viernes, 17 de junio de 2016

Los primeros recuerdos de mi vida

Supongo que a la mayoría de ustedes les ocurrirá algo similar: unos recuerdos primarios medio evanescentes, medio nebulosos, quizás con ciertas lagunas. No conozco a demasiadas personas recordar su vida desde que eran espermios u óvulos; tampoco he conocido a nadie que asegure recordar como era su vida en el útero... En fin, aquí vienen los míos (salvo que los haya visto en una película o los haya soñado).
Una de las primeras escenas, mejor dicho uno de los primeros colores fue el celeste. Creo recordar, no sé si al despertar una mañana o una tarde, que miré a través de una ventaja con reja, un cielo parcialmente nublado. Todos parecían dormir. Debió ser un día de noviembre o diciembre de 1985. Lo sé porque, a poco de ello, recuerdo una noche en que caminando junto a mi madre (es mi primera memoria con ella), me detuve a mirar una vitrina con luces de colores y unas bolitas blancas que luego supe, eran de espuma flex. Al preguntarle a Magui, ella me dijo que eso representaba a la nieve. No le pregunté más. Ignoraba que la nieve se diera en un ambiente frío: creía más bien que era como un juguete... lo mismo que creí cuando vi a mi hermano Urtx, en su programa navideño, recibir unos muñequitos, junto con una funda de caramelos. "Es el niño Dios". ¿Quién es Dios? "Es a quien rezas todas las noches". Diosito. Palabra que escuché a mi padre, un día en que me llevó a una piscina onda a la que le tenía terror, supongo por un instinto animal de conservación. Los mosaicos de aquella piscina eran como amarillos, o celestes. Recuerdo mis pies resbalando sobre ellos, y a la vez la sensación de seguridad que me daban.
No me acuerdo exactamente de mi primer día en el Jardín de Infantes; sólo que antes de ese momento, me llamaban la atención unos muñecos con camisetas de colores, que venían en el Cola-Cao, un chocolate en polvo español, que mi madre casi nunca nos compraba, ya que prefería al entonces, supuestamente más accesible Milo. Las figuras eran los jugadores de las selecciones del Mundial de México 86. Una vez, llegué a ver en una vitrina la cancha con todos los jugadores. Del Mundial en sí no tengo mucha memoria; según mis tíos, que suelen exagerar, yo solía dibujar a Piqué, la mascota de dicho torneo, casi a la perfección. No recuerdo haberle dibujado, pero sí a la mascota: en la refri de nuestra cocina, que mi padre ganó como premio en una competencia de motocross, había un sticker sobre el congelador, que compartía pantalla junto a otro, con el dibujo de un motociclista. Lo que si recuerdo, y hasta ahora me queda una prueba, es que me encantaba rayar por todos lados, especialmente en los libros y espaldares de esponja de las camas. Solía tener además un sueño recurrente: siempre tenía entre mis manos un lápiz Steadtler rojo y negro, y trataba de despertar lo más pronto posible para que éste no se desvaneciera. Un día creí lograrlo; pero cuando desperté no estaba. Fue entonces en que quizás entendí la diferencia entre el sueño y la vigilia. Dormía en una litera. El primer recuerdo que tengo de mi hermano menor, Israel, es viéndolo llorar sobre la cama, agarrándose la barriga y moviendo las piernas, como pedaleando.
Alguna vez, supongo que mi padre me llevó en su moto, que tenía un hueco cubierto con masilla, a su trabajo. Era en el edificio de la "licuadora"; el actual Ministerio de Turismo que ayer era Filanbanco. Conocí entonces las computadoras: eran aparatos similares a nuestra tele, pero con letras de colores. Ni siquiera entendía para qué rayos servían, pero me parecían interesantes. Nuestra tele. Era una Sanyo roja, probablemente de 20 pulgadas, en blanco y negro, con perilla para los canales. Siempre me encantó esa cosa. A mi hermano mayor le gustaba He-man; los sábados pasaban un dibujo raro, en cuya escena final aparecía una pequeña corriendo junto a un barco pirata que ¡volaba!. Años más tarde supe que era El Capitán Raymar. De la música: un día, en que mi madre nos llevó seguramente al Ipiales a comprarnos unos disfraces de Superman, Batman y el Hombre Araña (en ese entonces no distinguía entre DC y Marvel), recuerdo que escuchaba de fondo una canción que decía "Mami, el negro está sabroso, vení a jugar conmigo, decíselo a mi papa". También recuerdo escuchar algo que decía "patacón pisao... pisao". Claro, seguro canté Los pollitos dicen y algo de eso, pero esas fueron tal vez mis primeras pinceladas de música comercial. Entre mis primeros recuerdos del rock, en un inglés que hasta ahora no termino de entender, están Jump de Van Halen, y The final countdown, de Europe, según mi ingenuo entendimiento, la canción más emocionante del mundo. Y el recuerdo de nuestro primer viaje, al laberinto de la necrópolis de Tulcán, y a la iglesia de escalones sin fin de Las Lajas. El fútbol llegó algo más tarde, como en 1988. No lo entendía. No recuerdo haberlo jugado con mi padre. Sólo sé, que en el primer partido, ya en primer grado de la escuela Gonzalo Abad, al entrar, lo primero que hice fue agarrar la pelota con la mano. Recuerdo a mis compañeros intentando inútilmente explicarme las reglas del juego. Quizá se debió a que me fijé sólo en los arqueros, o en el árbitro. O quizás tuve una visión: debí jugar rugbi. Ya en el estadio Atahualpa, el tal Álex Aguinaga me parecía un buen tipo, y me gustaban los colores azul y rojo del Deportivo Quito. Aunque, por mucho tiempo, mi hermano mayor, quien había pasado unas vacaciones en Guayaquil donde un tío militar, me convenció por mucho tiempo que el Barcelona SC era el mejor equipo del mundo. Guayaquil. Lo conocí mucho después, y solo de pasada, para contemplar el mar por primera vez, en Salinas, un febrero ya de 1991, un año después del primer Mundial de fútbol que recuerdo de manera nítida, el de Italia 90, el mismo país al que mi madre emigró un noviembre de 1989.
Y la estrellita de navidad. Y la niña que creía la más linda. Y los besos de telenovelas que me hacían pensar eran la razón de que las mujeres se embarazaran. Y el pueblo de mis abuelos, Koyagal. Y el pueblo de mi nueva familia, Tumbabiro. Y el parque de San Juan, en cualquier tarde remota de 1986, donde jugábamos con un coche verde de plástico prestado, que era muy chévere, y tenía un sticker que decía STP. Y el juguete que una vez mi madre nos regaló, un pato Donald sin cara, atado a sus tres sobrinos, que corría a cuerda y le hacíamos andar sobre la pista de autos de un niño del conjunto al que nos mudamos luego de la muerte de papá, en el mismo lugar donde tras una pelea le clavé un lápiz a mi ñaño mayor. Y el día en que me llevaron a despedirme de mi profesora del Jardín, sin entender porqué. O a mi hermano Fobost ayudándome a lavar mis calzoncillos, en aquel sitio de la Costa donde nos enviaron a pasar vacaciones y una noche nos sacaron para buscar a una vaca perdida. Y a mi hermano Urtx volviendo de Guaranda, a donde mi madre lo envió a vivir por un tiempo. Y Guaranda. Y la casa de la abuela. Y el cuadro del niño llorón. El niño llorón que quizás todos llevamos alguna vez dentro.

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