Los colores oscurecen bajo un sol
paradójico que se atreve a calcinar
los intelectos.
Aquél tren de medianoche se
estacionó en medio del parque.
Los chicos deambulan,
caminan junto a nadie;
unas palabras de messenger
me hablan del fin de los tiempos
mientras contemplo una botella
vacía de plástico.
Los textos se convierten en líquidos
amargos de incertidumbres,
el cadáver de un pájaro me recuerda
cuan susceptible es el mundo.
martes, 28 de julio de 2009
viernes, 10 de julio de 2009
Sandmann

Descubrí a Sandmann una tarde, mientras veía Good Bye Lenin! (un film devenido de la Ostalgie).
El imaginar la infancia de los niños de la extinta República Democrática Alemana inevitablemente me traslada a mi propia infancia, plantado frente a un televisor en blanco y negro mirando al Topo Giggio pidiéndome de forma inútil que me vaya a dormir. Sin embargo, los contextos debieron ser distintos.
Cuando chicos, el hablar de comunismo era remontarse a Cuba y a compararnos siempre con cualquier país, llegando a la siempre triste conclusión de que el Ecuador estaba a la cola de todos. En el fondo de mi corazón siempre creí que éramos mejor que el Perú (No era acaso el enemigo que el sistema educativo y cívico nos enseñaba para justificar un patriotismo forzado?), sin embargo, el concepto de la patria chica era mayor: en el fondo, quienes dominaban e imponían sus conciencias sobre la nuestra insistían en que para ser grande no bastaba el corazón, sino la fuerza física.
En fin. Volviendo a Sandmann, hay una escena de esa peli donde lo conocí que es causa de un dolor ajeno: cuando Alex visita a su padre en el lado occidental de Berlin, y conoce a sus nuevos hermanos, quienes durante una fiesta están en la sala mirando televisión. Alex se presenta ante ellos, quienes al ver al muppet dicen ¡Es un astronauta!, a lo que Alex responde "De donde vengo, les dicen cosmonautas" (obviamente el diálogo transcurre en alemán). Y de donde vienes? le preguntan los chicos, a lo que Alex concluye: "De otro país".
martes, 16 de junio de 2009
El oso

Fue una noche de 1999: estaba en sexto curso, tendido sobre la cama, pensando en la quinta pata del gato y haciendo planes futuros: por aquél entonces había desistido de estudiar Jurisprudencia, y decidí que ingresaría a Ciencias Geográficas y Ambientales, en la Universidad Católica de Quito. Un poco repuesto (y con un peso menos encima) había encendido la radio y sintonizado el extinto programa "Knock Out" de la Hot 106. Pese a escuchar rock, por las noches prefería una programación algo más soft.
Entonces sucedió: un día colocaron una canción titulada El Oso, de Tango Feroz. En este punto del relato debo admitir mi ignorancia: como muchos chicos de por acá, al escuchar "Tango Feroz" pensaba que se trataba de una banda (acá no fue bien difundida la película). Y claro está, los temas más populares de la "banda" Tango Feroz eran Presente y El amor es más fuerte, mismos que eran referentes infaltables en reuniones de amigos, cerveza y también karaokes. Pero con El Oso no pasó lo mismo. Esa fue la única vez que escuché esa canción, misma que gracias a internet ha vuelto a mí diez años más tarde. En ningún canal han pasado la película Tango Feroz: sólo recuerdo un festival en la Casa de la Cultura, hace ocho años, en donde hicieron una muestra de varias películas sobre el rock, que incluían además de Tango Feroz a Rock Star, Casi famosos y algunas otras. A pesar de ello, una vez más, no me di cuenta de eso y fue al fin gracias a Wikipedia que hace un par de años supe que Tango Feroz no era ningún grupo de rock y que se trataba de una peli sobre José Alberto Iglesias, alias "Tanguito".
