miércoles, 13 de julio de 2011

Tod


El día en que Marta se marchó, el clima de la ciudad era tan impredecible como mi carácter. La fría mañana daba paso a intervalos a un sol mordaz; mi declaración de impuestos aguardaba en un frío cajón, junto a varias envolturas de chicles y recibos que no servirían para nada, ya que estaban a nombre de consumidor final. La idea de la prisión, a ratos, era alivio y a la vez pesadilla. Aquellos días de verano tan singular la casa estaba llena; mamá había vuelto de Europa junto con mi hermano menor y sus costumbres casi europeas. Mi hermano mayor, quien estaba refaccionando su casa, también se mudó junto con su pequeña hija; hacían ya varios meses desde su divorcio, y era la primera vez en mucho tiempo que veía a mi sobrina.

Una amiga proveniente de México, Soledad, quien ganó una beca para estudiar Sociología en el país azteca, había quebrantado el habitual tedio de nuestras vacaciones, al volver a casa. Debido a mi falta de disciplina tributaria y a mi poca devoción por el ahorro, me encontraba en búsqueda de empleo. El novio de Soledad, Darío, quien quedó fascinado por nuestras Pilsener, decidió organizar un paseo para conocer los lugares más entretenidos de Quito. Guillermo e Iván, siempre animosos, decidieron secundarlos. Por mi parte, desistí de ir. Claro, a Soledad no le hizo gracia; no es que fuésemos amigos: Iván nos había presentado un par de años atrás, cuando coincidimos en un bar de La Ronda, barrio bohemio de Quito, tontódromo del siglo XXI construido durante el siglo XVIII. Esa noche el tecno nos impedía escuchar nuestra interesante conversación, que incluía desde como se preparan los tacos y enchiladas hasta la nostalgia por las aulas escolares, a las que siempre detesté.

El punto, es que aquella tarde de sol, mientras nos dirigíamos hacia la Mitad del Mundo, decidí arrojarme del auto en el que íbamos juntos. Guillermo desde luego detuvo el carro, en mitad de la vía, ante la mirada asustada pero burlona de Sebastián, amigo íntimo de Sole, quien miraba siempre de modo extraño a Darío.

Chucha, deja de hacerte el rogado dijo la Sole, según relató Iván días más tarde.

No podía escuchar nada. No sentí la voz de Sole; solo recuerdo que di media vuelta y empecé a correr, y que el asfalto, que se desvanecía entre el fétido vapor proveniente de huesos de dinosaurios muertos hace miles de años, de pronto se vio empañado por cientos y miles de pequeñas gotas de agua que se irían también en un momento. Desde que salimos del centro de la ciudad, sentía una gran molestia en el lado izquierdo del pantalón. El día en que Marta se marchó, recuerdo que desprendió la etiqueta de una botella de Pílsener que nos hizo firmar a todos. Cuando fue mi turno, dibujé una mariposa cuyas alas se estaban quemando; Viviana, una amiga en común que solía besarse a escondidas con Marta, orgullosa de haber aprendido alemán en el colegio, escribió con un esfero rosado de gel la palabra Tod, que alguna vez miré en uno de mis libros de Jorge Luis Borges, que si mas no recuerdo se lo presté a Carlos, a quien no volví a ver jamás, al igual que a Marta y  a Soledad, quien regresó a México a fines de mes con Darío, y a cuya despedida decidí no asistir por considerarlo un protocolo absurdo y patético.

La fatiga suele provocar sueño, pero en medio de la autopista la idea de recostarse no era una buena idea. Mientras caminaba, cada vez más lento, casi sin esperanza de llegar a casa, pensaba en Carlos, Viviana, Iván, Guillermo, Soledad; pensaba en Marta, en las veces que hablar fue inútil; pensaba en mi casa, en la casa que en realidad era de mi madre pero que todos creían mía, en la bulla de las mañanas llamando al desayuno, en mi sobrina quien rayaba las paredes, en mi hermano y su copete de gel, en mi hermano mayor y su traje. Pensaba en la cárcel, en los documentales sobre las condiciones inmundas de sus pabellones, en los negros e indígenas que en su interior eran mayoría pero que en el resto del país eran minoría, pensaba en las aulas que a veces también eran como una prisión, pensaba en los pasillos, en el frío mármol de las escaleras, pensaba aquella noche cuando perseguí a Marta, en su silencio, en mi silencio, en el sonido de su cabeza estrellándose contra el mármol, en su sangre vinotinto, en la copa de vinotinto que una vez bebimos juntos, en la tinta de los esferos con que inmortalizamos aquella tarde de alcohol sobre esa etiqueta de Pílsener, con la que ahora intento construir una mariposa de origami.

La noche en que Soledad se fue, estaba bajo las cobijas, sintiendo un acogedor calor mientras el diablo se casaba fuera de mi casa. El celeste cielo del lado oeste de la ventana no es como el gris del lado este. A veces pienso que bajo el cielo azul Soledad y Darío estarán refrescándose con una botella de tequila; en este momento siento que Marta se desvanece sobre el asfalto, convertida en lluvia ácida.

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