sábado, 29 de octubre de 2016

El cine y yo

Soy de una época de transición: casi en nada, de una tele blanco y negro Sanyo de mi madre al videoclub de VHS (nunca tuve Betamax), los DVD's, el BlueRay (que aún no tengo), cable, Youtube, Netflix, y los cines tradicionales y las salas múltiples.
Mi primera vez en un cine es algo nebulosa: supongo que fue algo de Bruce Lee, en el Capitol. En donde ahora hay un edificio de departamentos, junto al Banco Central, había un enorme terreno baldío que hacía de parqueadero: sobre él, solían colocar enormes carteles ilustrados promocionando las películas de las salas de cine del Centro, y supongo que de todo Quito. Las vermouts eran comunes. Ya en la escuela, a fines de los 80s, nos llevaron a la dupla de ET y Cortocircuito, también en el Capitol, en donde también vi alguna de la saga de Locademia de Policía, con mi padrastro. mi tía, quien nos crió por un tiempo con mis ñaños, nos llevó en cambio al Alhambra. Allí recuerdo haber visto dos de la India María: Ni de Aquí ni de Allá y El que no corre vuela. También otra llamada 'La Jorobadita'. Las que más recuerdo sin embargo fueron Maniquí, la última peli que me vi en los 80's, y El Rey León, la última que vi en el Alhambra, en 1994, antes de ser convertido con el Capitol en una Iglesia "Pare de Sufrir". Al Teatro Bolívar sólo fui una vez: mi tío de Salinas nos invitó a ver Mi pobre angelito, peli que vimos ya empezada. Luego fuimos a la pizzería. Años más tarde el incendio.
Mi primera vez en los Multicines fue en El Recreo; las entradas eran más baratas, y la primera película en esas salas fue El talentoso señor Ripley, film que por cierto no he vuelto a ver ni en cable, así como '1001 chicas', la siguiente que vi. Mi primera vez en las salas del CCI fue con mi amiga Johanna Arthos, donde vimos una peli que trataba de unos tipos que buscan el rastro de una escritora en Inglaterra (en la peli sale Gwytneth Palthrow). Cuando mi hermano mayor Hernán Del Pozo Campana nos invitó a mirar todas las de El Señor de los Anillos, fue todo un acontecimiento. Amante de la adrenalina, solía a manera de ritual meter un pollo KFC dentro del canguil (en una ocasión osó mostrarlo sin pudor a la linterna del acomodador).
Algo que adoro de las salas de cine es la facilidad que tengo de quedarme dormido profundamente. Una vez, luego de un chuchaqui seco en que acudí a ver El cuco, me dormí casi de principio a fin. Lo mismo me sucedió con 'Valiente', en una sala de Cumbayá.
La primera peli que vi con esas gafas 3D tampoco la recuerdo bien, no sé si fue Garfield; pero lo que si recuerdo es lo fantástico que me pareció mirar Avatar así, una de las tres únicas cintas que me he repetido en una sala, junto con Snoopy y ET, que volví a mirar en 2002, el año de su vigésimo aniversario, en el Teatro Universitario. El mismo lugar a donde, estando en el Montúfar, nos llevaron a ver Armageddon en 1996. En el Teatro Politécnico en cambio vimos Space Jam, un año antes. La última vez que acudí a mirar una película en una sala tradicional fue en el Colón: Tesis, en 2002. A las pocas semanas el lugar fue demolido para hacer otro KFC: ironías de la vida.
Nunca he entrado en un cine porno; la leyenda cuenta que las personas se masturban dentro. No es que me importe demasiado, es sólo que no he hallado el chance. Una de las fantasías que nunca cumplí de adolescente fue ir con una pelada al cine. De haberlo podido hacer, me habría gustado mirar alguna película muy aburrida, para dar el salto de la ficción a la realidad.

