martes, 31 de enero de 2012

Charles Darwin

Vive
muere
despierta
No hay rumbo:
devorar y
ser devorado.
No hay sitio para
las utopías,
El rugido del mar es la única canción.
El sol del horizonte es quizás siempre el último.
A veces quisiera no tener que sentir,
elevarme sobre la secuencia de la sangre
y su curso infinito,
pero la sed no es
una espiral dialéctica.
Vive
muere
despierta
No hay rumbo:
Devorar y ser
devorado.

viernes, 27 de enero de 2012

El futuro


   Mi nombre es Fabián Guachamín; nací a mediados de los ochenta en Quito, ciudad que mis padres escogieron para vivir, luego de conocerse en el bus que iba de Ambato a Latacunga y vivir un romance fugaz de seis días, durante los cuales gestaron a mi hermana mayor Miriam, a la que siguió Rolando, yo y finalmente Iván.

   Desde pequeños nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad; mirábamos con desdén a las personas que venían desde otros lados, pensando que ser quiteño era lo máximo. Siempre nos reconocimos como mestizos, aunque muchos aseguraban que éramos longos; para no sentirnos acomplejados, cuando pequeños, nuestro padre nos juraba que el apellido Guachamín era de origen español. El caso es que eso no le importó para nada a mi hermana cuando conoció a Santiago, el padre de mi primera sobrina, Cecilia, ni después, cuando conoció a Francisco, con quien finalmente se casó y tuvo a mi otro sobrino José. Tampoco le importó al Rolo, quien terminó de cajero de una agencia de pagos, donde conoció a otra cajera con la que se casó también. No. Esos detalles solo me importaban a mí, el chico que se pasaba rayando periódicos viejos, dibujando árboles genealógicos, coloreando logos de partidos políticos, calcando billetes, aprendiendo de memoria pasajes de la Biblia y el número siempre inestable de provincias y cantones del país y países del mundo.

   «Este guagua es el futuro es de la patria» solía decir con orgullo mi padre, cada vez que me entrometía en sus charlas con gente de su edad. Mamá solía pensar que mis aparentes conocimientos sobre política y mi acercamiento con la Biblia eran la señal enviada por Dios de que me haría sacerdote; en el pueblo de la provincia de Cotopaxi donde ellos nacieron, los vecinos solían pedirme que me acuerde de ellos cuando esté en el reino de los cielos, como si fuese Jesús en el Gólgota hablando con los ladrones. Me encantaba quedarme en la iglesia y no era porque quisiera ser cura; simplemente el sitio me parecía de lujo. Detestaba la casa de adobe de mis abuelos, llena de tierra y moscas. Me agradaba el piso pulcro de baldosa de la iglesia y el silencio.

   Los años corrieron: mi ñaña metió las patas, quedando embarazada de un man que juraba amarla con locura pero que desapareció sin dejar rastro; el Rolo, luego de sacarle canas verdes a nuestra madre finalmente sentó cabeza, el Iván nunca se quedó a supletorios en el colegio y yo ingresé a la facultad de Derecho, luego de haber deseado desde ser cura, militar, diplomático, arquitecto, forense, analista de muestras de sangre, actor y policía. Con el tiempo, mis padres se decepcionaron de mí; ya no era el chico afable y conversón que sorprendía a los adultos con datos triviales de los que nadie tenía idea. Durante el colegio, la táctica de aprenderme las cosas de memoria dejó de dar resultados y me volví holgazán, perezoso y distraído. Ni siquiera era un atleta; el Rolo, al menos, siempre se destacó en el fútbol y el Iván parecía destinado a ser el sucesor olímpico de Jefferson Pérez. Por cierto, el apellido de nuestra madre era Pérez. A veces, vencido por los complejos y la vergüenza, llegué a afirmar que era Fabián Pérez. Desde luego, eso me valió más de una pisa, no solo de mi padre, a quien ya no le hizo gracia intentar convencerme de nuestro origen hidalgo, sino también de mis hermanos. A los trece años creí enamorarme por primera vez; su nombre era Mónica. Solía llamarla por teléfono todas las noches. Con los días empecé a caerle pésimo, por lo que decidí marcar pasadas las doce de la noche. Su padre me contestó un día, y me dijo que si insistía se encargaría de buscarme en la calle y romperme la cara. Mi padre , al enterarse, juró que se la rompería a él primero, pero que luego rompería la mía si no tenía dignidad. Así, estudiar me importaba un rábano. Solo pensaba en la Moni. Creía que al conquistar su amor, todo lo demás vendría por añadidura.

