martes, 11 de julio de 2017

Sobre la tienda

Son cada vez menos frecuentes las tiendas de barrio a las que puedes ingresar sin que hayan de por medio unos barrotes, cerca que se volvió frecuente, supongo, ante el evidente aumento de la delincuencia. El auge de los supermercados (a los que les costó muelas consolidarse en Ecuador) e incluso de los almorzaderos (que ahora se encuentran por todos lados), no ha podido de todos modos extinguir esta forma tan tradicional de comercio, en la que muchas veces nos engancharon con la lista del fiado, en donde otras nos vieron feo por traer cosas de la tienda rival, donde nos vendieron descaradamente en más de una ocasión las cosas más caras, o en donde les quedaron viendo feo a nuestras monedas de un centavo, convirtiéndose los tenderos muchas veces sin querer queriendo en cómplices de la especulación e inflación.
En la tienda encontrábamos de todo: de pequeños íbamos por un chicle, y de grandes por una biela. Cuando el Gobierno nacional decretó la prohibición de la venta dominical de cerveza, muchas tiendas se la jugaron por nuestra sed; a veces también nos pasaron un vuelto demás, otras un vuelto de menos, que de pura pereza, ya no fuimos a reclamar. Me he topado con varias tiendas y anécdotas: en una ocasión, en la calle Honorato Vásquez, una señora me dio de vuelto alrededor de veinte sucres en monedas de a uno, que ya nadie aceptaba por válidas; uno o dos años después, el perro de esa misma señora mordió a mi hermano, costándole alrededor de diez o doce pinchazos alrededor del pupo. Frente a esa tienda, había otra, donde vivía una chica muy simpática a la que siempre me quedaba mirando de reojo, y que jamás me pararía bola. En la Valparaíso había una tienda muy bien surtida, a donde una vez mi tía me envió a comprar un cojín de shampoo (ahora reemplazado por el "sachet"), que por venir jugando con él al malabarista, terminé votando en una alcantarilla. Un vecino, que vivía por ahí cerca pero que nunca se hizo mi amigo, intentó ayudarme a sacarlo con un palo, pero al ver que el esfuerzo era inútil, terminó dándome otros veinte o treinta sucres para que comprara otro. Previo, o posterior a eso, al volver una vez de casa, se me habían caído en la calle 700 sucres de vuelto, de los que nunca supe que destino tuvieron, y que me costaron un buen jalón de orejas. Ojalá me hubiera gastado esa plata. Tremenda sarandeada en vano. En otra ocasión, rompí un huevo en otra tienda. La señora se mostró compasiva: me dio otro, sin cobrarme.
Alguna vez mis padres tuvieron también una tienda, en la calle Iquique; creo que quebraron por mi culpa, pues me comía varias de las golosinas, en especial los yogures. También me robaba papitas y colas. Un día, me había destapado una cola y abierto una especie de inacake, que tenía una negrita en el diseño del empaque; me enteré entonces que la tienda no era más nuestra, la habían vendido a unos vecinos, ante lo que desde luego se me cayó full la cara de verguenza. Mis abuelos también tuvieron una tienda en Koyagal, donde además horneaban y vendían pan, y mis tíos tienen todavía una en Salinas. En nuestra tienda, los sábados solíamos poner un colchón para vender durante la madrugada del sábado a los borrachos siempre sedientos de biela o Trópico Seco; recuerdo que antes de quedarme dormido solíamos poner en el canal 5, donde pasaban películas de terror y luego el cine Pícaro, que solía acurrucarme, junto al sonido siempre hipnótico del frigorífico...