viernes, 1 de julio de 2016

Colgó

Querido Zi:
"Te quiero", fue lo último que dijo al cerrar. Pero en esta ocasión, ya no sentí la fuerza de estas palabras. Hoy me di cuenta de que no importa lo que digas. Puedes pronunciar los más célebres y engorrosos discursos, que sin lo implícito, que si el alma no está presente en cada palabra, pueden ser nada. No han sido días fáciles. He pensado y cedido ante la confusión. En casa las cosas no van bien; mi relación con... cada vez es más distante. No sé a qué estamos esperando para separarnos: supongo que el miedo a no tener o saber dónde ir. Tampoco estoy en casa; vivo en un sitio prestado, que no me pertenece, por el que no pago nada, pero que debo cuidar como si fuese mío. No tengo nada realmente, ni siquiera el silencio o la obscuridad, pues una sirena desde lejos invade mi supuesta paz. Anhelo a los fantasmas, como si tuvieran importancia. Durante este año he acudido solo, sin ser invitado, a una cuerda floja. Me ha gustado tambalearme, ha sido excitante. Pero empiezo a caer. Y la última caída es la que más está doliendo. Supongo que lo tenía merecido en parte. Quizás hasta esperé por este dolor. No entiendo por qué las personas tendemos a ser tan masoquistas. Está bien sentirnos vivos, pero acaso, ¿no hay otras maneras?
Sólo sé que he aprendido que las palabras, por más color con que las pintemos, también pueden ser cascarones vacíos. Como ese "te quiero" sin alma, que escuché de su boca, antes de colgar.
D.

jueves, 23 de junio de 2016

Borges, Ficciones y yo

Tengo una maldición con el libro "Ficciones" de Jorge Luis Borges: siempre se me pierde. ¿Qué cómo lo conocí? Como en la mayoría de casos que se refieren a mí, un día que estaba chiro, y que me puse a buscar si había dejado un billete en algún libro, di con uno verde, de pasta media desgastada. Tras constatar que no había ni un sucre, noté que en la página donde mi padrastro -el dueño de todos esos libros- solía firmar, decía "Jorge Luis Borges: El Aleph". Era poco o nada lo que en ese entonces había escuchado sobre ese señor: lo más parecido era un tal Alberto Borges, periodista fallecido que trabajaba en Ecuavisa y que presentaba "Telemundo", el noticiero de musiquilla sacada del año de la chispa, al que le seguía el silencio del off de la tele. Miento: la primera vez que leí ese nombre, fue en un almanaque de editorial Navarrete, de 1999, cuando en una de sus páginas hallé un listado con las supuestas diez novelas más importantes del siglo XX, encabezada por "En busca del tiempo perdido", y que tenía a "El Aleph" en cuarto lugar. Medio curioso, medio aún con la esperanza de encontrar el billete, leí un encabezado que decía "Tlon, Uqbar y Orbis Tertius", que capaz que a un chamo de este tiempo le sonaría a un grupo de reggaetón. El cuento se me hizo indigerible de entrada. No pude continuar. Decidí seguir buscando plata en otros textos.
Otro día, en que me las quise dar de lector (había escuchado que existen personas capaces de leer un libro diario), decidí volver a buscarlo, "como un desafío a las fuerzas del mal", frase que leería más tarde en uno de los cuentos de Borges. Intenté volver a leer el cuento ese, cuyo título parecía el nombre de algún MC reggaetonero, pero la historia me repelió otra vez. Al darme cuenta de vuelta que se trataba de un libro de cuentos, y no de una novela, decidí buscar a ver si había algún otro relato quizás de aspecto más amable (por no decir más corto). Necesitaba sentir que era capaz de leer algo. Y fue entonces que lo encontré, al final: "El Sur". El título se me hacía factible, cercano. Y el cuento me atrapó. A él le siguió "Funes, el memorioso". Los releí, a ambos. Durante un almuerzo, cuando le pregunté a mi padrastro qué le parecía Borges, me confesó que sus libros se le hacían como muy abstractos, y que prefería cosas más vivenciales como Tólstoi o Chéjov, a quienes en cambio admito no leerlos (aún) por lo impronunciables que se me hacen los nombres rusos. Supuse que al dueño de la biblioteca de la casa le pasó algo similar, que se quedó con el cuento de Tlon y Uqbar. Pero decidí desde ese momento apoderarme para siempre de ese ejemplar de Borges, y leer esa narración como el desafío final. Ya había leído las demás. Ya me preguntaba si Judas en verdad traicionó o le fue leal a Yisus, o cómo le había hecho el traidor a la causa irlandesa para llegar ileso a Brasil. Era el momento del cuento abstracto ése, aquel que años más tarde encontraría algo similar a cierto objeto de la película "Inception".
Fue así que me adentré en la obra de Don Jorge Luis. Tiempo después me compré "El Aleph", libro que pese a la gran fama que posee no se me hizo más bacán que "Ficciones", y que un día presté a un tipo llamado Santiago S., quien no me lo devolvió nunca más, y también adquirí "El libro de Arena", cuyo destino se me hace incierto, pues no recuerdo si también se lo presté a S. Sarango, o si me fue robado por Diana S., una chica a quién creí amar alguna vez, y a quien como prueba de mi supuesto amor obsequié el libro Ficciones que robé a mi padrastro. El punto es que, desde entonces, inició una especie de maldición; en 2007, adquirí un nuevo ejemplar de Ficciones, esta vez de editorial Emecé, que llevé para releerlo al matrimonio del hermano de un amigo, en Ibarra, y que perdí en el centro de esa ciudad, no recuerdo si en el restaurante donde comimos aquella fritada que me hizo mal, o en aquella heladería a la que tuve que entrar porque estaba urgido de un baño. Un tercer ejemplar (similar al primero que tenía), me fue obsequiado por otra chica a quien también creí amar, y que consideré un símbolo de que todo lo bueno que das te es devuelto, a veces incluso de la misma manera. Cuando me lo dio, me hizo saber que lo hacía porque "sabía que era mi libro favorito en el mundo, y que estaba seguro de que lo cuidaría". Tiempo después de nuestra gran pelea, cuando decidí juntar unos libros que me había prestado para dejárselos de vuelta en su casa, la duda de sí debía devolver ese bello ejemplar (que además estaba empastado) asaltó mi cabeza. Empecé a buscarlo por la casa, pero no apareció más. Por un momento, pensé que quizás ella misma lo había sustraído de vuelta. O que quizás, mientras mi carro estaba detenido por violar el pico y placa, algún metropolitano se lo sacó, quizás también con la esperanza de encontrar algún billetín, y olvidó devolverlo. O tal vez D. Simbaña, en una segunda ocasión que volvió a visitarme se lo llevó también. Lo busqué por todos lados. Simplemente desapareció, como tantas cosas que se desvanecen sin explicación, o las que les salen patas y se van. El único ejemplar de Borges que me queda en casa es "El informe de Brodie", mismo que sobrevivió incluso a un viaje entero a la Costa, donde trabajé por varios fines de semana con mis compañeros Carlo y NoF.
He pensado en volver a comprarme el "Ficciones" de Jorge Luis Borges, pero no logro evitar pensar si el libro tendrá también destino incierto. Tal vez debí pedirle a mi padrastro que me lo obsequiara. Aunque mejor no. Hoy no habría motivado esta historia.

