lunes, 28 de noviembre de 2011

22

Mientras pienso en tus sublimes ojeras, la niebla se ha colado por la ventolera.
Escucho una noticia sobre la guerra, y la sangre ha salpicado a mis oidos.
Desde mi estudio miro a la ventana del hospital; una palmera se interpone entre el viento cargado de smog y el aire impregnado de formol.
La luz de un faro atraviesa mi perciana; me deslumbra hasta el insomnio.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Casualidad

A veces quisieras comprobar que el destino existe realmente, sobre todo, cuando sin darte cuenta, pretendes que las señales más dispersas coincidan para darte la razón. Por ejemplo, si vas por la calle, miras a la esquina y tu memoria hace un click retrospectivo que te obliga decir "esto ya lo soñé". O cuando piensas en la última vez que miraste a una persona, y por casualidad, al abrir tu blog descubres un post cualquiera con esa misma fecha. O cuando miras al horóscopo de hace varios días, suspiras y dices "es verdad, fue precisamente lo que me ocurrió".

Hoy he visto mi horóscopo y me asegura que haré un viaje dentro de siete meses. Me pregunto si en realidad me desplazaré hacia otro tiempo y espacio, o si moriré.

martes, 15 de noviembre de 2011

Vuelvo a casa



He cancelado mi cuenta bancaria. Los veinte dólares que me quedaban los he gastado en un vulgar puesto de comida, en una cerveza, en la propina del vigilante de los carros. Las últimas monedas, se las tiré en el sombrero a una viejecita que vendía flores y estampitas en la puerta de la iglesia.

—Dios le pague —alcancé a escuchar. ¡Pobre vieja!

Cerré con candado el cuarto que arrendaba en el centro histórico. El día que mi gato falleció, comprendí que nada es para siempre y que tarde o temprano es preciso retornar. Desde luego, los funerales de mi gato fueron fantásticos, aunque solitarios. El viejo fantasma del ratón que solía molestarnos, al fin estaría a sus anchas. Después de todo, aún quedaban galletas en la alacena.

Procuré hacer mi cama, en caso de que alguna vez mi energía itinerante no hallara donde pasar la noche. Los pocos libros que tenía los doné a la biblioteca, y los escasos discos que sobrevivieron a la lluvia que un día oscureció mi habitación, los regalé a la radio universitaria. Quizás los conviertan en mp3. Que más da. El resto de cosas, decidí quemarlas para que nunca formen parte de un mercado de pulgas de mala muerte. Siempre odié por ejemplo ver como las cubiertas de los viejos discos de vinilo perdían sus colores bajo el ridículo sol de la ciudad de Quito. Al salir, dejé en un sobre los cien dólares que la casera solía cobrarme cada 17. 17, igual que el promedio con el que me gradué del colegio. A propósito, esa tarde, luego del rebulicio en casa, pasé por mi colegio. No tengo buenos recuerdos de ese lugar. Pero ya no importa. Me di el lujo de romper varias ventanas; nadie sospecharía de un individuo de treinta y tantos. También robé mi expediente. no sabía que aún conservaban esos documentos. Los baños me daban asco. El sitio continuaba igual de repugnante.


Junto al colegio, había un puesto de papas con cuero y fritada, en donde la vendedora, a falta de refrigador, tenía las colas en una descolorida lavacara con agua -que supongo- alguna vez fue hielo. Con la misma mano que mecía la fritada, recogió el último billete de un dólar, un sucio y viejo retrato de George Washington. Desde luego, la comida no pudo satisfacerme, y finalmente terminó entre unos perros hambrientos que se disputaban los huesos a mordidas. Alguna vez tuve un perro. Nunca nos llevamos bien. Las pocas veces que le saqué a pasear, solía olfatear la calle con angustia. Un día, mientras se me ocurrían formas curiosas entre las nubes, escuché que el perro empezó a gruñir. Más tarde, miraba unos carteles, volví a escuchar un ruido similar. Tiempo después regurgitó de la misma manera :olfateaba un cadáver; en aquella ocasión fue una rata arrollada; luego, un pájaro, después un gato, que parecía dormido. Era el mío. Mis mascotas murieron casi al mismo tiempo; mi perro desarrolló un tumor que el veterinario no pudo extirpar. Lo durmieron con una inyección de potasio; también le enterré, y eso fue todo. Las últimas flores que quedaban en mi viejo Chevrolet, las dediqué a mis mascotas; las otras se quedaron en el viejo florero de la urna familiar.

