jueves, 5 de junio de 2008

El parque


Durante la tarde sentí muchos deseos de visitar La Basílica del Voto Nacional, una imitación del gótico clásico que García Moreno soñó en el siglo XIX para la entonces República consagrada al Sagrado Corazón de Jesús del Ecuador. Nunca pudo verla terminada; tuvo que ser otro presidente "cristiano", León Febres-Cordero quien tuviera que concluirla, más o menos. En realidad La Basilica es un elefante sin varias costillas; aún así, en ese lugar se celebran ritos, eucaristías, bodas y funerales, sin contar que bajo los cimientos de la Iglesia se halla un cementerio cuyos mármoles nos recuerdan el frío de la muerte...


El campanario, cumbre de ese deseo, es de lo más espectacular. Desde allí se puede mirar casi todo el Centro Histórico de Quito, una ciudad repleta de iglesias, de fe y de muchas incertidumbres. Desde aquél sitio, por lo general más lleno de turistas extranjeros que de nacionales, a veces se ignoran los sueños de las personas que desde aquella cima (una invitación abierta para los suicidas) se ven diminutas.


Hace 20 años nuestra familia vivía cerca de aquella catedral. El recuerdo que más me visita es el del reloj, que cuando niño me parecía más gigante que la Luna. En la actualidad ya no me parece la gran cosa, aunque, debo admitir que las luces de colores que la visten por la noche, son simplemente espectaculares. Como decía, viviamos allí cerca, en la calle García Moreno, frente al parque que hace algunos años decidí visitar como una excusa para no ir al cementerio a recordar a mi padre y mas bien acercarme a su recuerdo en ese sitio, un poco menos sombrío. Como les decía, hace diez años regresé al parque, en una noche de seudoinvierno ecuatorial, mientras unas diminutas gotas de lluvia parecían tomar color junto a las luces de un poste. Por aquellos días, mientras cursaba el sexto curso del colegio, soñaba con tocar en una banda de goth rock, aparecer en el Rockumental de MTV y jactarme de ser famoso. Por aquellos días la nostalgia me recordó también que cuando más chico, a mediados de los ochentas, deseaba ser un pintor o algo así; ignoraba palabras como comics, pero ya soñaba con ser autor de ellos. Teníamos una perrita, Pitufina, a quien una tarde, junto con mis hermanos, lanzamos por la antigua resbaladera de cemento que es, hasta hoy, el símbolo de la eterna inocencia de aquél parque, y el recuerdo de que la niñez, quizás por exigencias del sistema o por ingenuidad, se renueva constantemente.

Cerca del parque a veces los chicos se sientan a beber alguna cerveza o vino de cartón. Las chicas también se hacen presentes, se hicieron presentes y seguirán haciéndose presentes, porque así como la niñez, la adolescencia también se renueva.


La tele ha sido, durante las últimas décadas, algo así como un símil de Dios; en un altar dentro de la iglesia, en un altar dentro de la casa. Las telenovelas, ingrediente casi esencial de la cultura latinoamericana, no tardaron demasiado en inquietarme, a pesar de mi corta edad, especialmente por las escenas de besos, que inocentemente creemos primero que se los podemos dar a cualquiera, y sólo cuando nos acercamos a la adolescencia empezamos a sentirlos prohibidos. Así, cuando mamá trataba de explicarnos que esos gestos afectivos no podían ser correspondidos por cierta razón oscura, sin saberlo, nos iniciábamos en el entrenamiento para el rechazo, para la victoria futura, para encontrar a ese alguien especial. Diez años despues, diez años atrás desde hoy, ese alguien especial ha vagado como un fantasma en distintas formas: con una falda a cuadros, con un blue jean, con flores sobre la cabeza, con mil cosas dentro de la cabeza.


Hace veinte años un pintor; hace diez, un artista. En el presente, un poeta. Los sueños no paran. La búsqueda, de algún modo, tampoco. La vida no parece tener importancia sin un sueño dentro, al igual que una ciudad, sin un parque donde soñar; con la noche de verano, con la nieve de invierno. Toda la vida no he hecho más que soñar.
A Jorge