sábado, 4 de febrero de 2017

El último carnaval


Esa tarde escuchaba la radio plácidamente: vivía solo, la ciudad estaba vacía y me sentía en una especie de éxtasis criollo, que pese a la chirez, era grandioso. De pronto, la pantalla azul de mi celular trajo consigo un mensaje que acabaría con el sosiego: "Vamos a Guaranda, men", texto escrito por mi amigo el Lucho que, tan imprevisto como inesperado, terminó por llevarme en unas pocas horas a un bus.
—La Paula me cachó tirando con otra man —me contó finalmente el Lucho, cuyo aliento a biela empezaba a incomodarme, a pesar de mi anosmia.
—Chuta man —respondí. —Algún rato iba a pasar.
Jamás imaginé que aquel carnaval tendría ese preludio; antes, los viajes a Guaranda solían estar precedidos de muchos globos de agua, de espuma carioca y de uniformes estilados y manchados con picadillo o alguna cosa. Luego, de esos bombazos que como piedrazos efectivos de fancotirador parecián reventarte la espalda y hacerte putear a alguien; luego, de las bazucas improvisados con tubos de PVC, que de terraza en terraza iniciaban la batalla campal en el barrio.
—Sólo quiero perderme por un rato —interrumpió el Lucho.
Llegamos aquel sábado casi al anochecer, y un bombazo nos dio la bienvenida. El ahijado de mi abuela, un tipo funesto y de quien la gente murmuraba que era gay porque ya era cucho y nunca se le conoció una moza, nos recibió no con muy buena cara. Al menos teníamos donde llegar.
Salimos de inmediato al centro de Guaranda, y las personas aún se echaban harina, huevos, achiote y carioca. Había música en cada esquina, además de tostado, fritada y pájaro azul.
Compremos trago, men —me dijo el Lucho. Encontramos una bodega que parecía sacada de otro mundo: tanques y tanques plásticos azules de cisternas chorreaban el líquido. Mi pana compró dos botellas de un litro, y empezamos a vagabundear con la preciosa ambrosía.
—Yo le amo a la Paula, men.
—¿Por qué la reemplazas entonces?
—es que también le amo a la Caro. No tengo la culpa, no elegí ser así —concluyó con una risa cínica pero infantil.
Caminamos y llegamos hasta el coliseo de la ciudad; esa noche se presentaba un grupo de tecnocumbia. El trago empezaba a hacerme efecto.
No sé cómo, pero terminamos desayunando en la casa de mi abuela, en donde el parco Daniel, nos había ofrecido un plato de tostado y una especie de vainitas sazonadas que no sabían nada mal. En eso, el Lucho salió a vomitar.
—Ya voy a limpiar Daniel, discúlpanos.
—No te preocupes hijito —dile a tu pana que mejor se pegue un baño, arriba está la ducha, y luego salgan.
No supe cómo interpretar ese "luego salgan". Lo único que se me pasó por mi adolorida cabeza del pájaro azul, es salir a mojar un rato.
En la ciudad, se había decretado que hasta las doce del mediodía se cortaba el servicio de agua potable. Ya no era como en otros años, en donde la gente bombardeaba a los policías destacados en la ciudad para controlar los desmanes. Lo único que había para mojar, era pájaro azul, y el agua de las pocas piletas prendidas, ahora repletas de turistas.
Cómo nos embarcamos de vuelta a Quito, casi lo he olvidado. Solo sé que me bajé en El Boliche, junto al Cotopaxi, donde una cistitis me obligó a tomar dos buses.
Semanas más tarde, el Lucho dejó de escribirme. Hasta llegué a pensar que quizás se murió por intoxicación. Supuse era un efecto normal de tanto desmadre, y de tanta frustración. Ya no he salido a los desfiles de carnaval, ni me he disfrazado como en la escuela, ni he metido a alguien en una piedra de lavar. Guaranda se parece cada vez más a Ambato, mientras la gente se lanza huevos entre sí, ignorando que el propósito del Carnaval es el desmadre en sí.
El Lucho me llamó hace poco. Me dijo que volvió con la Paula, pero que lo dejó dos años después.