jueves, 23 de junio de 2016

Borges, Ficciones y yo

Tengo una maldición con el libro "Ficciones" de Jorge Luis Borges: siempre se me pierde. ¿Qué cómo lo conocí? Como en la mayoría de casos que se refieren a mí, un día que estaba chiro, y que me puse a buscar si había dejado un billete en algún libro, di con uno verde, de pasta media desgastada. Tras constatar que no había ni un sucre, noté que en la página donde mi padrastro -el dueño de todos esos libros- solía firmar, decía "Jorge Luis Borges: El Aleph". Era poco o nada lo que en ese entonces había escuchado sobre ese señor: lo más parecido era un tal Alberto Borges, periodista fallecido que trabajaba en Ecuavisa y que presentaba "Telemundo", el noticiero de musiquilla sacada del año de la chispa, al que le seguía el silencio del off de la tele. Miento: la primera vez que leí ese nombre, fue en un almanaque de editorial Navarrete, de 1999, cuando en una de sus páginas hallé un listado con las supuestas diez novelas más importantes del siglo XX, encabezada por "En busca del tiempo perdido", y que tenía a "El Aleph" en cuarto lugar. Medio curioso, medio aún con la esperanza de encontrar el billete, leí un encabezado que decía "Tlon, Uqbar y Orbis Tertius", que capaz que a un chamo de este tiempo le sonaría a un grupo de reggaetón. El cuento se me hizo indigerible de entrada. No pude continuar. Decidí seguir buscando plata en otros textos.
Otro día, en que me las quise dar de lector (había escuchado que existen personas capaces de leer un libro diario), decidí volver a buscarlo, "como un desafío a las fuerzas del mal", frase que leería más tarde en uno de los cuentos de Borges. Intenté volver a leer el cuento ese, cuyo título parecía el nombre de algún MC reggaetonero, pero la historia me repelió otra vez. Al darme cuenta de vuelta que se trataba de un libro de cuentos, y no de una novela, decidí buscar a ver si había algún otro relato quizás de aspecto más amable (por no decir más corto). Necesitaba sentir que era capaz de leer algo. Y fue entonces que lo encontré, al final: "El Sur". El título se me hacía factible, cercano. Y el cuento me atrapó. A él le siguió "Funes, el memorioso". Los releí, a ambos. Durante un almuerzo, cuando le pregunté a mi padrastro qué le parecía Borges, me confesó que sus libros se le hacían como muy abstractos, y que prefería cosas más vivenciales como Tólstoi o Chéjov, a quienes en cambio admito no leerlos (aún) por lo impronunciables que se me hacen los nombres rusos. Supuse que al dueño de la biblioteca de la casa le pasó algo similar, que se quedó con el cuento de Tlon y Uqbar. Pero decidí desde ese momento apoderarme para siempre de ese ejemplar de Borges, y leer esa narración como el desafío final. Ya había leído las demás. Ya me preguntaba si Judas en verdad traicionó o le fue leal a Yisus, o cómo le había hecho el traidor a la causa irlandesa para llegar ileso a Brasil. Era el momento del cuento abstracto ése, aquel que años más tarde encontraría algo similar a cierto objeto de la película "Inception".
Fue así que me adentré en la obra de Don Jorge Luis. Tiempo después me compré "El Aleph", libro que pese a la gran fama que posee no se me hizo más bacán que "Ficciones", y que un día presté a un tipo llamado Santiago S., quien no me lo devolvió nunca más, y también adquirí "El libro de Arena", cuyo destino se me hace incierto, pues no recuerdo si también se lo presté a S. Sarango, o si me fue robado por Diana S., una chica a quién creí amar alguna vez, y a quien como prueba de mi supuesto amor obsequié el libro Ficciones que robé a mi padrastro. El punto es que, desde entonces, inició una especie de maldición; en 2007, adquirí un nuevo ejemplar de Ficciones, esta vez de editorial Emecé, que llevé para releerlo al matrimonio del hermano de un amigo, en Ibarra, y que perdí en el centro de esa ciudad, no recuerdo si en el restaurante donde comimos aquella fritada que me hizo mal, o en aquella heladería a la que tuve que entrar porque estaba urgido de un baño. Un tercer ejemplar (similar al primero que tenía), me fue obsequiado por otra chica a quien también creí amar, y que consideré un símbolo de que todo lo bueno que das te es devuelto, a veces incluso de la misma manera. Cuando me lo dio, me hizo saber que lo hacía porque "sabía que era mi libro favorito en el mundo, y que estaba seguro de que lo cuidaría". Tiempo después de nuestra gran pelea, cuando decidí juntar unos libros que me había prestado para dejárselos de vuelta en su casa, la duda de sí debía devolver ese bello ejemplar (que además estaba empastado) asaltó mi cabeza. Empecé a buscarlo por la casa, pero no apareció más. Por un momento, pensé que quizás ella misma lo había sustraído de vuelta. O que quizás, mientras mi carro estaba detenido por violar el pico y placa, algún metropolitano se lo sacó, quizás también con la esperanza de encontrar algún billetín, y olvidó devolverlo. O tal vez D. Simbaña, en una segunda ocasión que volvió a visitarme se lo llevó también. Lo busqué por todos lados. Simplemente desapareció, como tantas cosas que se desvanecen sin explicación, o las que les salen patas y se van. El único ejemplar de Borges que me queda en casa es "El informe de Brodie", mismo que sobrevivió incluso a un viaje entero a la Costa, donde trabajé por varios fines de semana con mis compañeros Carlo y NoF.
He pensado en volver a comprarme el "Ficciones" de Jorge Luis Borges, pero no logro evitar pensar si el libro tendrá también destino incierto. Tal vez debí pedirle a mi padrastro que me lo obsequiara. Aunque mejor no. Hoy no habría motivado esta historia.

