miércoles, 28 de octubre de 2009

El fin de los sueños


A diferencia del 31 de diciembre, esa tarde Marco no se sentía eufórico. Eran ya pocas las personas que quedaban en la ciudad, a pesar de que no era feriado. Lo poco que los saqueadores habían dejado en los almacenes ya no serviría de nada; no había más comida ni refrescos, y las prendas de ropa china que una vez fueron botín de contrabando ya no servirían para nada. Antes de las seis de la tarde en que iniciaría el conteo (era un día de octubre), el muchacho había hablado por teléfono con su madre, quien unas horas antes había agotado las últimas gestiones para que le otorgaran una visa y poder así escapar del cataclismo que se aproximaba; sin embargo, las autoridades no le habían concedido el documento. Tampoco pudo ser incluido en la lista de personas con méritos que habían abordado los últimos aviones que la Fuerza Aérea había apartado, ni en los camiones del Ejército, que exigían como acceso una módica cuota de 3 mil dólares por persona.

Ante el aullido de los perros, y ante la balacera que las personas ebrias se lanzaban entre ellas, como una especie de juego del final, Marco decidió esconderse en la última cisterna que quedaba dentro de la casa, con una linterna y una caja de zapatos donde guardaba cartas, fotos, poemas mal escritos y una funda de galletas de sal para las emergencias. El que debajo de una postal en blanco y negro encontrara una vieja cajetilla con un cigarrillo y además un encendedor, fue como ascender al paraíso; lo malo es que también había un reloj, que por desgracia funcionaba.

-Quisiera construir una cámara para soñar por última vez- se dijo Marco, frío en ese instante, en esa caja oscura, mientras por fuera el inclemente sol empezaba a ceder por última vez y un viento frío penetraba por los agujeros.

Mientras fumaba con gran placer ese último cigarrillo por el que otros habrían asesinado en ese momento, el chico empezó a recordar su infancia y todas las señales del fin del mundo que le habían dado: desde la canción the final countdown de la agrupación Europe hasta las noches de víspera de navidad en que su tía, después de la novena, gustaba de leer partes del Apocalipsis. A la compañía del humo y de la tenue lucesita amarilla que decoraba la ceniza, se acordó también de todas las series de televisión que le gustaron alguna vez: Misión del Deber, Los años maravillosos, Salvado por la campana, Los estudiantes de Degrassi... y de todas las películas que también trataron el fin del mundo: Armageddon, El fin de los días, El día después de mañana...

Una vez terminadas las fotos, y de rememorar los sitios donde fueron tomadas, Marco había terminado con el último cigarrillo de este mundo. Fuera de la cisternas empezaron a sonar disparos de metralleta, y mujeres llorando; antes de ingresar a su improvisado escondite, Marco supo que un buen puñado de gente había decidido alojarse en la iglesia de la Basílica, pero la idea del hacinamiento y del eterno sermón del curale hizo vacilar; prefirió vivir el fin del mundo solo. Le tomó dos días acomodar la vieja cisterna; primero tuvo que vaciar toda el agua estancada que entre otras cosas ocultaba el cadáver de una paloma, que había sido devorada hasta los huesos. Luego le hizo un hueco en toda la base y para habilitarla como un cuartito le puso unas tablas. Al principio, Marco pensó llevarse consigo a la gata que vivía en la casa, pero la posibilidad de la asfixia terminó por hacerle decidir abandonarla en el bosque, con la esperanza de que pudiera irse corriendo hacia algún agujero, cazara algunos ratones de campo y sobreviviera. Marco se sintió pésimo, pero ni modo, en el cuartito estaría mucho peor. De los juguetes que le quedaban de la adolescencia, decidió dejar en mitad de la calle su patineta y su pelota de fútbol, para que quizás unos niños pudieran disfrutarlas; lo último que supo es que unos vandalos se las habían llevado para cambiarlas por alcohol.

De entre todas las cosas mundanas y materiales, de todos los recuerdos intangibles, de todas las memorias pasadas y de todo lo demás, lo que Marco iba a extrañar más era el hecho de soñar. Hacía tiempo que Marco padecía de insomnio; la última vez que durmió placenteramente, había soñado que intercambiaba números telefónicos con una chica que le agradaba mucho pero que se había casado, y que desarrollaban un sistema secreto para poder comunicarse sin que los demás se dieran cuenta. Marco había anotado las claves: consistían en sumar las cifras de los años en que habían nacido, e iniciar con esos números una cuenta de correo electrónico para poderse enviar e-mails. Lastimosamente el sueño duró poco, y luego de unos días supo que la chica que tanto quería había sido elegida junto con su esposo para abordar los aviones de la Fuerza Aérea.