El camino al bosque es largo; por suerte, el país cuenta con grandes extensiones, desde que los campesinos vendieron a precio de huevo sus terrenos, para comprar modestas casas en barrios periféricos de Quito, en nombre del progreso. Estúpidos campesinos, igual que la estúpida vieja de la iglesia. La tarde era espectacular; el sol brillaba, pero el aire era tibio. Siempre me gustó la serranía. En la Costa ya no queda nada de esto; es como una gran finca llena de mosquitos. Acá al menos puedes caminar sin que tu sangre sea el banquete de un nanoejército de seres voladores. Al menos por la noche. 

Extráñamente no se escuchan grillos o camiones. Tampoco burros o cerdos. Hace frío. Mientras camino pienso en mis libros, en las notas que los chicos escribirán sobre ellos, en las páginas que les serán arrancadas, en lo gastados que se pondrán sus lomos dentro de unos años. Pienso en las canciones que me gustaban, en las tardes que me acompañaron mientras hacía mi tarea con varios cigarrillos que en el sifón de la cocina conformaban la más patética obra de arte. Demonios. Quisiera tener un cigarrillo conmigo para acelerar el sueño. De pronto ya nada es visible. La niebla lo ha arrebatado todo. Mi espalda me duele. Es incómodo. La bufanda que robé en esa tienda, -probablemente la última cosa que robaré en la vida,- es como agua para la sed. Cuando me encuentren, espero que no se la lleven. No me gustaría que otra persona le arrebatara mi olor. El golpe en el pecho otra vez.

No sé si he vuelto a casa; sin embargo, por fin siento mis dedos. No sé cuánto tiempo he permanecido inmóvil. De pronto, recuerdo la última carta que leí, y mientras evoco su suave y dulce caligrafía, empiezo a escuchar un ruido similar al extraño gruñido que mi perro solía emitir cuando hallaba a una criatura impresa en el asfalto.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Fade out

Querido Zi:


Todo se desvanece... siento como las escaleras del edificio solitario se convierten en una superficie resbalosa en donde caer no sería ningún acontecimiento extraordinario, o ínfimamente cómico siquiera, pues no hay testigos. Me aferro al café (quizás el último) como si fuera ambrosía de la esperanza. No hay tiempo, ni abrazos, ni voces, y la luz está fatigada. Mi cabeza da vueltas. La fría pared es el único suspiro al que me he podido aferrar por unos segundos, pero mi cuerpo ya no puede más. Hace frío. Desearía un lugar donde dormir. La yerba está húmeda. Ni una voz... me pregunto si en algún centímetro de piel aún aguarda la esperanza. El fantasma de una rata ha atravesado la habitación, mientras el silencio se vuelve corporal.





martes, 8 de noviembre de 2011

Luz artificial

Mientras despegaba, aquella luz solitaria en medio de la nada no dejaba de resplandecer. El ocaso se había extinguido hace rato, y todo era tinieblas... pero aquella luz de alfiler, aquella estrella solitaria que me hacía pensar el avión iba al revés no cesaba. Se extinguirá el sol y las nubes se perderán, pero mi estrella artificial resplandecerá... se apagará la música y solo se escuchará un motor, pero aquella luz continuará iluminando mi mente invertida...

El suéter de rayas

Y me gustaba tu risa triste, pues aunque distante, era cuando más cerca me sentía de tí. Esa sonrisa serena, silenciosa, que hacía juego con tus párpados a medio camino, bajo ese cerquillo de noche obscura y niebla, en donde tenías que adivinar en que sitio se ocultaba la luna para mirarla y hallar por fin la paz interior. Cuando estabas, la vida era como una dulce canción de piano, cuyos golpes se escuchaban desde el otro lado de las montañas, que atravesaban un vaso de cerveza y convertían el celeste en miel. Cuando te ausentabas, los libros del mundo se volvían páginas en blanco. Era tan chica tu voz... como si una abeja hablara. Es tan grande el silencio... ya no creo en milagros ni en compasión. Y me gustaba tu risa triste, pues aunque distante, era cuando más cerca me sentía de tí.