lunes, 24 de febrero de 2014

Mi pelota de mocos

Antes de iniciarme en otras cosas cochinas para unos y ricas para otros, solía meterme los dedos en la nariz y sacarme los mocos. Quizás, como cualquier niño. Quizás como cualquier adolescente, anciano, político, deportista, superestrella o presidente en secreto. En una ocasión, mientras iba en el bus con una amiga, con una mueca y una tremenda cara de asco me dijo que un niño, que iba en la otra fila, "se estaba sacando los sesos". —"Ni que vos no te hubieras sacado los mocos nunca" le respondí. —"Tatay ve" me contestó.
Ella seguramente no imaginaba que yo mismo, antes de iniciarme en otras cosas cochinas para unos y ricas para otros, en una ocasión desarrollé un alocado experimento. Estaba creo que en cuarto o quinto grado, cuando una tarde, luego de terminar un aburrido deber de matemáticas, luego de sacarme los mocos y de frotarlos con mis dedos pulgar e índice, descubrí que mis mocos tenían una viscosidad que me recordaba a esas pelotas negras de caucho que solían vender en algunos bazares. El masaje había provocado un efecto tal, que fue como frotar plastilina. Decidí guardar mi pequeña bolita en el envase de plástico de un rollo de cámara de fotos de esos que ya casi no se ven.
Al día siguiente, repetí el experimento, y decidí unir las dos bolitas para formar una gran bola. Repetí el experimento durante varios días seguidos; al encerrar mi pequeña esfera en ese envase de plástico, había provocado sin querer que la bola no se secara a la temperatura ambiente, y que mantuviera un cierto índice de humedad. Nunca fui preciso en la geometría, pero creo que el diámetro llegó a superar los cinco centímetros, ya que varios días después mi pequeña esfera ya no cabía en el frasco.
Pasaron los meses, llegó Navidad, Carnaval, Semana Santa y para las vacaciones, ya tenía una pelota de mocos o por lo menos se le acercaba bastante, como comprobé un día mientras mi ñaño estaba fuera, al compararla con su balón de fútbol. Una tarde, luego de ir a la tienda por una bolsa de papas fritas, mi tía me esperaba en la puerta.

—¿Qué mierda es esta pendejada —dijo enérgicamente, con el juguete que había creado desde mis fosas nasales a sus pies.

Una semana después, luego de que el dolor en mis manos y orejas había pasado, decidí que no volvería a jugar fútbol o pingpong. Mi tía por su parte le agarró cierta tirria a las pelotas de caucho. En unas vacaciones siguientes, en las que fuimos de visita donde otros tíos, y en donde se me tapó la nariz, mi tía no paraba de verme, y cada vez que acercaba mi mano a la cara, me clavaba esa mirada inquisitiva que sólo había visto cuando un día por accidente perdí un vuelto en la calle.

Nunca más pude armar una bola tan grande de mocos. Supongo que hay cosas que sólo puedes hacer mientras eres niño.