jueves, 6 de junio de 2019

El predicador

Solía verle de tarde en tarde en la Plaza Grande, junto a la Catedral del Gallo; a veces un par de curiosos le prestaban atención. Llevaba un altavoz y una biblia; anunciaba el fin del mundo desde que yo aguardaba por terminar el colegio, ingresar a la universidad e irme del país. Con los años se le sumaron otros predicadores, menos exitosos, así como vendedores de chicles, audífonos, cables de celular y otras chucherías. También se le sumaron otros ancianos, fanáticos de Rafael Correa que lo vieron alguna vez desde el balcón de Carondelet y ahora vociferaban «Judas» a su sucesor, personas que reclamaban por sus desaparecidos e incluso una mujer, que aseguraba ser la heredera de la familia más archimultimillonaria de Quito.

Un día, por morbosa curiosidad, decidí perseguir al predicador luego de su quizá infructuosa jornada por salvar almas del infierno. Bajó por la Venezuela tres cuadras hasta la Plaza 24 de Mayo. Creí que iría con alguna prostituta, pero se metió en una casa amarilla. De pronto sentí un tremendo escalofrío. Mientras miraba a una puta de aspecto bastante mayor, discutiendo con quien al parecer era su proxeneta, se me bajó la presión; entonces unas luces blancas como de ovnis se apoderaron del paisaje, seguidas de un sacudón oscuro que de repente, me hicieron creer que recién me levantaba de la cama y que todo había sido un sueño.

Entre el negro lienzo de mi cabeza escuché una tosca voz femenina; era la mujer de hace un momento, preguntándome si estaba bien. Un poco asustado, me levanté de inmediato para emprender la huida, pero enseguida noté que tenía sangre en la oreja.

—Joven, parece que se rompió la cabeza. Venga, le llevo a que por lo menos le pongan alcohol.

Tanta cortesía me parecía sospechosa.

—Gracias, no importa, ya me consigo algo en la farmacia —respondí, mientras me preparaba a correr otra vez—. Sin embargo, sentía el cuerpo amortiguado y me costaba permanecer de pie.

Retraído y todo, logré volver a la Plaza Grande; las personas, que hace rato parecían no darme importancia, empezaron de pronto a mirarme con cierto escozor. Supuse que la gente se hacía demasiado lío por apenas unas gotas de sangre; sin embargo, otro repentino dolor de cabeza volvió a pincharme en lo más profundo, como si intentara sustraer por la fuerza mi masa encefálica. Sentí mucho miedo entonces. Empecé a creer que quizás eso del fin del mundo era cierto. Me senté por un momento en una de las bancas del parque.

Mi esposa estaba en su trabajo y no quise interrumpirla; hace pocos días volvió a laborar, y no creí que a sus nuevos jefes les hiciera gracia que pidiera permiso tan pronto. Mis padres y hermanos viven en otra ciudad, y no creí que pudieran teletransportarse hasta la Plaza Grande. En cuanto intenté llamar al 911, descubrí que mi celular estaba sin batería. Decidí esperar al menos que me pasara el hormigueo en brazos y piernas para volver a andar.

Entonces ocurrió lo inesperado: el predicador se acercó hacia mí. Me preguntó qué había ocurrido; enseguida, llamó a una persona cuyo nombre no recuerdo, que a su vez llamó a un agente metropolitano, quien se quedó conmigo hasta que llegó una enfermera con alcohol y gasas. Después me subieron en una patrulla y condujeron hasta el centro de salud del Centro Histórico.

Durante varias semanas tuve miedo de regresar por Carondelet. De repente, cierta superstición se apoderó de mí y me hizo creer que todo eso me había ocurrido por descreer de quienes creen. En casa, mi esposa llegó incluso a suponer que ese día había ido a buscar prostitutas. Cada vez que volvía a contarle al detalle lo sucedido, ella se convencía más de que le estaba mintiendo, y que seguramente fui asaltado por buscar lo que no se me había perdido.

Meses después, un trámite en el Municipio me obligó a regresar a la Plaza Grande y volví a ver al predicador. Por un instante me sentí en la obligación de acercarme a él y darle las gracias por haberme pedido ayuda. Sin embargo, la suspicacia y cierta vergüenza me impidieron hacerlo. Entonces, se me ocurrió lo que consideré la mejor idea posible: regalarle una biblia nueva, pues noté que la que traía estaba vieja y desgastada. Una hora más tarde, me acerqué finalmente a él.

—Gracias, de no ser por usted, no sé que hubiese pasado conmigo ese día.
—¿Quién es usted?
—Soy yo, el de la cabeza rota de la otra vez, ¿no se acuerda?
—¡IMPÍOS, IMPÍOS, YO ME ASEGURARÉ DE QUE ARDAN EN EL INFIERNO JUNTO A LA TENTACIÓN Y A LA CONCUPISCENCIA! —recitó de inmediato, marchándose sin siquiera darme tiempo de ofrecerle la biblia nueva que había comprado para él.

Pensé entonces que se trataba de un loco más, de esos que abundan en el Centro de Quito: almas perdidas en una ciudad que siempre aparentó ser franciscana, pero que siempre vivió los deleites del pecado del mismo modo que saboreaba las golosinas. Curado por fin del golpe en la cabeza y atenuada la cicatriz, por un tiempo intenté encontrar en aquella flamante biblia la cita que el predicador pronunció al verme otra vez. Nunca encontré el pasaje, por lo que deduje eran frases inventadas para llamar la atención. Después de todo, seguro era un vago o un actor, que ejercía una rutina diaria a cambio de unas monedas para comer.

La biblia finalmente terminó por causarme de nuevo una extraña sensación de malestar, que no pude evitar relacionar con el día en que me partí la cabeza en la 24 de Mayo, y a diferencia del Juan Dahlmann de Borges que se atrevió a releer el ejemplar de Las Mil y Una Noches, decidí quemar mi nuevo y antiguo Testamento para que ningún rastro de ellos, nunca más, me recordara ese día en que pude haberme desangrado frente a las narizotas del presidente de la República en la Plaza Grande.

Al día siguiente, un domingo, resuelto a seguir con mi vida y simular que nada había pasado, agarré la bici y me dirigí hacia el centro. En la calle Venezuela, donde se forma una pendiente, olvidé apretar bien los frenos y en cierta parte perdí el equilibrio y caí. Volví a sentir temor de quedar inconsciente otra vez, pero a pesar del raspón en la pierna, me sentía lúcido. «No hay nada que temer, todo está bien» pensé. Entonces, volví a ver al predicador, con la cara llena de hollín y una biblia quemada entre sus manos.

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