A veces no comprendo a la industria musical: me pregunto como canciones tan ñoñas como las de Shakira o Juanes son repasadas hasta la naúsea, mientras una canción tan hermosa como "El Oso" pasó desapercibida. Según las biografías que he leído sobre Tanguito, a él le pasó igual: mientras estuvo vivo su música no tuvo el reconocimiento que merecía. Quizás esto sea una maldición del artista en toda su esencia: le pasó a Vincent Van Gogh, probablemente le ocurra a nuestro cantautor Jaime "el chamo" Guevara y a tantos otros. Quizás algunas canciones no deban ser comerciales, quizás sólo deban quedarse en nuestro corazón, como "El Oso", canción que admiro profundamente.
A Marcelo Dance
sábado, 30 de mayo de 2009
Sobre el insomnio

La noche transcurre lentamente,
mientras un perro ladra y escucho pasos
por todas partes.
Mientras intento cerrar los ojos una brisa
tenue lo atraviesa todo;
me pregunto si es la misma brisa atravesando
tu casa mientras Morfeo es el dueño
de tus sueños.
La radio ha perdido la frecuencia,
los seres del espacio interfieren la microonda,
invisibles, imperceptibles.
El doppler de una sirena lleva sangre
por nosotros sólo imaginada.
La noche transcurre lentamente,
mientras un perro sigue ladrando y
aún escucho pasos por todas partes.
Mientas sigo intentando cerrar los ojos
una brisa continúa atravesándolo todo...
viernes, 22 de mayo de 2009
Desaparecido

Su nombre nunca estuvo en un tarro de leche o revista; esas cosas no se hacen acá.
Eran las seis de la tarde de un domingo cualquiera: empezaba a oscurecer, y su padre, que acababa de reponerse de la resaca, estaba más fúrico que nunca. Afuera los chicos no se cansaban de jugar a la pelota; la madre estaba de visita en casa de una vecina.
Luis era el mayor de los tres hermanos. Galo tenía ocho años, y todavía no podía limpiarse los mocos. Anita era tan chica que aún dependía de los brazos de doña Charo, la mamá. Esa tarde el Galo tenía hambre; en la cocina había una olla de esa fea sopa que todos detestaban, y una sartén llena de arroz mezclado con fréjol. Al Galo se le hacía agua la boca. Luis era bastante activo: ese domingo no paraba de jugar desde el mediodía. Al Galo no le gustaba ejercitarse: la tele Sanyo de blanco y negro fue siempre su mejor amiga. Hacía varias semanas que don Jaime había empeñado la tele; fue de ese modo que Galo, enemigo de la actividad física y pequeño misántropo, adoptó la afición de revisar periódicos. Don Jaime gustaba mucho del diario Extra: siempre se sacaba los periódicos de la cooperativa de transporte, para cuyo bus No. 13 trabajaba de cobrador.
Desde el jueves anterior a ese domingo, el Galo estaba impresionado con la noticia de tres chicos que escaparon de su casa en Riobamba (Chimborazo), y que fueron hallados por la Policía. Lejos de causarle miedo, esta aventura un tanto peculiar le causó mucha curiosidad. Galo quería mucho a su ñaño Luis: este siempre le regalaba pequeños pastelitos o alguna golosina durante el recreo, y le defendía de los abusivos que, en lugar de extorsionar a otros niños más ricos, le tenían vistas las webas. Sin embargo, odiaba a Anita, la bebé de la casa. Le parecía muy llorona y quejumbrosa: un día, la había encerrado en un cartón durante horas, lo que le hizo a acreedor de una memorable paliza. De nadie sirvió que el Luis le defendiera: este también recibió un fuetazo por metiche.
Esa tarde, inexplicablemente serena, Galo pensó que sería grandioso desaparecer por un tiempo y salir en los diarios. Era extraño que un chico de esa edad tuviera tal fascinación. No obstante, Galo era muy bueno en Gramática y en Ciencias Sociales a diferencia del pragmático Lucho, quien prefería un poco más las matemáticas y Educación Física. Galo soñaba con ser famoso, y envidiaba a ese otro niño de la escuela que un día apareció en la tele durante una campaña de mingas en los barrios. Pero estos deseos no pasaban de ser sólo eso, deseos; Galo volvió a sentir hambre.