   Ya en la universidad descubrí que el derecho me resultaba aburrido. Al año siguiente me cambié a la facultad de Psicología, pero mi neurosis personal me sugirió desistir. Durante el siguiente año decidí probarme en la facultad de Filosofía, donde me uní a las filas del Frente Revolucionario de Izquierdas. Me encantaba salir a las marchas y luego embriagarme. Eso era vida. Así, casi a las malas, logré terminar la carrera, aunque nunca me molesté en presentar mi tesis.

   Han pasado varios meses desde que egresé y ni siquiera me he molestado en buscar trabajo o escribir mi tesis. Mi padre, quien emigró a España, murió hace dos años; mi madre continúa administrando el bazar que puso con él hace más de diez. Si hay algo que le agradezco, es el no entrometerse en mi vida ni juzgarme por ser un mantenido. A veces le ayudo en el bazar y ahora un poco más, sobre todo desde que la Miriam decidió irse a España también. Mi hermano menor, Iván, acaba de recibirse de Ingeniero de la Politécnica Nacional. Ya no soy el futuro. Solo soy alguien más, que vive día a día frente al televisor, que probablemente jamás empuñará un arma para hacer la revolución y que en sus ratos libres continúa buscando el origen etimológico del apellido Guachamín.

   Me llamo Fabián, tengo 28 años, detesto trabajar, a veces me masturbo, a veces hasta la tele me aburre y no sé qué hacer con mi vida.





miércoles, 25 de enero de 2012

Ucronía

Es miércoles por la mañana y me siento en paz. Una hoja ha caído sobre el libro de texto que leía, mientras esperaba a mis estudiantes junto a la antena parabólica. Nadie quiso subir, salvo a hacerse fotografías para colgarlas luego al facebook. Una voz me dice que baje por favor, que el recorrido está por salir. Le respondo que no se moleste, que puedo regresar por mi cuenta. El frío acero de los soportes, que a diario emiten y receptan señales que el cerebro humano de algún televidente decodificará para sentir si es basura o algo esencial, me sienta bien. El óxido que devora el blanco no tiene demasiada importancia. Me iré pronto. Otra voz me pide amablemente que por favor me aleje, que podría caer.

Son las tres de la tarde y un rayo de sol ha penetrado por mi ventana. Me fastidia la luz; durante el camino de regreso, me dormí soñando que rodaba la misma película que hace un mes atrás. He soñado varias veces con lo mismo. No sé a que se deba. Freud decía que mientras soñamos nuestros deseos subconscientes afloraban; en lo personal creo que el sueño, como la vigilia, son seres caprichosos que hacen y deshacen según les da la gana. Ahora mismo intento leer otro texto, pero mi gata insiste en recostarse sobre el libro. Escuché que alguien rompió su reloj el día en que Albert Einstein descubrió la Teoría de la Relatividad; hace mucho que rompí el último reloj que alguien me regaló. Por cierto, nunca me compré un solo reloj en toda mi vida; a veces me pregunto sí la humanidad tendría la misma noción de los días si es que a alguien se le ocurriese eliminar los calendarios o borrar los días de la semana. La humanidad, probablemente no tardaría en enloquecer. Pero eso no importa ahora. Me siento en paz. El aire se vuelve tenue y dulce.

Es miércoles, por la noche, y ya no siento nada.

domingo, 15 de enero de 2012

Gracias por el invierno

Tengo tantos días que contar.
Todos los segundos
y la tempestad,
la nieve imaginaria
en el asfalto.
Y gracias por tantas
cosas a la vez,
el rastro de sol bajo
la nube gris,
el árbol solitario en
la penumbra,
el aire fresco,
y la ciudad.
Gracias por el invierno
y la noche,
y las palabras que
me hicieron temblar.
La incertidumbre y
algún sueño oculto,
bajo el calor
de la ansiedad.
Y gracias por tantas
cosas a la vez.
el rastro de sol
bajo la nube gris,
la nieve imaginaria
en el asfalto
la lluvia sobre la
yerba.


martes, 10 de enero de 2012

El fin

Una flor muerta
navegando hacia la alcantarilla.
La capucha gris
con sus pecas de lluvia.
Aquel foco con moscas
danzando alrededor.
Ese viejo auto jugando
al carnaval.
Como esos papeles de
incertidumbres y sueños
en cifras,
las luces que se apagan.
No quiero verte
triste,
no hay motivo...
el corazón es un animal
salvaje que juega sobre
un charco.