Otro sueño que era muy recurrente consistía en que ascendía tan alto a las montañas que ya podía acariciar la nieve, quitarle las ruedas a la patineta e improvisar una tabla de snowboard. Además de eso, estaba tan cerca de la cima que ya podía imaginarse el otro lado de la montaña, paisaje que siempre le fue negado ya que justo antes el cuerpo le exigía despertar.

Cansado ya, y bajo las estrellas que se habían instalado sigilosamente, las sirenas automáticas empezaron a sonar, con un ruido tan grande que parecía tener como intención matar a todos los que quedaban con una tortura acústica. Mientras se tapaba las orejas, Marco recordaba una canción de un tal Silvio Rodríguez, muerto hace varios años ya, (quien fuera) despidiéndose de todos sus recuerdos dentro de sí, deseando que su madre, quien más que aconsejarle le demostró con ejemplos que había que ser valiente, que su hermano y que sus amigos sobrevivientes pudieran continuar con la vida. Frunciendo el ceño, cerrando los ojos, y procurando alentar a su corazón, Marco intentó transportarse con su mente a un mejor lugar, a otro sitio donde no estuviera aconteciendo el fin de los sueños...


martes, 27 de octubre de 2009

Por qué


Le pregunto a la ciudad
en donde estás,
me pregunto por qué,
esta ansiedad confusa.

Le pregunto al calendario
que sentiré mañana,
probablemente un aliento
distinto o el mismo vacío,
por qué,
por qué será que cambiamos
tanto,
¿Quién nos mira desde
adentro?
¿Qué enemigo interior
nos acecha?
Cuéntame,
dentro de tu volátil
fantasía,
cuéntame como es París,
y aquella nube gris,
que pesa sobre ti.
Cuéntame,
por qué,
por qué pienso de esta
absurda manera en ti.

jueves, 22 de octubre de 2009

Péndulo


-¿A dónde diablos vas?- fue la última frase que escuchó antes de abandonar la supuesta cordura que lo enlazaba a la sociedad.
Era de noche, y el ruido de la tormenta dificultaba entender la música de la radio. Con los nervios de punta, manejaba a toda prisa, sin ninguna noción de algún lugar donde llegar. En la guantera aguardaba el revólver que según el abuelo sirvió varias veces para espantar ladrones allá en el páramo de Bolívar, y que se lo había robado junto con un piano de juguete al que le faltaba una pata.

En la parte posterior del auto una especie de bulto golpeaba el chasis con insistencia. Por un momento el nervioso conductor quiso detenerse y acabar con todo, pero por otra parte el miedo le congelaba las manos, y le hacía temblar. La proximidad de una patrulla de policía le exaltaba a tal punto que en lugar de pensar en detenerse aceleró mucho más. Fue entonces que un oficial le obligó a parar.

Licencia y matrícula- dijo el policía, que tenía cara de urgencia bajo el horrible impermeable de poliester.
Tenga- le respondió.
Está yendo muy de prisa, qué se cree, Schumagger?- replicó el chapa.
Tenga, jefe- dijo el conductor, mientras sacaba un billete de veinte dólares, probablemente el último que le quedaba.

Luego de la bochornosa situación, de atravesar dos peajes y de perderse en medio de un monte, finalmente se detuvo.

Qué haré contigo ahora?- se dijo así mismo.

En el barrio y en la casa creyeron siempre que estaba loco, debido a su costumbre de hablar sólo. Fue tan sofisticada su manía que incluso solía sacar el celular, simulando un diálogo. Le gustaba charlar acerca de política, de la necesidad de preservar el ecosistema y de una cierta xenofobia que contradecía todo lo demás. Gustaba además de frecuentar librerías de textos usados y viejos, argumentando que "detrás de cada libro viejo, había una historia", historia que le gustaba simular investigar. Durante las navidades solía caminar buscando nieve (como si en el trópico pudiera encontrarla), llevando consigo un balde y una pala. En una ocasión logró al menos construir un muñeco de granizo. Probablemente fue la única vez que le vieron feliz.

