jueves, 16 de julio de 2015

Koyagal


Nuestros ojos se encontraron
un día sin pensarlo.
El viento soplaba las espigas
a lo lejos.
Una inmensa nube gris nos miraba.
La lluvia dejó un rastro de lodo
donde hundimos nuestros pies.
Sus voces nos hablan pero
no nos importa.
Solo queremos escuchar
nuestro corazón.
La sangre nos reclama,
pero preferimos sentirla
hirviendo.



Desde que papá murió, no he vuelto a Koyagal, su pueblo natal. Recuerdo algunas cosas: que el sitio ni siquiera aparecía en el mapa, que los atardeceres eran como un monstruo de niebla devorando las espigas de trigo; que un rebaño de cabras y de cerdos eran a veces las únicas aves en el horizonte; que las únicas flores crecían en las paredes, y no en el suelo, en donde en su lugar crecían diminutas manzanitas; que luego de las cosechas, los abuelos solían armar pequeñas colinas con los tallos que quedaban, donde simulábamos construir iglúes equinocciales, antes de las llamaradas nocturnas con que solían invocar al dios sol de las antiguas collas (de donde supuestamente deriva el nombre del pueblo). Era un sitio tan frío, que cada noche de vacaciones o feriado que pasaba allí, siempre me orinaba en la cama, de manera tan frecuente que hasta empecé a desarrollar una técnica para secar las sábanas, sin que mis tías, que al día siguiente me jalaban de las orejas o me gritaban, se dieran cuenta.

Recuerdo los ventarrones en el verano, y con ellos a mis primos Jorge, Vero y Adriana. Adriana, a quien asesiné tres veces, la primera, ese día en que cansado de su llanto, decidí encerrarla en un cartón y arrojarla por una de las quebradas, donde quedaba la escuela; la segunda, cuando harto de su presencia le arrojé tantas piedras, como estrellas en el cielo, y la tercera, en esta ocasión, en que volveré para despedirme de mi abuelo.

Mis primos, y aquellos que les siguieron después, habían entablado una especie de alianza con ese lugar; no lograba entender su fascinación por ese sitio, ni lograba imaginar la infancia de mi padre, ahora tan distante de mí, ni su adolescencia, cuando dejó la casa de mis abuelos en una de las primeras motocicletas que llegaron hasta ese sitio perdido del país, que sin embargo geográficamente (como descubrí años después) era parte del cantón Quito.

Tengo ya más de 30, y es enero. El sol y el aspecto lúgubre de varias casas de adobe, ahora abandonadas por varios migrantes que ahora residen en España, pronto me hacen olvidar la visión romántica que tenía de la fogata y el cometa. El abuelo está muriendo; pero mientras muere, la vida florece en mis nuevos primos, unos niños todavía, varios de ellos venidos también de España a vacaciones, unos extraños que hablán una lengua lejana llamada catalán. Y la abuela, preparando colada en el ya cansado fogón, y los estantes descoloridos de la tienda de víveres del otro lado del dormitorio general, que por muchos años fue el único centro de abasto de Koyagal.

Pronto me aburro, tomo el auto y me dirijo a la colina del pueblo, un sitio conocido como Cochabamba, adornado por una casa de ensueño ubicada en el centro del lugar y bordeada por siete árboles, postal que siempre me hizo suponer que todos los cuadros con una casa en una colina que decoraban las casas, eran una foto de Koyagal. De pronto descubro que Sofía, una de mis primas pequeñas, se ha escondido detrás del auto, y que deberé llevarla de vuelta a casa.

Hace unos días se celebró la Fiesta del Niño, ocasión en que los nobles habitantes del pueblo juegan ecuavolley, compiten en caballos y cantan. Dicen en mi familia que tía Silvia siempre destacó por su extraordinaria voz; jamás le he escuchado cantar. Sofía empieza a llorar y a decir algo en catalán. Pobre. Debe sentirse como pez fuera del agua. Sin embargo, no parece tener problema para ensuciarse mientras juega con mis otras primas y otras niñas del pueblo; de hecho lleva ahora mismo el vestido y la cara sucia, con esos ojos claros de casi todas las mujeres de la familia, que me recuerdan también a los de Adriana, a quien asesinaré esta tarde, sin que los demás se den cuenta. Espero no haber efectuado un monólogo mientras conducía.

-¿Por qué hablabas solo?- dice de pronto Sofía. Resultó bilingüe.

-Solo cantaba una canción- le respondo de manera un tanto brusca.

-¿Qué es matar?- continúa.

-Es agarrarse de las matas de los árboles, como las del árbol lechero de la casa de la abuela- le digo con frialdad.

Ni los pueblos ni los asesinos son como los pintan. Koyagal es una especie de aldea, en una calle, sobre una quebrada. Hace poco han inaugurado un cementerio cerca. Supongo que de haber existido en el momento en que mi padre murió, le habrían dejado allí. Imagino que el abuelo tampoco descansará en ese sitio, porque seguro le dejarán en la urna familiar del cementerio en Quito. En la cocina, las tías preparan comida, mientras conversan de sus hijos, de sus impresiones de Europa y de los contrastes entre Quito y Madrid. En el patio, los niños corretean y chatean con sus celulares. Los primos más grandes fuman en una de las bancas.

-¿Por qué no has vuelto al pueblo Davicho- me dice mi primo mayor Paco.

No sólo no le contesto, sino que me quedo mirando fijamente un auto en donde llega Adriana junto a su esposo. Lleva en su cara los mismos ojos claros de Sofía, y los de la Adriana niña a quien asesiné dos veces en el pasado, cuando la arrojé por la quebrada, y cuando la envolví en una lluvia de piedras. Por alguna extraña razón, siento que es hermosa y que ya no quiero matarla. Ahora quien quiere morir soy yo.

a Alisson

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