Don Jaime había salido desde el viernes y había vuelto ese domingo a mediodía. Olía a trago barato, y entró gritando. Sin embargo, doña Charo le aguantaba todo, y ese día dejó haciendo la comida y limpiando la casa. Había almorzado con Luis; luego, su hermano se había ido a la cancha a jugar con unos amigos. Galo se quedó revisando un libro cuya tapa decía "Respuesta a Todo".
Luego, sintió hambre. Luego, se comió el arroz, la porción que le tocaba a su padre. Luego, el hombre despertó. Luego, los fuetazos. Luego, el silencio.
Las seis de la tarde se habían esfumado y el Galo no había parado de llorar. Tampoco podía olvidar los epítetos de "tragón" "maricón" ni "majadero" que el papá le había extendido. Esa noche el Luis había preferido no entrometerse. La madre llegó. Ella tampoco quiso acercarse al Galo. El taita chuchaqui, y la bebé que andaba sucia, acapararon toda la atención en un momento. Luego del noticiero, todos fueron a dormir. Galo no podía. Pasó la medianoche. Luego de un repentino despertar, Galo notó que se había meado en la cama. Fue entonces cuando sucedió.
Ese domingo era 16 de agosto de 1987. El 17, la madre tuvo gran angustia. Había denunciado el caso a la Policía; a Luis no paraban de decirle en la escuela que el Galo probablemente se había muerto. Luis tenía once años, y estaba en quinto grado; Galo estaba en segundo.
Veintiún años después, en el ahora más populoso sector de Solanda, un hombre de rasgos adultos se disponía a abrir su tienda. Era don Luis, ahora adulto, esposo y padre. Hace dos años que regresó de España, en donde su templanza hizo que le fuera bien. Con el dinero ahorrado puso un micromercado, muy bien surtido, y lleno de clientes, pese a todas las crisis habidas y por haber. Ahora tenía una niña, Sandrita, y en el local sonaba una canción de reguetón. Fue entonces cuando un hombre de aspecto familiar llegó al lugar, pidiendo cigarrillos. Luego de pagar algo más de dos dólares, el hombre se había marchado.
Entre 1987 y 2008 habían sucedido muchas cosas. Don Jaime había muerto una tarde de 1994, atropellado por un camión: estaba ebrio, y había subido algunos kilos. Doña Charo había emigrado a España con Anita y Luis, en 1998. A doña Charo no le fue tan mal: el sueldo de doméstica le parecía mucho más alto que lo que ganaba un profesor o ingeniero acá. Anita terminó el colegio en Madrid, sin embargo, se fue a vivir con un chico colombiano que luego de embarazarla se había regresado a su país. Ahora Charo era abuela, y Luis era tío. Pero eso no les molestó para nada. Entre los tres cuidaban mucho a Sebas, el chiquito que había nacido en Europa y que tenía sangre ecuatoriana y colombiana.
Los finales de los ochentas prefirieron olvidarlos. Habían dado por muerto a Galo. La Policía simplemente no pudo darles razón. Al poco tiempo, por sugerencia de Don Jaime (que en paz descanse), decidieron parar con la búsqueda, puesto que no tenían recursos. Aunque ahora la situación había mejorado bastante, tampoco se animaron a reanudar su búsqueda: optaron por dejar el asunto en manos de Dios y cada vez que iban al cementerio de San Diego a visitar la tumba de Jaime Toapanta, siempre dejaban dos ramos de flores, uno para el difunto presente y otro para Galo.
Luis recuerda, que cuando era chico, había supuesto que el Galo había sido secuestrado por extraterrestres. Doña Charo, quien ahora vive en Latacunga (Cotopaxi), su ciudad natal, no quiso hablarnos al respecto. De regreso en Quito, Sandrita y Sebas juegan en la puerta de la tienda. Ellos, tan chicos, ignoran que tuvieron otro tío. Esa tarde, cuando aquél hombre de aspecto familiar visitó el lugar, ellos dormían en una habitación de la casa que tenía un televisor a color de pantalla plana.
