domingo, 3 de septiembre de 2017

El ovni

-CHCH, ¡HABLA SERIO MEN, NO JODAS, SEGURO ME FUMÉ DE LA BUENA! ¡HIJUEPUTA! ¡EL FIN DEL MUNDO! ¿PERO NO NOS VAS A HACER NADA, CIERTO? ¿VOS ERES BUENA NOTA, VERDAD? ¿Y CÓMO ES QUE ME ENTIENDES, CHCH? ¡HIJUEPUTA! -fue lo único que atinó a decir, luego de cachar que el pana que había conocido en el Instituto, era un extraterrestre, y luego de volver de vomitar por segunda vez.
Kevin (nombre escogido por el alienígena), nunca fue popular en realidad; tampoco solía hablar demasiado, ni acudir a fiestas o intervenir en foros o marchas. Por nada del mundo alguien llegó a sospechar de su condición; nada más era un chico de Cayambe, que arrendaba un cuarto cerca de la Universidad Central, aparentemente gay (algo que en realidad no le importaba a casi nadie) y que no parecía tener demasiado apetito.
Ahora que se sabía portador de un terrible secreto, Daniel, el amigo del Kevin, no sabía si decirle a Paulina, la chica que le gustaba -de pronto supuso que empezaría a fijarse en el ovni-, sí llamar a la Senain (consideró que le tildarian de opositor loco del Gobierno), llamar a los periódicos o a la tele, o al cura de la parroquia, al que una vez le robó unos dólares de las limosnas.
Sabiéndose solo, sintiéndose Juanito de "Juanito y el lobo" y preguntándose de qué chch le servía tener un amigo de otro planeta, descubrió de pronto que quien había llegado en una nave interplanetaria, pero sin ningún poder, era él mismo.

martes, 11 de julio de 2017

Sobre la tienda

Son cada vez menos frecuentes las tiendas de barrio a las que puedes ingresar sin que hayan de por medio unos barrotes, cerca que se volvió frecuente, supongo, ante el evidente aumento de la delincuencia. El auge de los supermercados (a los que les costó muelas consolidarse en Ecuador) e incluso de los almorzaderos (que ahora se encuentran por todos lados), no ha podido de todos modos extinguir esta forma tan tradicional de comercio, en la que muchas veces nos engancharon con la lista del fiado, en donde otras nos vieron feo por traer cosas de la tienda rival, donde nos vendieron descaradamente en más de una ocasión las cosas más caras, o en donde les quedaron viendo feo a nuestras monedas de un centavo, convirtiéndose los tenderos muchas veces sin querer queriendo en cómplices de la especulación e inflación.
En la tienda encontrábamos de todo: de pequeños íbamos por un chicle, y de grandes por una biela. Cuando el Gobierno nacional decretó la prohibición de la venta dominical de cerveza, muchas tiendas se la jugaron por nuestra sed; a veces también nos pasaron un vuelto demás, otras un vuelto de menos, que de pura pereza, ya no fuimos a reclamar. Me he topado con varias tiendas y anécdotas: en una ocasión, en la calle Honorato Vásquez, una señora me dio de vuelto alrededor de veinte sucres en monedas de a uno, que ya nadie aceptaba por válidas; uno o dos años después, el perro de esa misma señora mordió a mi hermano, costándole alrededor de diez o doce pinchazos alrededor del pupo. Frente a esa tienda, había otra, donde vivía una chica muy simpática a la que siempre me quedaba mirando de reojo, y que jamás me pararía bola. En la Valparaíso había una tienda muy bien surtida, a donde una vez mi tía me envió a comprar un cojín de shampoo (ahora reemplazado por el "sachet"), que por venir jugando con él al malabarista, terminé votando en una alcantarilla. Un vecino, que vivía por ahí cerca pero que nunca se hizo mi amigo, intentó ayudarme a sacarlo con un palo, pero al ver que el esfuerzo era inútil, terminó dándome otros veinte o treinta sucres para que comprara otro. Previo, o posterior a eso, al volver una vez de casa, se me habían caído en la calle 700 sucres de vuelto, de los que nunca supe que destino tuvieron, y que me costaron un buen jalón de orejas. Ojalá me hubiera gastado esa plata. Tremenda sarandeada en vano. En otra ocasión, rompí un huevo en otra tienda. La señora se mostró compasiva: me dio otro, sin cobrarme.
Alguna vez mis padres tuvieron también una tienda, en la calle Iquique; creo que quebraron por mi culpa, pues me comía varias de las golosinas, en especial los yogures. También me robaba papitas y colas. Un día, me había destapado una cola y abierto una especie de inacake, que tenía una negrita en el diseño del empaque; me enteré entonces que la tienda no era más nuestra, la habían vendido a unos vecinos, ante lo que desde luego se me cayó full la cara de verguenza. Mis abuelos también tuvieron una tienda en Koyagal, donde además horneaban y vendían pan, y mis tíos tienen todavía una en Salinas. En nuestra tienda, los sábados solíamos poner un colchón para vender durante la madrugada del sábado a los borrachos siempre sedientos de biela o Trópico Seco; recuerdo que antes de quedarme dormido solíamos poner en el canal 5, donde pasaban películas de terror y luego el cine Pícaro, que solía acurrucarme, junto al sonido siempre hipnótico del frigorífico...

