia pero a la vez con cierta envidia.

-Claro que sí. Aunque me habría gustado que vengas más seguido con el Raymond- continuó, con una leve sonrisa en sus labios.

-Y supongo que también pensaron que sí una persona como yo les invitaba a algo, era porque quería robarles el riñón o algo, no es así?

-No lo dudes- le dije, y luego, ambos empezamos a cagarnos de risa.

Lucía murió casi al mes de esa charla; no asistí a su funeral, pues nadie me invitó. Supuse que la Lucy lo habría preferido así; a pesar de su gusto por el drama ella detestaba esos gestos en la vida real; decía que uno es el mundo real y otro el de la literatura. Respecto a su muerte me informó Gabriela, aquella hija suya, ahora casada, que alguna vez me gustó mucho. El último consuelo que me queda es que ella aceptó tomarse un café conmigo, según ella, por un favor que le había pedido su madre antes de irse.

Elipsis


La lista de cosas que deseo hacer, pero que todavía no me atrevo es tan grande, que simplemente da miedo. Un día, mientras revisaba un viejo ejemplar de El Verano de Albert Camus, libro que mi hermano se robó de la biblioteca de la Fuerza Aérea, el señor zapatero, quien tiene su pequeño local a la entrada de mi casa, me entregó un paquete de procedencia desconocida, cuya única referencia era mi nombre.La emoción me colmaba; supuse se trataba de algún regalo sorpresa de cumpleaños, o de navidad. Ni siquiera me importó la ausencia de remitente; imaginé que debía tratarse de alguna compañera de la facultad, o de algún amigo cercano.


¿Cómo era la persona que le entregó el paquete? le pregunté a mi vecino.

No tengo idea, joven. El sobre estaba en la puerta de calle.

El misterio sobre aquel objeto empezó a tornarse excitante. Decidí luego de meditar por varios segundos que no lo abriría hasta encontrar alguna otra pista.

Los días pasaban, y no encontraba nada. A la puerta de mi casa lo único que siguieron llegando fueron facturas de la luz, del agua, del teléfono y del cable. De vez en cuando también llegaba publicidad, sobre todo navideña. Los días volvieron a ser tediosos. Por lo tanto, y para escapar de esa horrible rutina, decidí abrir el sobre.

Por su peso y tamaño, deduje que debía traer alguna revista o folleto. Pese a los regalos, las navidades siempre me parecieron tristes, pues eran el preludio del fin de año, y casi todo final suele significar una despedida. No pude más y decidí abrir el sobre de una maldita vez.

Los días transcurren a veces sin darme cuenta, y la lista de cosas que deseo hacer pero que todavía no me atrevo es tan grande, que a veces me da miedo. A veces, tampoco me doy cuenta. El sobre contenía una hoja seca de roble, en donde estaban escritas las palabras: A DONDE VAYAS TE ENCONTRARÉ. JAMAS OLVIDES ESTE INSTANTE. David. 1999.

Yo mismo me envié el sobre hace diez años.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Perdido en vos

No sé que tan lejos,
o que tan cerca,
no sé si es el momento
indicado.
Si estoy loco por
haberte encontrado
que me encierren en
un manicomio;
si estoy pecando por
amarte que me
hunda en el infierno.
Si estoy agonizando
por mirarte,
que me muera de una vez;
si lo lógico es encontrarme,
prefiero estar perdido en vos.

El cristal


Mientras pasan los días, algo dentro del cuerpo de Ana parece quebrarse a cada momento; es un corazón de cristal que le han implantado hace varios años, luego de aquél terrible accidente que la convirtió en un proandroide.
El día de Ana empieza con una revisión que parece más bien un ritual: media hora de estar conectada a sofisticados aparatos cuya descripción prefiero dejar en manos de un ingeniero biomédico; media hora de una rutina de ejercicios leves conectada también a otros aparatos leves de monitoreo; una dieta de lo más rigurosa, hasta en los más mínimos detalles y una jaula de plástico como habitación.
Los gustos de Ana son de lo más variado: manzanas y duraznos frescos, películas de contenido intelectual de Woody Allen (antes le gustaban los filmes de Tarantino, pero el doctor se los ha prohibido), literatura de Stendhal, de Jorge Luis Borges, de Franz Kafka... por alguna extraña razón no se le ha privado de la literatura, ventana abierta de todas las formas de mundos posibles... la música porspuesto, es toda aquella que no sea en extremo ruidosa.
Un día, Ana estuvo más frágil que de costumbre. El cristal que era su corazón se resquebrajó por alguna razón desconocida. Ella no podía enamorarse; le estaba vedado, al igual que las alteraciones o las malas noticias. Un día Ana, al mirarse al espejo, se dio cuenta de que vivía en una eutanasia prolongada, y decidió arrojarse por una ventana del hospital que no contaba con las seguridades necesarias. El escándalo fue tremendo. Al encontrar su cadáver, sin embargo, econtraron el esbozo de una sonrisa luego de examinar su rostro.

Tu nombre



Inscrito en un mensaje,
inserto en una botella,
alguien lo arrojó y lo encontré
por casualidad un día en
la playa.
Las gaviotas volaban,
las orcas hacían el amor
frente a la costa;
intenté por un momento
nadar hasta el horizonte
con tu nombre.
Un día se perdió después
de una tormenta;
nadé hasta ahogarme,
lo busqué bajo la lluvia;
era como si el cielo hubiese
dado una vuelta y me
hubiese arrojado al abismo.
No recuerdo ya
tu nombre,
no recuerdo lo que había
escrito.
Un día una gaviota trajo
un fragmento de él.
En la playa busco los
demás fragmentos;
en la orilla he dibujado
el mapa de una isla
desierta.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El miedo

Tengo tantas cosas
que contar,
pero no me salen las
palabras,
ayer,
la lluvia cedió,
pero no,
no refleja el mar.
Si pudiera escapar
de todo lo convencional,
y si pudiera desafiar
al mundo,
no sé,
que hacer,
quizás volver.
Necesito un momento para
volar,
y ver al mundo
desde el horizonte,
quisiera ser con la noche,
el extraño viento sobre el mar.
Pero no,
no recuerdo,
si es de noche,
en la ciudad.

Silencio sin poder,
lograr,
que el viento, diga,
donde ir,
y que será,
de los sueños de la
gente,
que vaga,
sin cesar.
Mil páginas se romperán,
pero al fin,
no sé,
estoy,
bordeando el fin.
Dioses, pensamientos,
más temores,
plegarias, ideas,
y nostalgias.
Que será,
no sé,
si el mundo esta vez,
me dará,
otra oportunidad...

Siento que la vida,
es un instante,
pero no refleja el cristal,
el extraño viento sobre
el mar,
y me doy cuenta,
y me doy cuenta,
que ya no está...