Aquella madrugada de 17 agosto de 1987, Galo había desaparecido en medio de la oscuridad, para siempre.
A Jenny Jumbo
domingo, 3 de mayo de 2009
Nada que contar
A veces el domingo se pierde como la visión panorámica de una ventana empañada por el vapor de algún improvisado guiso para la merienda. A veces ese sueño tan increíble que quisieras registrar en tus memorias dura apenas unos segundos, mientras se desvanece en la rutina del medio día. A veces crees ver estrellas fugaces en el cielo, pero resulta que era tu cabeza en un movimiento exagerado que revoloteaba todo en el firmamento.
A veces simplemente no hay nada que contar.
A veces simplemente no hay nada que contar.
viernes, 24 de abril de 2009
El sueño
viernes, 17 de abril de 2009
CTRL Z

Entre los útiles escolares que siempre llamaron mi atención, están los borradores. Recuerdo a los clásicos "borradores de queso" (borradores blancos), o aquellos bicolor con los que a borrones ocultábamos nuestras imperfecciones escritas con esferos o bolígrafos. Había también de aquellos con formas curiosas, como osos, e incluso aquellos con forma de piezas de Legos. En los lápices HB, que incluyen un miniborrador en la cabecera, siempre terminaban siendo las primeras víctimas de mis dientes; cuando el borrador desaparecía de la cabeza del lápiz, se convertía en un cómodo dispositvo para rascarse la espalda.
Hoy en día, cuando escribimos mucho más en la compu, el borrador ha tomado dos formas: la una a través del DEL (o delete) y la otra, bastante más peculiar, en forma de Control Z (CTRL Z). Me llama la atención mucho más porque constituye ya no sólo un comando para deshacer cosas, sino también para regresar de modo virtual en el tiempo, para corregir los errores recientes y reconstruir todo el mundo desde esa perspectiva del computador.
A veces quisiera poder usar el Ctrl Z fuera de la informática, en la vida tal vez, para corregir fallos y recomponer (o constituír) la tan deseada armonía que constituye el deseo de mi yo, según Freud. La amnesia selectiva quizás sea lo más cercano a este maravilloso comando.
A Saúl Valle
martes, 14 de abril de 2009
El vecino

Regresó una tarde cualquiera; lo único especial de aquél momento era el gris del cielo que tampoco era especial, pues, desde hace dos años que eso era común. Quizás habría sido distinto de ser una tarde soleada.
El punto es, que regresó, sí, Mario, el vecino que había desaparecido hace dos años, había vuelto luego de la ausencia, de la incertidumbre y de las suposiciones más absurdas sobre por ejemplo que fue secuestrado por alienígenas o que fue víctima de algún asesino en serie neofito. Esa tarde se cumplían tres meses desde que bajé al cuarto que el Mario había abandonado para tomar prestada su tele, bueno, en realidad también creí que se había muerto y por lo tanto no tomé prestado su televisor, sino que me había apoderado de ella. No, no piensen que soy alguna especia de cleptomano o abusivo dueño de casa: esto no habría ocurrido si no hubiese sido porque una tarde mi proveedor de televisión por cable me cortó la señal sin una explicación aparente, y cuando revisé la instalación de la antena por accidente rompí el plug. Nada que ver. Fue por eso no más. Pero aparte de eso, también descubrí un montón de revistas deportivas en ediciones especiales dedicadas al Emelec, el club favorito del Mario, y una caja con recortes de fotos de candidatas a reinas de belleza, desde los años ochenta.