viernes, 17 de junio de 2016

Los primeros recuerdos de mi vida

Supongo que a la mayoría de ustedes les ocurrirá algo similar: unos recuerdos primarios medio evanescentes, medio nebulosos, quizás con ciertas lagunas. No conozco a demasiadas personas recordar su vida desde que eran espermios u óvulos; tampoco he conocido a nadie que asegure recordar como era su vida en el útero... En fin, aquí vienen los míos (salvo que los haya visto en una película o los haya soñado).
Una de las primeras escenas, mejor dicho uno de los primeros colores fue el celeste. Creo recordar, no sé si al despertar una mañana o una tarde, que miré a través de una ventaja con reja, un cielo parcialmente nublado. Todos parecían dormir. Debió ser un día de noviembre o diciembre de 1985. Lo sé porque, a poco de ello, recuerdo una noche en que caminando junto a mi madre (es mi primera memoria con ella), me detuve a mirar una vitrina con luces de colores y unas bolitas blancas que luego supe, eran de espuma flex. Al preguntarle a Magui, ella me dijo que eso representaba a la nieve. No le pregunté más. Ignoraba que la nieve se diera en un ambiente frío: creía más bien que era como un juguete... lo mismo que creí cuando vi a mi hermano Urtx, en su programa navideño, recibir unos muñequitos, junto con una funda de caramelos. "Es el niño Dios". ¿Quién es Dios? "Es a quien rezas todas las noches". Diosito. Palabra que escuché a mi padre, un día en que me llevó a una piscina onda a la que le tenía terror, supongo por un instinto animal de conservación. Los mosaicos de aquella piscina eran como amarillos, o celestes. Recuerdo mis pies resbalando sobre ellos, y a la vez la sensación de seguridad que me daban.
No me acuerdo exactamente de mi primer día en el Jardín de Infantes; sólo que antes de ese momento, me llamaban la atención unos muñecos con camisetas de colores, que venían en el Cola-Cao, un chocolate en polvo español, que mi madre casi nunca nos compraba, ya que prefería al entonces, supuestamente más accesible Milo. Las figuras eran los jugadores de las selecciones del Mundial de México 86. Una vez, llegué a ver en una vitrina la cancha con todos los jugadores. Del Mundial en sí no tengo mucha memoria; según mis tíos, que suelen exagerar, yo solía dibujar a Piqué, la mascota de dicho torneo, casi a la perfección. No recuerdo haberle dibujado, pero sí a la mascota: en la refri de nuestra cocina, que mi padre ganó como premio en una competencia de motocross, había un sticker sobre el congelador, que compartía pantalla junto a otro, con el dibujo de un motociclista. Lo que si recuerdo, y hasta ahora me queda una prueba, es que me encantaba rayar por todos lados, especialmente en los libros y espaldares de esponja de las camas. Solía tener además un sueño recurrente: siempre tenía entre mis manos un lápiz Steadtler rojo y negro, y trataba de despertar lo más pronto posible para que éste no se desvaneciera. Un día creí lograrlo; pero cuando desperté no estaba. Fue entonces en que quizás entendí la diferencia entre el sueño y la vigilia. Dormía en una litera. El primer recuerdo que tengo de mi hermano menor, Israel, es viéndolo llorar sobre la cama, agarrándose la barriga y moviendo las piernas, como pedaleando.
