jueves, 26 de agosto de 2010

Flores de plástico


Aquella mañana había olvidado el dinero del pasaje, no sé si por pura casualidad o por el designio de alguna mente macabra. El caso es que tuve que bajarme del bus muchas cuadras antes del cementerio, en donde era prohibido llevar plantas, por lo que, previamente, había conseguido unas flores de plástico en un centro comercial del ahorro. No sé si recordar valga la pena (fue lo que pensé luego de comparar el precio de los falsos crespones con los que había comprado). No sé si exista la telekinesis, el cielo o el infierno. La abuela decía que si visitabas un cementerio luego de cierta hora, era muy posible contraer mal aire, enfermedad tradicional que solía curar al soplar un cigarrillo, cuyo humo impregnaba un ramo de chilca que frotaba sobre nosotros. Hoy en día pienso, tal vez de modo ingenuo, que el cigarrillo es un aliciente para la moderna enfermedad del estrés. Mientras recuerdo a la abuela y sus cigarrillos, estoy fumando uno a la entrada del cementerio.

Una vez adentro, recuerdo canciones como aquella de Mecano, que dice que "los muertos se la pasan bien entre flores de colores". Quizás sea cierto. Quizás el problema allí seamos nosotros, nosotros y nuestras flores de plástico, nuestras lágrimas de cocodrilo, nuestros cuentos que probablemente allí no tengan ninguna importancia y nuestras promesas que parecen líneas mal escritas de alguna telenovela. A veces suponemos cosas, como por ejemplo, que al invocarlos ellos vivirán por un momento, que serán felices mientras los recordemos. A lo mejor no es así. . Quizás cada vez que vamos sólo los disgustamos otro poco. Quizás ellos en realidad sean felices sin nosotros. Quizás lo que en realidad los hace felices, es que ya no los molestemos.

sábado, 21 de agosto de 2010

El churo


Esa tarde ella salió por un momento de su cuarto, sin imaginarse que me encontraría de regreso del bosque. Coincidimos en una celda inerte, llena de luces y colores, mismos que luego noté reflejados en sus anteojos.

—Ten, gracias por tu libro —le dije. —Pero he olvidado traerte la peli que te prometí.
—No hay problema —respondió. —Y casi al instante, me regaló unas galletas con chispas de chocolate, golosina que sin darme cuenta, me ha provocado adicción.

—Es curioso que nunca te haya visto —proseguí, mientras ella señalaba con su brazo el colegio donde divagó por seis años, haciendo cuentas e imaginando cuentos.

—¿Vives cerca? —volvió a preguntar.
—Sabes que sí.
—¿Te has subido al Churo alguna vez? —le sugerí, con la esperanza de que me acompañe hasta la cima del mundo, en aquella colina artificial del parque de La Alameda.

—No hace falta  —respondió. «Ya estamos en uno».


viernes, 6 de agosto de 2010

Norman

Mis primeros recuerdos acerca de África inevitablemente están basados en estereotipos: hambre, niños desnutridos, tribus caníbales, selvas interminables, elefantes, leones y Tarzán. Con el tiempo, y gracias a CNN, mis referencias fueron reemplazadas por guerras civiles, hutus, tutsis, diamantes de sangre, apartheid y Nelson Mandela. Poco después también fue el rugby y el desierto del Sahara.

Hace poco, y a propósito del último campeonato mundial de fútbol, alguien me dijo que Sudáfrica era para los africanos lo que Estados Unidos para nosotros. Intenté recriminar su afirmación exponiéndole que este país tiene la mayor cantidad de enfermos de Sida y una de las mayores tasas de homicidios. Pero Sudáfrica también fue el primer transplante de corazón... y el primer fin del mundo del que tuve referencia, aún a pesar de saber que probablemente se encuentre más cerca de Chile o de Argentina.

Tenía 21 años y estaba por terminar el curso de inglés, idioma que como cualquier otro extranjero siempre se me hizo difícil. Luego de diez meses de clases regulares de gramática, era el turno de un nivel de speaking. Esperaba con ansia conocer a Helen, la profesora neozelandesa que se había hecho cargo antes; sus ojos azules y cabellera rubia eran mucho más que el sueño vulgar de casarse con Barbie: era la oportunidad de, aunque sea sólo por dos horas, estar cerca de una fantasía sexual con una mujer de origen anglosajón. Sin embargo, Helen no se presentaría: en su lugar, el director nos presentó a Norman, un anciano no de cabellos rubios, sino de cabellos blancos, rojo por el sol de Quito, pálido por el tiempo, por el océano Atlántico y por los vientos.

El instituto lo encontró un día en el albergue San Juan de Dios; Norman había tenido una vida difícil. En Johanesburgo había trabajado por varios años para un concesionario de autos (en Sudáfrica el volante está en el lado derecho del auto), pero perdió su empleo y su familia por su afición al whisky. Ávido de aventuras, inspirado quizás en sus abuelos probablemente británicos, probablemente boers, decidió venir para Sudamérica. Una mujer guayaquileña, cuyo nombre ya no recuerdo, se apoderó pronto de su corazón; pero las cosas no resultaron bien, y de a poco fue perdiendo su patrimonio, hasta quedarse sin nada, en un país que quizás nunca soñó conocer, aunque como él mismo lo confesó, no lo imaginaba como un sitio lleno de indígenas con taparrabos y lanzas, ya que sabía perfectamente que ese era el estereotipo sobre África, lugar que el conocía mejor que los europeos o norteamericanos.

Volviendo a la clase de inglés, Norman empezó a relatarnos de su vida. Además de las referencias que vagamente he citado, contó algunas otras cosas que mi memoria tal vez no consideró importantes y que por eso he olvidado. Sólo recuerdo que me explicó un día que el afrikaans era el resultado de la promiscuidad del holandés con el alemán, y que Johanesburgo, a diferencia de nuestras creencias, era mucho más frío que nuestra equinoccial capital.

Un día decidimos organizar una parrillada; por aquel entonces vivía sólo con mi hermano mayor, quien salió de viaje. Norman estaba contento. Hacía tiempo que no probaba una buena comida. Ninguno de nosotros se molestó jamás en llevarle algo al albergue; teníamos entendido que el instituto estaba ayudandole a pagar una habitación en una modesta hostal. Ninguno de mis compañeros tenía algún interés por África; muchos de ellos pretendían, con algo de suerte, viajar algún día a España o a los Estados Unidos. Yo tampoco soñaba con África; nunca quise emular a Tarzán, tampoco esperaba encontrar a Jane. A veces aquello que creemos diferente en el fondo no es más que lo mismo.

Varios meses después, me enteré que Norman falleció. Espero que al menos por un momento se haya sentido en casa.