El Mario era una persona muy fresca. Era bastante atento, incluso en alguna ocasión que me escuchó quejarme porque no tenía nada que comer, me subió un plato de sopa, que luego de vaciar con mi voraz apetito nunca se lo devolví. Cuando mamá, la verdadera dueña de casa regresó en alguno de sus también contados regresos, el Mario nos ayudó a reparar el medio departamento. Un día hasta se jugó el cuello cuando mamá y yo, par de despistados ambos, olvidamos las llaves dentro; nuestro vecino se subió por la ventana, bajo el riesgo de caerse tres pisos abajo, en donde para colmo había una piedra de lavar tan dura que ya me imaginaba yo la sangre recorriendo ese artificio en donde los demás vecinos suelen lavar sus ropas.
Los amigos del Mario eran muy extraños: siempre supuse que el Mario era homosexual, sin embargo, sus amantes no tenían un buen aspecto. Por el contrario, eran bastante mal encarados, y se me hace que se aprovechaban de lo buena nota que era el Mario para sacarle alguna cosa. Entre sus pertenencias también encontré la foto de un niño, que meses después supe que se trataba de un hijo que tenía en Ventanas (Los Ríos). También encontré la foto de una mujer mayor, que supuse su madre.
Les conté que las tardes se habían vuelto grises, y por ende, el frío se volvió un compañero inseparable de cada noche. Habían pasado dos años exactamente, y decidí quemar las revistas y demás cosas del Mario, suponiendo que, si no había vuelto al menos por sus cosas debido a que ya no tenía para el arriendo, sería porque estaba muerto, o quizás preso en alguna cárcel de la Costa.
Esa mañana estaba leyendo en la sala; de pronto escuché una voz muy familiar desde la calle. Al principio creí que se trataba de alguna alucinación, quizás por lo alto del volúmen de la tele que le robé al Mario. Decidí apagar el televisor. Entonces, alguien llamó a la puerta.
A Eddi Quinto
miércoles, 25 de marzo de 2009
Postal de una fría mañana

A eso de las cinco de la mañana, los pájaros suelen cantar cerca de la casa. Vivo a una cuadra del parque de La Alameda, por lo que presumo que las aves viven cerca de los botes, que, a esas horas, están varados en medio de la oscuridad. No los he visto, pero me han contado que a medianoche, además de delincuentes furtivos, varios gatos hambrientos protagonizan una orgía de sangre invisible. Hasta hace un par de años, el parque estaba en ruinas, y la cantidad de escombros daban la razón a esta improvisada leyenda urbana. Hoy, el parque remodelado, me hace pensar que se trata de una fantasía alimentada por la imaginación de varias mentes golpeadas por el insomnio, como la mía. Sí. Resulta que últimamente, a eso de las cinco de la mañana, ya no puedo dormir.
Un día, aburrido de fracasar en el intento de regresar al sueño, decidí subir a la terraza. En Ecuador casi todos los días del año tienen la misma duración, y si hay diferencias, son muy tenues. Ocasionalmente, como hoy, Quito amanece envuelta en una densa niebla. Como era obvio, y aún a estas horas, el paisaje se encuentra obstruido. En un día normal, desde la terraza puedo ver al Pichincha en casi todo su tamaño. Hoy solo alcanzo a ver algunos árboles; por la mañana ni siquiera alcanzaba a la casa del horrendo de mi vecino, un hombre al que sinceramente detesto, pues, en una ocasión tuvo la desfachatez de reclamarme por un alambre de ropa que colgamos, mientras que el tipo hace unos años, cuando hacía unas reparaciones de su casa, había logrado cuartear una de las paredes de mi cuarto, sin haberse disculpado ni nada. En fin.. Decidí salir a caminar por la ciudad para explorar.
