miércoles, 6 de julio de 2011

Yoko

A veces, cuando imagino el desierto, no puedo evitar sentir asfixia.

Me pregunto cómo un espejismo puede ser la disociación del horizonte; mientras trago el polvo proveniente de miles de kilómetros de distancia, no puedo evitar volver a dividirme e imaginar como sería caminar sobre la luna sin gravedad.

Esa terrible tarde, cuando sentí que corría contra mi alma para evitar que el corazón se detenga, una sombrilla caminaba bajo una persona invisible.

Se te caerán los ojos fue lo único que alcancé a escuchar.

¿Cómo te llamas? pregunté, casi inconsciente por la sed.

El sonido del viento era lo único que podía escuchar.

Yoko respondió su voz, que parecía el eco de un sueño lejano.

Luego de brindarme un poco de agua, Yoko me mostró la única cosa real que podía mirar en aquel lugar además de la arena: un rastro de huellas humanas.

¿Podré llegar al mar desde aquí? le pregunté, mientras sentía un extraño ardor dentro de la garganta.

Caminamos. Caminamos sin parar. Proseguimos. Caminamos. Cada vez que trataba de decir algo, sentía que mi voz era más como un eco.

La carraspera iba empeorando. Intentaba cantar, pero elevar las cuerdas bucales era una tortura china. Yoko continuaba sin mostrar el rostro, bajo la sombrilla.

En medio de la arena, una tormenta se aproximaba. A veces creo que las nubes del cielo son la pincelada caprichosa de un artista que experimenta con nosotros, como si un enorme vaso de cerveza hubiese colocado una semilla que agita sin parar. A veces quisiera que la lluvia fuera de gotas de cerveza y el mar un enorme océano de vino. Me pregunto porqué el big bang no lo decidió así.

La noche se aproxima y seguimos sin llegar a ningún lado. De repente, siento deseos de arrebatar la sombrilla de Yoko, que sostiene con firmeza. Espero que duerma, pero no se ha rendido. Continúa parada, mirando hacia la nada.

Quisiera que el sueño terminara con esta pesadilla. Pero es inútil dormir. El pecho me arde mucho más, y mi voz cada vez es más baja. Creo que perderé la voz. Quiero hacer a Yoko una última pregunta. Espero que no sea tarde. Pero el pecho no resiste. Ya no puedo decir nada. Es hora de arriesgarlo todo. Me acerco a Yoko sigilosamente, y le arrebato la sombrilla. Al mirar sus ojos, miro un pozo obscuro en cada uno de ellos. Al sumergirme, solo escucho su voz, como un eco mortal, como un lazo invisible que se rompe mientras me arrojo al vacío.

Se te caerán los ojos fue lo último que alcancé a escuchar.

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