Esa tarde, la última vez que le vieron, no había charlado con nadie, ni siquiera consigo mismo. Según comentaron unos días después, apenas compartió unas palabras con sus padres, los mismos que hacían gestiones con la Policía. Alguien se atrevió a insinuar que escuchó un disparo.

¿Qué haré contigo ahora?- volvió a preguntarse, mientras la radio dejaba de sonar y la carretera parecía borrarse...

sábado, 17 de octubre de 2009

La culpa



Querido Iván:


Es difícil para mi hablar con vos, por eso he preferido escribirte; no me atrevo a verte a los ojos. No sé que haría si estuvieras frente a mí, aunque supongo que de ley me ganarían los nervios y probablemente saldría corriendo.

Aún siento miedo... la última vez te portaste tan raro... creí por un instante que desaparecerías definitivamente de este mundo, por ti mismo... haz cambiado tanto... tu voz no suena igual, ya no me hablabas como al principio, ya no te sentía dentro de mi, ya empezabas a ser ajeno... Te advertí que no sería fácil, que ibas a resultar lastimado, que no quería verte sufrir, pero insististe tanto... si me hubieras hecho caso, si sólo hubieras aceptado las cosas cómo eran, pero no, lo querías todo, querías el riesgo, querías la emoción de la aventura, ya ni siquiera estoy segura de que era a mí a quien querías, creo que sólo te emocionaba la sensación de lo prohibido, en el fondo pensaba que no era la única, que te gustaban todas, que no eras sólo para mí, que debajo de esa aparente inseguridad en realidad eras un conquistador reprimido, un sexopata con ganas, un mochilero abandonado en el medio de la ciudad, un piromano capaz del siniestro total. No creí jamás que romperías tu promesa, dijiste que no te ibas a involucrar pero no, no sólo que sí te entrometiste en mi vida sino que empezaste a hostigarme, no parabas de escribirme mensajes a mi celu, al principio me parecía un bello detalle pero luego ya te excediste, te hiciste meloso, tus detalles en clase me causaban ternura pero se amontonaron tanto que empezaron a hacer de mi bolso un pequeño botadero sin lugar para tantos papeles.

De cualquier forma eso habría sido lo de menos, pero cuando apareciste en medio de la fiesta de cumpleaños de mi mamá, haciendo la foca borracho, definitivamente supe que había cometido un gran error. Te dije que tenía otro mundo, te advertí que todos ahí actuaban en una especie de obra de teatro, que gustaban de verse lindos ante el qué dirán, de mostrar la familia perfecta, la casa perfecta, la clase perfecta, que no había lugar ahí para lo nuestro, que estábamos muy bien lejos de ahí, en nuestros lugares especiales sin personas, rodeados sólo de árboles y neblina, de las canciones que sólo los dos conocíamos, del ritmo de nuestra respiración, de nuestros latidos compartidos.

Te advertí, te advertí que no quería hacerte daño, que te lastimaría, pero tomaste el riesgo y por eso siento que eres especial, pero basta, basta ya, tenía que parar con esto, tenías que darte otro chance, tenías que sentirte completo, y por eso intenté dejarte ir, pero insististe, insististe tanto que te convertiste en una odiosa sombra. Cuando esa chica Lucy empezó a acercarse a ti tuve la esperanza de que encontraras en ella a la otra yo que no podía ser, a la yo que hubiese sido de haberte conocido antes... pensé que la Lucy era perfecta para tí, que llenaría tu vida, y que ya no tendrías un gran espacio oscuro viviendo dentro tuyo. Sí, fui yo quien arregló las cosas para que en el proyecto de radiodifusión tuvieras que integrarte en su grupo. Pensé que si producían juntos el documental te olvidarías de lo nuestro y te sentirías mucho mejor. No tenías por qué culparle a la Lucy, ella no fue la responsable. Fui yo, fui yo quien desapareció el libreto. Y no sólo provocaste que a la Lucy le despidieran, también hiciste que el Esteban se diera zona de que había algo entre nosotros. Tú sabes que lo amo, que no puedo apartarme de él aunque quisiera, y te advertí, te advertí desde el principio que no podría ser tuya. Que hayas roto el parabrisas del Esteban fue algo muy estúpido. Luego de verte estrellar tu celular creí que no vería otra escena de violencia, pero lo del carro ya me asustó. Quise llevarte a terapia, pero sabías, sabías que tenía verg
-->üenza de que el doctor me reconociera y le avisara al Esteban, te dije claramente que él era amigo de sus padres.
Lamento lo de la boleta de captura, pero tuve que hacerlo. Me dabas miedo Iván, me daba mucho miedo verte. No eras ya el mismo. Ni siquiera el Esteban se portó así en sus momentos más alocados. Alguien me contó en una ocasión que reaccionaste de forma similar hace unos años cuando una novia tuya había terminado contigo. Pensé que era alguien especial para ti. Me decepcionó que me trataras igual.