No sé si un día pueda visitar Londres, pero me han contado que es una ciudad bastante nublada. Resulta que Quito hoy no tuvo nada que envidiarle: nunca vi tanta neblina junta, nunca vi las calles llenas de neblina, es decir siempre vi al smog, pero nunca a la neblina, tan cerca del asfalto de la calle, tan cerca de las aceras. Era algo simplemente fantástico. Era como estar en otra ciudad. Mientras divagaba, una señora que empezaba a abrir su negocio, me pidió que le ayude a subir la puerta corrediza de su local. Luego de escuchar un gracias, seguí caminando. Estaba en el sector de La Mariscal, uno de los sectores bohemios de la ciudad, que por la noche está lleno de turistas, bares y agencias de viajes. Continué por la avenida Patria, y subí por la 6 de Diciembre bordeando el parque de El Ejido. Regresé a la Alameda. La niebla empezó a disiparse.
Empezó a llover de nuevo.
lunes, 16 de marzo de 2009
Sólo un momento
Este instante,
mientras tu risa es la que miro
y no la que imaginaré mañana,
mientras transcurre este día que
no tendrá reprisse.
Este momento,
mientras eres tú y no el
futuro recuerdo,
mientras te miro con esos
ojos que no volveré a ver
mañana.
Sólo un momento para
amar que no se repetirá.
Sólo este espacio exclusivo
para el calor.
Mientras escribo estas líneas
es posible que ya sea tarde.
miércoles, 11 de marzo de 2009
martes, 3 de marzo de 2009
Jugando a la guerra desde una burbuja

-No tienes nada que hacer?- me dijo, en voz alta, con un tono que sentí despectivo, imperativo.
Por dentro le mandaba a la mierda: "Txutxa, jódete, no te desquites de tu frustración conmigo" decía en voz alta, eso sí, lejos de esa figura paterna autoritaria, ya que si me escuchaba, de ley me metía mi buena pisa.
Por aquél entonces sonaba un disco de Bon Jovi, mientras mi hermano mayor se acomodaba el cabello lo más parecido que podía a Zack Morris de la serie Salvado por la Campana. Admiraba a mi ñaño: él tenía una facilidad casi mágica para conquistar a las chicas, aptitud que yo no poseía. Mi hermano menor no estaba en casa: se encontraba en su clase de tae kwon do en el colegio.
"Qué webada, mis hermanos son buenos para muchas cosas, el uno es un galán y el otro deportista, y yo que txutxa hago" pensaba. Hacía dos meses ya que el conflicto armado con el Perú había terminado; recuerdo que en la tele los noticieros pasaban escenas en donde los chicos se embarcaban en los buses, dispuestos a ir hacia el Cenepa, dispuestos a la aventura, dispuestos a poner a prueba su vida sin importar el riesgo de la muerte. "Ojalá hubiese tenido edad suficiente" me lamentaba: en ese entonces mi cédula podía delatarme 13 años.
En el colegio los wambras hablaban sobre películas de Stallone, Van Damme y Bruce Willis; yo no era muy popular en mi clase. Tampoco jugaba al fútbol. Tampoco jugaba a la guerra. Algunos años más tarde, entre los muchos libros que siempre estaban de adorno en mi sala y mientras buscaba un billete perdido de 500 sucres que para entonces ya no valía nada, encontré una obra del escritor Stendhal, Rojo y Negro. Nunca fui un lector destacado, pero ese libro de algún modo logró atraparme con su personaje atrapado en el dilema del poder, entre la posibilidad del sacerdocio o de ir a alguna guerra.
Durante la premilitar, y poco antes de la firma de paz entre Fujimori y Mahuad, el entusiasmo entre los chicos era grande: algunos todavía soñaban con ser militares, con vestirse de verde y probar su valor en la frontera. Yo, que siempre fui un televidente asiduo, estaba por aquél entonces conmovido con la teleserie Misión del Deber. De no ser por que siempre me atrajeron los diseños de las enciclopedias, nunca habría entendido Vietnam, ni los Tratados de Versalles, ni las Malvinas, ni Paquisha, ni Tiwintza, ni el Golfo Pérsico. La guerra, en su espectáculo mediático de luces lásers, llevados por cortesía de CNN y Coca-Cola, siempre fue un espectáculo que en nada, ni siquiera en un milímetro, logró acercarse al día en que descubrí que al igual que los cuentos de hadas y las leyendas de patriotismo la guerra de los libros y la tele no es nada, como tampoco lo es la postura de los pacifistas de escritorio o los altruistas huecos. Simplemente, basta con salir a la calle todos los días.
