miércoles, 7 de septiembre de 2011

El objeto de mis sueños

Muchas cosas han cambiado desde entonces; ya no soy aquel niño de mejillas coloradas y ojos enormes, tampoco ese mismo niño de camiseta de rayas oculta bajo un overol casi rosado. Hace mucho que la litera donde dormía junto con mis ñaños fue vendida -quien sabe a quién- e incluso la casa donde habitábamos, probablemente ya no sea la misma tampoco. Sin embargo, hay un sueño que siempre recuerdo, quizás el primero, no sé si el último. Solía aparecer un lápiz entre mis manos, era rojo y negro, estaba en la cama más alta de la litera y siempre deseaba tener tiempo para despertar, quedarme con el lápiz y saltar hasta el píso par dibujar. No importaba si había una hoja de papel cerca; las paredes eran un sitio ideal, así como los ahora viejos libros de texto de mamá. Incluso, en el espaldar de la cama donde dormían mis padres, había una almohadilla de poliester, tan roja, que simplemente era imposible resistirse a rayar sobre ella.
Un día, le escuché decir a mamá que sí bebías mucho café no podrías dormir. Pensé entonces que, sí me quedaba despierto, a lo mejor el lápiz llegaría por si solo desde esa dimensión fantasma, y de este modo podría asegurarme de quedarmelo entre las manos. Más o menos como la historia de Papá Noel, a quien por cierto, jamás pude conocer. Es más, ni siquiera tenía idea de lo que era la navidad, salvo por un bebé de plástico que un día vi en una funda de caramelos de mi hermano mayor. Volviendo a esa noche, en que por fin pude mantenerme desvelado, el ruido del televisor del cuarto de mis padres no dejaba de escucharse. Pensé entonces que, si apagaba la tele, el lápiz llegaría hasta mis manos, en el más sigiloso de los silencios.

Cuando creces, al fin te das cuenta de porque los adultos en ocasiones te querían muy pero muy lejos; ese día, simplemente, escuché un portazo casi en mis narices. Confundido -más bien irritado- fui hasta la salita, en donde solía jugar con los cojines de los muebles a construir casas. Esa noche, soñé que un lápiz rojo y negro había llegado hasta mis manos. Cuando lo sentí, apreté el puño tan fuerte, que creo que me lastimé con las uñas. Al día siguiente, vi por primera vez a mi padre llevar algo que con el tiempo supe que se llamaba corbata, y a mi hermano colocarse un suéter de color azul, una camisa blanca y un pantalón gris. Por su parte, mamá me hizo despertar más temprano que de costumbre, y me colocó un saco obscuro que solía llevar mi hermano mayor. Ese sería mi primer día en el jardín de infantes.

Ha pasado el tiempo y he tenido lápices de todos los tamaños y colores; he perdido varios de ellos, a otros los he roto con los dientes. Hubo otros que presté y no regresaron jamás a mí, y otros que simplemente extravié entre otras cosas. Ya no soy el niño de mejillas coloradas y ojos enormes; muchas cosas han cambiado desde entonces.

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