viernes, 17 de junio de 2016

Los primeros recuerdos de mi vida

Supongo que a la mayoría de ustedes les ocurrirá algo similar: unos recuerdos primarios medio evanescentes, medio nebulosos, quizás con ciertas lagunas. No conozco a demasiadas personas recordar su vida desde que eran espermios u óvulos; tampoco he conocido a nadie que asegure recordar como era su vida en el útero... En fin, aquí vienen los míos (salvo que los haya visto en una película o los haya soñado).
Una de las primeras escenas, mejor dicho uno de los primeros colores fue el celeste. Creo recordar, no sé si al despertar una mañana o una tarde, que miré a través de una ventaja con reja, un cielo parcialmente nublado. Todos parecían dormir. Debió ser un día de noviembre o diciembre de 1985. Lo sé porque, a poco de ello, recuerdo una noche en que caminando junto a mi madre (es mi primera memoria con ella), me detuve a mirar una vitrina con luces de colores y unas bolitas blancas que luego supe, eran de espuma flex. Al preguntarle a Magui, ella me dijo que eso representaba a la nieve. No le pregunté más. Ignoraba que la nieve se diera en un ambiente frío: creía más bien que era como un juguete... lo mismo que creí cuando vi a mi hermano Urtx, en su programa navideño, recibir unos muñequitos, junto con una funda de caramelos. "Es el niño Dios". ¿Quién es Dios? "Es a quien rezas todas las noches". Diosito. Palabra que escuché a mi padre, un día en que me llevó a una piscina onda a la que le tenía terror, supongo por un instinto animal de conservación. Los mosaicos de aquella piscina eran como amarillos, o celestes. Recuerdo mis pies resbalando sobre ellos, y a la vez la sensación de seguridad que me daban.
No me acuerdo exactamente de mi primer día en el Jardín de Infantes; sólo que antes de ese momento, me llamaban la atención unos muñecos con camisetas de colores, que venían en el Cola-Cao, un chocolate en polvo español, que mi madre casi nunca nos compraba, ya que prefería al entonces, supuestamente más accesible Milo. Las figuras eran los jugadores de las selecciones del Mundial de México 86. Una vez, llegué a ver en una vitrina la cancha con todos los jugadores. Del Mundial en sí no tengo mucha memoria; según mis tíos, que suelen exagerar, yo solía dibujar a Piqué, la mascota de dicho torneo, casi a la perfección. No recuerdo haberle dibujado, pero sí a la mascota: en la refri de nuestra cocina, que mi padre ganó como premio en una competencia de motocross, había un sticker sobre el congelador, que compartía pantalla junto a otro, con el dibujo de un motociclista. Lo que si recuerdo, y hasta ahora me queda una prueba, es que me encantaba rayar por todos lados, especialmente en los libros y espaldares de esponja de las camas. Solía tener además un sueño recurrente: siempre tenía entre mis manos un lápiz Steadtler rojo y negro, y trataba de despertar lo más pronto posible para que éste no se desvaneciera. Un día creí lograrlo; pero cuando desperté no estaba. Fue entonces en que quizás entendí la diferencia entre el sueño y la vigilia. Dormía en una litera. El primer recuerdo que tengo de mi hermano menor, Israel, es viéndolo llorar sobre la cama, agarrándose la barriga y moviendo las piernas, como pedaleando.
