sábado, 9 de marzo de 2019

Mariana

Cada vez que pronuncio su nombre, no puedo dejar de recordar la leyenda de Mariana de Jesús, aquella que dice que «el país no se acabará por algún terremoto, sino por los malos gobiernos». Se me hacía un nombre tan clerical, como de monja; supongo tuvo que ver también el personaje de la novela A la Costa de Luis A. Martínez, Mariana, interpretado por Verónica Noboa, quien pese a tener senos pequeños, tenía un aire muy sensual.

Todo empezó a unos meses de abrir mi cuenta de Instagram; un grupo de fotos de aficionados a Star Wars, la saga más geek del universo, captó mi atención. Era un muñeco stormtrooper sobre una roca; me pareció una composición genial. Miré entonces a su autora: llevaba el cabello negro corto, como emulando a la chica del video de Pearl Jam, "Do the evolution". Supuse era un cuadro como los del Andy Warhol, en una ciudad distante para él, en una época extraña, en un multicolor andino.

La gente hoy emplea filtros para todo, desde caras de perros en Snapchat hasta cejas dibujadas sobre gorras de color fucsia, pasando por rodillas que algunas chicas hacen pasar por senos. Por un momento temí que Mariana fuera un producto de mi imaginación, quizás un proyecto de personaje de ficción basado en la malograda Mariana de Jesús y a la vez en la sensual Mariana de A la Costa. Por eso, la tarde en que la vi por primera vez, el mismo día que en Quito habría un festival de luces de colores mientras iba a la farmacia a comprar una medicina para mi gata, me costó creer que fuera real.

Ya en confianza, una tarde quedamos vernos en el parque María Angula (el nombre es un alias del parque Navarro de La Floresta) para salir a tripear. Esa tarde andaba chiro; descaradamente hice que ella me invitara el plato de tripas.

—Cuando te conocí pensé que no eras real —manifesté con la boca llena.
—Jajaja —respondió austeramente.

Volví a verla en otra ocasión, durante un partido del Deportivo Quito. Conocí a su hijo, a quien le compró una camiseta para obligarlo a entrar en nuestra onda. «¡Hinchada! ¡hinchada! ¡hinchada hay una sola! ¡hinchada hay una sola y las demás son hijueputas!... Yo te quiero AKD, a vos te quiero, vos sos, mi vida... siempre te voy a a alentar». Un hincha viejo sentado junto a nosotros creyó que éramos esposos; decidimos no sacarle de su ficción. Al final, el Quito había ganado por dos a cero. Volvimos a quedar para otra tripa.

—¿Nos veremos siempre tras una cortina azul de humo? —le dije, intentando una ñoña metáfora del asadero de chinchulines. —Ni siquiera me respondió.
Meses más tarde, a unos días del año nuevo, compartimos fotos del Almanaque de Murray y Lahmann, suponiendo que éramos los únicos que todavía lo compraban.

Dónde esté, que la fuerza la acompañe.

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