Alguna vez, supongo que mi padre me llevó en su moto, que tenía un hueco cubierto con masilla, a su trabajo. Era en el edificio de la "licuadora"; el actual Ministerio de Turismo que ayer era Filanbanco. Conocí entonces las computadoras: eran aparatos similares a nuestra tele, pero con letras de colores. Ni siquiera entendía para qué rayos servían, pero me parecían interesantes. Nuestra tele. Era una Sanyo roja, probablemente de 20 pulgadas, en blanco y negro, con perilla para los canales. Siempre me encantó esa cosa. A mi hermano mayor le gustaba He-man; los sábados pasaban un dibujo raro, en cuya escena final aparecía una pequeña corriendo junto a un barco pirata que ¡volaba!. Años más tarde supe que era El Capitán Raymar. De la música: un día, en que mi madre nos llevó seguramente al Ipiales a comprarnos unos disfraces de Superman, Batman y el Hombre Araña (en ese entonces no distinguía entre DC y Marvel), recuerdo que escuchaba de fondo una canción que decía "Mami, el negro está sabroso, vení a jugar conmigo, decíselo a mi papa". También recuerdo escuchar algo que decía "patacón pisao... pisao". Claro, seguro canté Los pollitos dicen y algo de eso, pero esas fueron tal vez mis primeras pinceladas de música comercial. Entre mis primeros recuerdos del rock, en un inglés que hasta ahora no termino de entender, están Jump de Van Halen, y The final countdown, de Europe, según mi ingenuo entendimiento, la canción más emocionante del mundo. Y el recuerdo de nuestro primer viaje, al laberinto de la necrópolis de Tulcán, y a la iglesia de escalones sin fin de Las Lajas. El fútbol llegó algo más tarde, como en 1988. No lo entendía. No recuerdo haberlo jugado con mi padre. Sólo sé, que en el primer partido, ya en primer grado de la escuela Gonzalo Abad, al entrar, lo primero que hice fue agarrar la pelota con la mano. Recuerdo a mis compañeros intentando inútilmente explicarme las reglas del juego. Quizá se debió a que me fijé sólo en los arqueros, o en el árbitro. O quizás tuve una visión: debí jugar rugbi. Ya en el estadio Atahualpa, el tal Álex Aguinaga me parecía un buen tipo, y me gustaban los colores azul y rojo del Deportivo Quito. Aunque, por mucho tiempo, mi hermano mayor, quien había pasado unas vacaciones en Guayaquil donde un tío militar, me convenció por mucho tiempo que el Barcelona SC era el mejor equipo del mundo. Guayaquil. Lo conocí mucho después, y solo de pasada, para contemplar el mar por primera vez, en Salinas, un febrero ya de 1991, un año después del primer Mundial de fútbol que recuerdo de manera nítida, el de Italia 90, el mismo país al que mi madre emigró un noviembre de 1989.
Y la estrellita de navidad. Y la niña que creía la más linda. Y los besos de telenovelas que me hacían pensar eran la razón de que las mujeres se embarazaran. Y el pueblo de mis abuelos, Koyagal. Y el pueblo de mi nueva familia, Tumbabiro. Y el parque de San Juan, en cualquier tarde remota de 1986, donde jugábamos con un coche verde de plástico prestado, que era muy chévere, y tenía un sticker que decía STP. Y el juguete que una vez mi madre nos regaló, un pato Donald sin cara, atado a sus tres sobrinos, que corría a cuerda y le hacíamos andar sobre la pista de autos de un niño del conjunto al que nos mudamos luego de la muerte de papá, en el mismo lugar donde tras una pelea le clavé un lápiz a mi ñaño mayor. Y el día en que me llevaron a despedirme de mi profesora del Jardín, sin entender porqué. O a mi hermano Fobost ayudándome a lavar mis calzoncillos, en aquel sitio de la Costa donde nos enviaron a pasar vacaciones y una noche nos sacaron para buscar a una vaca perdida. Y a mi hermano Urtx volviendo de Guaranda, a donde mi madre lo envió a vivir por un tiempo. Y Guaranda. Y la casa de la abuela. Y el cuadro del niño llorón. El niño llorón que quizás todos llevamos alguna vez dentro.