Alguna vez, supongo que mi padre me llevó en su moto, que tenía un hueco cubierto con masilla, a su trabajo. Era en el edificio de la "licuadora"; el actual Ministerio de Turismo que ayer era Filanbanco. Conocí entonces las computadoras: eran aparatos similares a nuestra tele, pero con letras de colores. Ni siquiera entendía para qué rayos servían, pero me parecían interesantes. Nuestra tele. Era una Sanyo roja, probablemente de 20 pulgadas, en blanco y negro, con perilla para los canales. Siempre me encantó esa cosa. A mi hermano mayor le gustaba He-man; los sábados pasaban un dibujo raro, en cuya escena final aparecía una pequeña corriendo junto a un barco pirata que ¡volaba!. Años más tarde supe que era El Capitán Raymar. De la música: un día, en que mi madre nos llevó seguramente al Ipiales a comprarnos unos disfraces de Superman, Batman y el Hombre Araña (en ese entonces no distinguía entre DC y Marvel), recuerdo que escuchaba de fondo una canción que decía "Mami, el negro está sabroso, vení a jugar conmigo, decíselo a mi papa". También recuerdo escuchar algo que decía "patacón pisao... pisao". Claro, seguro canté Los pollitos dicen y algo de eso, pero esas fueron tal vez mis primeras pinceladas de música comercial. Entre mis primeros recuerdos del rock, en un inglés que hasta ahora no termino de entender, están Jump de Van Halen, y The final countdown, de Europe, según mi ingenuo entendimiento, la canción más emocionante del mundo. Y el recuerdo de nuestro primer viaje, al laberinto de la necrópolis de Tulcán, y a la iglesia de escalones sin fin de Las Lajas. El fútbol llegó algo más tarde, como en 1988. No lo entendía. No recuerdo haberlo jugado con mi padre. Sólo sé, que en el primer partido, ya en primer grado de la escuela Gonzalo Abad, al entrar, lo primero que hice fue agarrar la pelota con la mano. Recuerdo a mis compañeros intentando inútilmente explicarme las reglas del juego. Quizá se debió a que me fijé sólo en los arqueros, o en el árbitro. O quizás tuve una visión: debí jugar rugbi. Ya en el estadio Atahualpa, el tal Álex Aguinaga me parecía un buen tipo, y me gustaban los colores azul y rojo del Deportivo Quito. Aunque, por mucho tiempo, mi hermano mayor, quien había pasado unas vacaciones en Guayaquil donde un tío militar, me convenció por mucho tiempo que el Barcelona SC era el mejor equipo del mundo. Guayaquil. Lo conocí mucho después, y solo de pasada, para contemplar el mar por primera vez, en Salinas, un febrero ya de 1991, un año después del primer Mundial de fútbol que recuerdo de manera nítida, el de Italia 90, el mismo país al que mi madre emigró un noviembre de 1989.
Y la estrellita de navidad. Y la niña que creía la más linda. Y los besos de telenovelas que me hacían pensar eran la razón de que las mujeres se embarazaran. Y el pueblo de mis abuelos, Koyagal. Y el pueblo de mi nueva familia, Tumbabiro. Y el parque de San Juan, en cualquier tarde remota de 1986, donde jugábamos con un coche verde de plástico prestado, que era muy chévere, y tenía un sticker que decía STP. Y el juguete que una vez mi madre nos regaló, un pato Donald sin cara, atado a sus tres sobrinos, que corría a cuerda y le hacíamos andar sobre la pista de autos de un niño del conjunto al que nos mudamos luego de la muerte de papá, en el mismo lugar donde tras una pelea le clavé un lápiz a mi ñaño mayor. Y el día en que me llevaron a despedirme de mi profesora del Jardín, sin entender porqué. O a mi hermano Fobost ayudándome a lavar mis calzoncillos, en aquel sitio de la Costa donde nos enviaron a pasar vacaciones y una noche nos sacaron para buscar a una vaca perdida. Y a mi hermano Urtx volviendo de Guaranda, a donde mi madre lo envió a vivir por un tiempo. Y Guaranda. Y la casa de la abuela. Y el cuadro del niño llorón. El niño llorón que quizás todos llevamos alguna vez dentro.