sábado, 4 de febrero de 2017

El último carnaval


Esa tarde escuchaba la radio plácidamente: vivía solo, la ciudad estaba vacía y me sentía en una especie de éxtasis criollo, que pese a la chirez, era grandioso. De pronto, la pantalla azul de mi celular trajo consigo un mensaje que acabaría con el sosiego: "Vamos a Guaranda, men", texto escrito por mi amigo el Lucho que, tan imprevisto como inesperado, terminó por llevarme en unas pocas horas a un bus.
—La Paula me cachó tirando con otra man —me contó finalmente el Lucho, cuyo aliento a biela empezaba a incomodarme, a pesar de mi anosmia.
—Chuta man —respondí. —Algún rato iba a pasar.
Jamás imaginé que aquel carnaval tendría ese preludio; antes, los viajes a Guaranda solían estar precedidos de muchos globos de agua, de espuma carioca y de uniformes estilados y manchados con picadillo o alguna cosa. Luego, de esos bombazos que como piedrazos efectivos de fancotirador parecián reventarte la espalda y hacerte putear a alguien; luego, de las bazucas improvisados con tubos de PVC, que de terraza en terraza iniciaban la batalla campal en el barrio.
—Sólo quiero perderme por un rato —interrumpió el Lucho.
Llegamos aquel sábado casi al anochecer, y un bombazo nos dio la bienvenida. El ahijado de mi abuela, un tipo funesto y de quien la gente murmuraba que era gay porque ya era cucho y nunca se le conoció una moza, nos recibió no con muy buena cara. Al menos teníamos donde llegar.
Salimos de inmediato al centro de Guaranda, y las personas aún se echaban harina, huevos, achiote y carioca. Había música en cada esquina, además de tostado, fritada y pájaro azul.
Compremos trago, men —me dijo el Lucho. Encontramos una bodega que parecía sacada de otro mundo: tanques y tanques plásticos azules de cisternas chorreaban el líquido. Mi pana compró dos botellas de un litro, y empezamos a vagabundear con la preciosa ambrosía.
—Yo le amo a la Paula, men.
—¿Por qué la reemplazas entonces?
—es que también le amo a la Caro. No tengo la culpa, no elegí ser así —concluyó con una risa cínica pero infantil.
Caminamos y llegamos hasta el coliseo de la ciudad; esa noche se presentaba un grupo de tecnocumbia. El trago empezaba a hacerme efecto.
No sé cómo, pero terminamos desayunando en la casa de mi abuela, en donde el parco Daniel, nos había ofrecido un plato de tostado y una especie de vainitas sazonadas que no sabían nada mal. En eso, el Lucho salió a vomitar.
—Ya voy a limpiar Daniel, discúlpanos.
—No te preocupes hijito —dile a tu pana que mejor se pegue un baño, arriba está la ducha, y luego salgan.
No supe cómo interpretar ese "luego salgan". Lo único que se me pasó por mi adolorida cabeza del pájaro azul, es salir a mojar un rato.
En la ciudad, se había decretado que hasta las doce del mediodía se cortaba el servicio de agua potable. Ya no era como en otros años, en donde la gente bombardeaba a los policías destacados en la ciudad para controlar los desmanes. Lo único que había para mojar, era pájaro azul, y el agua de las pocas piletas prendidas, ahora repletas de turistas.
Cómo nos embarcamos de vuelta a Quito, casi lo he olvidado. Solo sé que me bajé en El Boliche, junto al Cotopaxi, donde una cistitis me obligó a tomar dos buses.
Semanas más tarde, el Lucho dejó de escribirme. Hasta llegué a pensar que quizás se murió por intoxicación. Supuse era un efecto normal de tanto desmadre, y de tanta frustración. Ya no he salido a los desfiles de carnaval, ni me he disfrazado como en la escuela, ni he metido a alguien en una piedra de lavar. Guaranda se parece cada vez más a Ambato, mientras la gente se lanza huevos entre sí, ignorando que el propósito del Carnaval es el desmadre en sí.
El Lucho me llamó hace poco. Me dijo que volvió con la Paula, pero que lo dejó dos años después.