lunes, 15 de julio de 2013

Acción poética Marte

El ladrillo que arrojé desde
el aeroplano de neón,
que escapó de la atmósfera
el día en que el mundo se puso de cabeza
rompió el cristal cometa y erró el camino al sol.
Mil días y mil partículas,
si los huesos se convertirán en polvo los trazos
aún más.
Y mientras divagas entre Einstein y Hawkings te preguntas
si existirá un marciano que copie citas textuales en
el planeta rojo,
y una beata remilgosa
y un cerdo espacial.
Elevarse sobre la inmensidad del espacio
o hundirse sutilmente en una inmunda alcantarilla.
O hallar la inspiración en el sitio menos pensado.

jueves, 11 de julio de 2013

Último día de clases

   Mientras regresábamos a Quito,  con la mirada perdida en el cielo anaranjado de junio, no dejaba de preguntarme por qué la Vero no había venido. Que el Huera, la Lugmaña y el López no hubiesen viajado era comprensible, pues eran bastante humildes; sin embargo, hasta la Chalá y el Angulo nos acompañaron gracias al esfuerzo que hicieron sus papás por garantizarles un bonito recuerdo de la escuela.

   Pese a ello, la Vero, que siempre tenía más de mil sucres de colación, que cada año cambiaba de mochila y que cada semana venía con esferos nuevos, a diferencia de nuestros mordisqueados bolígrafos, no vino. Un día le presté uno de los míos, con la esperanza de que lo conservara para siempre. Mi desilusión fue grande cuando al día siguiente me lo devolvió. En fin. Supusimos que los papás quizá no la enviaron por temor a que se contagie de alguna enfermedad en las piscinas de Baños; o aún peor, seguro les parecía indigno que su estrellita de navidad se juntara con la longueada. A veces me preguntaba porque ella, pese a vivir en Chillogallo, acudía a nuestra escuela fiscal vespertina de La Alameda. Varios compañeros a lo largo de los seis años que compartimos en esas banquitas estrechas, despintadas y rayadas, se habían cambiado a otros planteles. Hasta el segundo grado, yo mismo solía mentir que me iría a la escuela municipal Sucre, que tenía mejores recursos que la Gonzalo Abad, a donde venían niños desde puntos tan lejanos del centro de Quito como Guamaní, el Comité del Pueblo o La Ecuatoriana, y que no sé cómo carajos hacían para regresarse a la casa, si ni siquiera teníamos bus de recorrido. A la Vero solía venir a buscarla su madre, una señora muy simpática que siempre se maquillaba con sombras de colores intensos en los ojos, pero que a diferencia de otras desdichadas madres le sentaban bien. Nuestro horario de salida era a las seis y cuarto de la tarde; a veces, pese a que en nuestra patria equinoccial se supone que los días y las noches deben durar lo mismo todo el año, al salir de la escuela ya había oscurecido e incluso se encendían las luces. Cuando llovía, entre las tantas prendas de la Vero había un ponchito amarillo que solía llevarle su madre, que le hacía parecer un pollo.

   Esa tarde del bus, regresando de Baños, se estaba haciendo de noche también. Una amiga, Jackie, fastidiosa, empezó a fregar ante todos que la Vero me gustaba. Acholado, dije que no, aunque me moría de ganas de decir que deseaba que el tiempo pasara y que nos volviésemos adultos para casarnos. Todos se rieron. Luego, alguien puso en la radio del bus un cassette con la canción del Meneaito, que con patéticos, tiernos y sensuales movimientos, hicimos el relleno perfecto mientras pasábamos por el Boliche, que a esas horas ya nos impedía ver el Cotopaxi.   

   Al llegar a la escuela, pese a la exigencia que hice a mi madre de no irme a buscar porque vivíamos a media cuadra -y por qué quería verme más "hombre"- fue a verme. Vino con mi hermano más pequeño, el Marco, quien me había prestado una pelota para jugar en la piscina, que perdí mientras divagaba pensando porque la Vero no había ido.

   Luego de ese sábado tan simpático, el lunes y martes la Vero faltó a clases. El Édgar, un man cargoso, llegó a insinuar que se había muerto. El miércoles sería el programa con la entrega de libretas, diplomas y toda esa vaina. En nuestros tiempos, nadie, por más vago que fuera, perdería jamás el año. Nos dedicamos a chismear sobre los colegios a los que iríamos: Mejía, Montalvo, Montúfar, Simón Bolívar, Manuela Cañizares; habían unos cuantos niños que todavía no sabían a qué colegio irían, y aún más, habían otros que aseguraban que no irían a secundaria. La Vero se había perdido esa charla; me moría de curiosidad por saber a qué colegio iría. Me moría de ganas de verla.

   Esa noche, el no tener teléfono en mi casa se convirtió en tortura china. En la lámina de un mapa de Europa, donde aparecía aún la Unión Soviética, recuerdo que escribí un número que me dio la Silvia, asegurándome que era de la casa de la Vero. No teníamos celulares, como tampoco tenía 500 sucres para ir a la tienda más cercana, ni monedas de Emetel, ni un teléfono público cerca. Necesitaba saber si iría al último día de clases. Esa noche, sin darme cuenta, soñé que le encontraba en el patio, que se me acercaba y me decía que siempre me había querido, pero que debido a mi timidez le daba cosas decírmelo. Al rato me di cuenta de que había visto mucha tele. 

   La soleada tarde del miércoles, todos los niños acudieron con el pantalón casimir que quizás ya no usarían en el colegio. Intenté en vano ir con un jean, pero mi mamá me lo prohibió rotundamente. Al acercarme a la escuela, la miré. La Vero se había contagiado de paperas, y acudió a la escuela con una bufanda. En ese momento, me apresté a decirle que, sin importar a donde nos lleva el tiempo, ni la pubertad, ni las mejillas hinchadas, la querría por siempre. Me acerqué. Entonces se interpuso su mamá, quien me saludó con cortesía. La Vero no puede acercarse- terminó.  

   Ese día, me quedé en el patio de la escuela hasta la noche. Todos se habían ido ya. La luz del poste parecía desprender miles de espigas con rumbo a todos lados. Recordé en ese instante qué, allá en Baños, los postes eran redondos. Me pregunté a donde iríamos la Vero, la Silvia, el Chalá, el Pérez, el Édgar y todos los demás. Un día, mientras buscaba algún billete, dentro de una enciclopedia encontré por casualidad la lámina de Europa de mi escuela, con un número escrito sobre el mapa de Rusia. Hace meses me reencontré en Facebook con varios amigos de la escuela, ahora padres de familia. Uno de ellos me dijo que ese ya no era el número de la Vero.

A Karly