Lo siento Iván, perdóname... la orden de restricción que el juez te impuso me duele mucho, me siento tan culpable... no sé como te sientes ahora, temo que sea igual que hace seis meses... si tan sólo te pudieras dar otra oportunidad con alguien, si tan sólo pudiera verte sonreír nuevamente, aunque sea desde lejos...

Fernanda

sábado, 10 de octubre de 2009

El número perdido


Le volví a ver hace como tres semanas; era de noche, y la banda argentina Babasónicos estaba por presentarse. Una necesidad fisiológica provocó sin querer el reencuentro: junto con el Roberto, un amigo suyo y el Sebas, nos habíamos acomodado lo más cerca que pudimos del escenario para ver a la banda mexicana Austin TV. Luego de escuchar a tan espléndida agrupación, tuve que abandonar aquella cómoda posición para buscar un baño. El festival Quito Fest que se realiza en septiembre de cada año, siempre convoca a mucha gente; casi tuve que salir pisoteando a unos cuantos adolescentes drogados que ya no podían andar de pies.

Luego de sortear todas las cabezas y piernas que pude, finalmente llegué hasta los servicios higiénicos. Otra enorme fila me aguardaba en aquél lugar, y para colmo, tenía que pagar diez centavos por usar el servicio y ya no me quedaba nada en los bolsillos. Casi desesperado, pues la vejiga parecía reventar, fue cuando se me apareció ese rostro que no veía desde hace una década: era el Manolo, mi compañero del colegio. La espantosa necesidad de orinar me puso en un aprieto en ese momento: definitivamente buscaría un lugar entre los matorrales, pues, la cola estaba larga, no tenía plata y ya no podía aguantarme; sin embargo, quería saludarle al Manolo. Preso de un dilema absurdo, finalmente decidí buscar el arbusto más cercano y regresar lo más pronto posible; después de todo, el Manolo estaba cerca de los baños, por lo que deduje que estaría esperando a alguna amiga o amigo.

Luego de descargarme, tropezarme con una piedra y escuchar a algunos borrachos, regresé a la atestada fila para ver si el Manolo seguía por allí. Afortunadamente no me equivoqué en mis suposiciones, y pude acercarme a él.

-Que dice loco!!- exclamé animado.
-¿Andrés? ¿Andrés Cadena?- que fue ve!!!

Luego del abrazo diplomáticamente cursi pero necesario en ese momento, charlamos por un instante.

-Que curioso- dijo el Manolo. -Ha pasado un poco más de diez años.
-De ley- respondí.

Hace algunas semanas, mientras divagaba por internet, encontré el blog y el facebook del Manolo. Sin embargo, nunca me animé a escribirle por esos medios. En el fondo prefería aún al clásico teléfono, ni siquiera al sofisticado celular sino a ese teléfono fijo que para los chicos de hoy cada vez es más anacrónico.

El día de nuestra graduación, una mañana de agosto de 1999, el coliseo del colegio estaba listo para darnos el último adiós. El Manolo siempre detestó estudiar allí; había llegado al segundo curso en 1994, proveniente de un plantel religioso. No fuimos los mejores amigos; en segundo apenas nos decíamos hola, y fue más bien en 1997, encontrándonos en quinto curso de sociales que decidimos charlar de vez en cuando. El tema de la música fue de las primeras cosas que nos acercó; ahora que recuerdo, en segundo curso el Manolo alardeaba de su gusto por Fito Paez y los Fabulosos Cadillacs, músicos que en ese tiempo no me parecían la gran cosa. Un día, el Manolo había traído un cassette que traía grabado el álbum "Tercer Mundo" de Fito, cuya caja había diseñado el mismo. Acá en Ecuador existe hasta ahora una banda pop llamada Tercer Mundo, lo que me hizo creer que al Manolo le gustaba aquél grupo considerado ñoño y de gays por parte de los chicos del colegio, que para variar era exclusivamente masculino. -No es un cassette de Tercer Mundo, se trata del álbum Tercer Mundo de Fito Paez- me respondió, y fueron las únicas palabras que intercambiamos en 1995. Pese a todo, el Manolo y yo jamás fuimos mutuamente antipáticos, y el toparnos de nuevo en quinto curso (tres años más tarde) fue algo agradable, pese a que cada uno tenía un grupo distinto de amigos.