martes, 9 de febrero de 2016

Te llamaré

Hasta ese día, nunca imaginé que me enamoraría de alguien que conocería en internet. Algunas amigas ya habían tenido experiencias de ese tipo; más por curiosidad que por atrevimiento. También había leído sobre casos así que no terminaron precisamente en un final feliz, como aquel en que una chica de Riobamba, engatusada por un chico de Guayaquil, viajó hasta él solo para encontrar su lecho de muerte. Me pregunto si en realidad cada historia de amor no será precisamente eso: un lecho de muerte.
No lo negaré, el perfil del Óscar me pareció gracioso en un principio; no todos los chicos pondrían de foto una imagen de Johnny Depp. No es que él y el interprete de Edward, manos de Tijeras se me hicieran parecidos, aunque quisiera creerlo. Sin embargo, y pese a su quizá voluntaria intención de imitar el camaleonismo de Depp con fotos de Enrique Bunbury o Jim Morrison, fueron sus ojos finalmente el televisor donde decidí dejar de cambiar el canal.
Óscar era, y es aún, el cantante de una banda quiteña de hardcore, música que por cierto jamás me llamó la atención. Una vez, un amigo me contó que cierto escritor decía que todo cuento encierra en realidad dos historias, una explícita y una ímplicita y oculta: su preferencia por temas románticos como los de Rafael y Menudo, su interior ímplicito, fue finalmente la que me logró enganchar.
Pese a su aspecto rudo, Óscar parecía emanar dulzura de cierta tristeza que pretendí abrazar para borrar. Aunque mayor, no podía evitar sentir verlo como un igual. "En todo cuento hay una historia oculta" decía Ricardo Piglia. ¿Más amor, quizás? ¿un horizonte junto al mar, donde la gente se ve cada vez más pequeña?
Un día, descubrí que en este cuento existían varios pasajes ocultos. Quizás una página entera arrancada a propósito. ¿Cómo leer el libro de tus ojos, Óscar, si le faltan una página que insistes en guardar dentro de tu bolsillo?
Suponiendo que la mayoría de los libros del mundo tendían a construir narrativas acorde con el lector, como supone Julio Cortazar y su Rayuela, decidí seguir leyendo. Leer con él. Compartir cada palabra y cada letra. Cada signo de puntuación. Pero a veces, cuando buscamos otras cosas, encontramos aquello que suponíamos extraviado. Hallé esa página; hallé esa historia implícita que según Ricardo Piglia marca la esencia de toda historia. Un amor oculto de varios años. No sé si llamarlo amor; quizás una llama. ¿Una llama? ¿No se supone que sería yo esa llama? No sé qué pensar. Ya no sé si soy frío o calor.
Imaginando que nuestras páginas estaban escritas con un lápiz, y al fuego de mi calor puesto en duda, forjé un borrador. Continuamos leyendo; pero las palabras escritas a lápiz tienden a desvanecerse, a volverse una mancha gris; y los errores en tinta, aunque cubiertos con corrector, no suelen dejar de ser evidentes.
Quiero a partir de hoy dejar de leer, y empezar a escribir mi propia historia. Quiero entender la historia superficial y oculta; quiero ser frío y calor a la vez, y no una disyuntiva. Siempre amaré a Óscar de alguna forma; quizás le llame un día. Aunque ya no seré la misma.

