martes, 28 de octubre de 2008

El Barón Rojo



Acababa de cumplir cinco años; lo que recuerdo de aquella década de los ochentas, además de una canción de Europe, «The final countdown» (es obvio que no sabía inglés ni conocía el nombre de la banda o la canción, pero sí la tonada pegajosa), era un paquete de Legos que papá nos compró a mis ñaños y a mí durante la última navidad. Luis y Andrés solían armar robots y naves improvisadas que luego convertían en pistolas para golpearse de manera ritual; yo les miraba casi siempre desde la vereda si era en el parque o desde la cama, si estábamos en casa.

El jardín de infantes es un recuerdo borroso: lo único que aún llama mi atención es el papel brillante de colores que la profesora nos exigía utilizar para hacer bolitas con goma, que empleábamos para hacer otros dibujos (me parecía algo tonto: el papel era muy bello). Sucedió entonces: un día me quedé dormido en clase. Mi hermano fue por mí para llevarme a casa.

A papá le encantaban las motos: siempre lo recuerdo como un campeón de motocross. Muchos años después supe que solo en una ocasión gano el primer lugar de una competencia, dónde se ganó una refri premio. Solía llevarme a su trabajo, y otra cosa que recuerdo ahora que ando nostálgico eran esas computadoras monocromáticas que parecían tener unas pantallas repletas de letras verdes y brillantes. Nunca pude contemplar las súper compus estilo Batman que funcionaban con tarjetas y traían esas cintas que nunca supe pa´que chucha servían. Sólo veo en mi mente las tres motocicletas que el Jorge, mi papá, utilizaba durante la semana: una moto blanca que tenía un hueco cubierto con masilla cerca del motor (su moto oficial), una Vespa que el banco le proporcionó para su trabajo de mensajero y otra moto negra que creo, era de mi tío Germán, mecánico automotriz y el más próspero de los hermanos Navarrete.

Papá se fue un día: recuerdo que cada noche me lo imaginaba con gafas y bufanda al puro estilo del Barón Rojo, a bordo de un avión de esos de la Primera Guerra Mundial. Trataba de construir lo más que podía el hangar donde guardaba cada noche su nave, luego de pasarse el día entero vigilando que no entren aviones peruanos a nuestro territorio (en esos días no nos llevábamos bien con el Perú, y cada país necesita de vez en cuando alguien con quien pelear).

Un día volví a verle: Mis abuelos tenían una tienda de víveres frente a la única calle del pueblo de mis antepasados, y por lo tanto, siempre había que tomar las provisiones de los acreedores. Papá traía una camiseta roja de Coca-Cola (la referencia se hace necesaria para aclarar el contexto), y antes de irse había pedido una quesadilla que se llevó a la boca con agrado.

—¡Hola papá! —le grité emocionado. Habían pasado semanas desde la última vez que nos vimos. Me mostró una agradable sonrisa y nada más.

—Papi, ¡qué tal te fue? ¡Qué me trajiste! (los niños de todas las épocas siempre han sido tan interesados... eso de su inocencia es algo que debería debatirse con mayor profundidad), ¡Ojalá sean otros legos!

Papá se había ido; el camión le esperaba. Supuse que había conseguido otro trabajo, aunque admito que también me desilusionó que ya no anduviera más en la moto. Unos días más tarde, mis hermanos y yo regresamos a Quito.

De vuelta en casa, le pregunté a mamá: —¿Mami, porqué mi papi no me dijo nada en Koyagal y por qué no está aquí? —concluí mojigátamente (en realidad estaba enfadado, porque no me había dado ningún regalo).

Mamá respiró, serena.

—No era el Jorge; Tu papá se fue al cielo.

viernes, 24 de octubre de 2008

Sole


Entre un sueño y
el insomnio,
entre el recuerdo
y el porvenir,
entre el mar y
el cielo.
Mis pensamientos
y mi corazón
son suyos.