La influencia política del colegio era fuerte, y por aquél entonces pretendía unirme a la Juventud Comunista del Ecuador, a través de la Federación de Estudiantes Secundarios. Por su parte, el padre del Manolo era afiliado a la Democracia Popular, partido conservador procristiano de derecha, y mi amigo decidió seguir la tradición familiar. Nuestro colegio, laico y nacional, por aquél entonces no podía ocultar su respaldo a todas las tendencias de izquierda, y de repudiar todo lo que sonara a religioso. Desde el primer curso, siempre tuvimos profesores que nos hicieron reflexionar detenidamente sobre la veracidad de los dogmas religiosos y sobre nuestro papel en la construcción de una sociedad de libre pensamiento, despojada de cualquier vicio eclesiástico.

-No creo que las masas sean las que cambien las cosas- solía decir; -personalmente creo que existen individuos capaces de lograr el cambio por sí solos.

-Sí, pero si estás solo, ¿Acaso podrías hacerlo?- le respondí alguna vez. Nuestros debates, por lo general, casi nunca tenían conclusión.

Pese a nuestras contradicciones y diferencias, el Manolo era una persona que me hacía sentir bien, a diferencia del resto de casi todo el curso (que se autoproclamaban revolucionarios, pero que en el fondo eran más curuchupas y prejuiciosos que nadie), quienes gustaban de lanzar piedras dentro y fuera de la clase. Así, y volviendo a recalcar que no éramos los mejores amigos no por una cuestión de frustración, sino más bien por pragmática vital, la fase colegial de nuestras vidas llegó a su fin.

El día de la graduación intenté pedirle el número telefónico de su casa; sin embargo, recordé que unos semanas atrás el Manolo contó en clase que se mudaría a otro sector de la ciudad, por lo que deduje que tal vez no era oportuno hacerlo. Claro, pude pedirle el número actual y luego solicitarle el nuevo, pero algo inexplicable me hizo abstenerme. Un par de años más tarde, cerca de La Marín (un sector con bastante tráfico en Quito), con el pelo más largo y todavía flaco, volví a toparme con él, y esta vez lo primero que hice fue pedirle el número de teléfono de la casa; aún no me había comprado un celular, y no tenía idea de como usarlo.
-Claro loco, toma- me dijo mientras escribía una cifra en una hoja de cuaderno. -Genial_ le dije. Ya podremos debatir, ahi nos vemos-. Soy bastante despistado, y por esos días tampoco fue la excepción: perdí ese papel.



En casi diez años, algunas cosas cambiaron: El Manolo se fue a Argentina, yo me fui a Chile, y dos de nuestros compañeros fallecieron, al igual que dos de nuestros profesores y otras personas. Manolo estudió Negocios Internacionales y yo, luego de egresar de diseño gráfico, decidí darme un segundo aire ingresando a Periodismo; el partido del Manolo, la Democracia Popular se extinguió, y yo me afilié a la socialdemocracia. Él sigue creyendo en Dios, y yo sigo creyendo en el Diablo.

-Nos vemos- le dije. -Están a punto de tocar los Babasónicos.

Esta vez no le pedí ningún número telefónico.


A Danilo Barragán

lunes, 5 de octubre de 2009

Vapor urbano


Mirar a la gente pasar desde
la ventana del autobús,
ya no se puede fumar dentro.
Unas gotas de lluvia detrás,
intento escribir sobre el vapor.
Alguien murmura una historia
común,
mientras la radio trasmite una
canción vulgar.
Ni de aquí,
ni de allá,
ni adentro.
Los chicos juegan a Wall Street
pero sin trajes de Channel.
Las monedas no paran de rodar.
Aquí y afuera la prisa,
aquí y adentro desencuentros.
Varios extraños se aproximan
en una ruta corta,
quien sabe si se volverán a
encontrar.
Quien sabe si las monedas entregadas
al controlador volverán un día
a nuestras manos.