viernes, 15 de enero de 2016

Si no me llamas, entenderé

Nunca me habían terminado. Nunca supe qué era tener que salir a buscar a alguien. Siempre fui como un galán de barrio. Mucho más que eso: era un rockstar. No con el lujo y el confort de Hollywood, pero sí con el placer de salir con varias mujeres, de respirar su perfume, su sudor, de refrescarme de vez en cuando en unos labios distintos mientras la cerveza lubricaba mis pensamientos. Era el cantante de un grupo modesto llamada Bruma; desde que llegué a la banda la vida cambió para todos. Ellos ganaron un cantante, y yo varios escenarios. Ellos se alimentaron de la música de mi alma, que hoy siento destrozada.
Durante el colegio solía masturbarme mientras alucinaba con llegar a ser la portada de varios discos, así como los Barón Rojo o los Ángeles del Infierno, mientras mi compañera del colegio y posterior madre de mi hijo, Paola, dibujaba corazones con mi nombre en su cuaderno. Para pesar de mis adversarios, quienes seguro soñaban nada más con pasear durante un feriado, llegué a aparecer en los periódicos, y no en las crónicas policiales como hubiesen querido. No sólo llegué a calar hondo en los corazones de varias personas que jamás conoceré, sino que me alimenté de los corazones de varias mujeres, a quienes jamás volveré a conocer porque sólo tomé de ellas lo que quise, incluida Paola, mi única compañera luego del fervor de la música.
La fama me revistió de una nueva luz y todas mis alucinaciones adolescentes se hicieron realidad. Con cada piel, con cada sabor de labios había un pacto tácito de irresponsabilidad ulterior, excepto para Juliana, cuya ardiente piel era una hoguera hacia donde volver en cada invierno mientras el sol de la Paola iluminara mis días. Y la vida transcurrió, el invierno y el verano, mientras vivía cada estación entre el éxtasis y la rebeldía. Y la vida no podía ser más perfecta, hasta ese día en que las suspicacias de Paola habían rebasado nuestra copa de vino, que mientras suponíamos añejo, se había vuelto más amargo.
Pese al fin de mis veranos, la ardiente piel de Juliana jamás dejó de abrazarme. Pero mi alma, que era como la naturaleza misma, debía continuar con su ciclo. Después de todo el invierno no puede ser el verano a la vez. Necesitaba mi primavera. Entonces llegó Anabel. Como una flor entre la mugre de los bares. Como una gota de rocío entre el sudor. Y la amé y me amó, y la amó aún, pero el frío no cesaba en algún lugar de mi piel y Paola era el leño.
Me gustaría tenerlo todo en la vida. Supongo que quienes sueñan con el paseo de feriado lo desean también. La diferencia es que son unos taimados, que no se atreverán jamás. He vestido en muchas pieles y he retozado entre varias sábanas; me he empapado de varios mares y cascadas. A veces quisiera tenerlas a las tres, A Paola, Juliana y Anabel. No sé vivir solo. Jamás salí de casa. Nunce le rogué a nadie, siempre fui yo quien las terminaba, siempre era a mí a quien venían a buscar. Aún me excito con la ardiente piel de Juliana, pero no sé por qué no la puedo amar. He pensado en volver a buscar a Paola; al menos siempre volveré a verla por Félix, nuestro hijo. Alguna vez alguien insinuó que en realidad soy una persona insegura. Qué equivocados están. No soy inseguro, sólo estoy cansado. Oh, Anabel, si no me llamas entenderé.