lunes, 23 de febrero de 2009
Carnaval

"Vas escuchando la voz,
del que suspirando canta,
qué bonito es carnaval"
(copla popular guarandeña)
del que suspirando canta,
qué bonito es carnaval"
(copla popular guarandeña)
Anoche no pude dormir por un profundo dolor en mi oído izquierdo: el motivo, un accidente al saltar de la tabla a la piscina en Cununyacu (Pichincha) a donde fui el sábado. Sin embargo, la razón de este post es el carnaval ecuatoriano, que tradicionalmente celebramos lanzándonos agua los unos a los otros, por lo menos acá en Ecuador, práctica que poco a poco se ha ido prohibiendo dada la cantidad de accidentes y el desgaste del líquido vital.
Guaranda en Bolívar y Ambato en Tungurahua son las ciudades con la celebración más concurrida, aunque tampoco se quedan atrás Chimbo (Bolívar) Guamote (Chimborazo) o las playas del litoral, que por estas fechas están a reventar.
Como dato especial, históricamente la ciudad de Ambato ha tenido siempre restringido el juego de carnaval con agua, a diferencia de Guaranda en donde todo el mundo se baña y moja, en una especie de batallas campales espontáneas. Otro detalle relevante es que la ocasión en Ambato se denomina "Fiesta de las flores y las frutas", y que tuvo su origen luego del terremoto de 1949. Respecto a Guaranda, allá se elige al "Taita Carnaval", personaje elegido de entre los ciudadanos más destacados de la ciudad.
En nuestro país se celebran cuatro días de feriado con ocasión de los carnavales. Cuántos días celebran ustedes en sus países?
jueves, 12 de febrero de 2009
Quizás para entonces ya estemos muertos

Entre mis reflexiones aparentemente intrascendentes (de esas que ocurren cuando, en medio de la calle o de la nada te hacen hablar en voz alta y hacen creer al resto que estás loco) recordé una escena de la película Lucas (1986) cuando el chico, interpretado por Corey Haim, le pregunta a Maggie (Kerri Green) con respecto a la visita de las langostas, que visitaban la ciudad cada diecisiete años, Qué pasará cuando ellas[las langostas] vuelvan? a lo que la chica responde "no lo sé" y Lucas replica "Espero que estemos juntos entonces". Bueno, aparte de la película que merece una reflexión aparte, y tomando en cuenta que de 1986 a 1998 pasé la primaria y la secundaria, y que para concluír el siguiente ciclo de visita de estos animales voladores restan seis años, supongo (es obvio) que podrían ocurrir otras tantas cosas, que tal vez ni las imagino.
Se hará realidad el ciclo del calendario Maya que asegura "el final de un ciclo" para el 2012? Clasificará la selección de Ecuador al mundial de Brasil en 2014? (Clasificaremos siquiera a Sudáfrica?) Concluirá Obama su mandato presidencial? Qué nuevos azotes nos deparará el calentamiento global? Cuántos nacerán? Cuántos morirán? Y luego de los diciesiete años próximos, y de los siguientes mil? (al menos me queda la absurda esperanza de que en cinco mil millones de años el sol se hará tan grande que absorberá el planeta, y luego también morirá como una estrella enana).
A propósito, entre las cosas que me inspiraron a escribir al respecto, está el recuerdo de un amigo del colegio fallecido hace casi un año, quién solía decir que "volvería desde el infierno para jalarme de las patas": de eso han transcurrido casi 10 años. No intento hacer una reflexión banal sobre el tiempo y su valor, tampoco sobre la pregunta tan trillada parecida a un drama mocoso, titulada "Qué estoy haciendo con mi vida" ni mucho menos. Tal vez quise dedicarle unas palabras a los recuerdos, no lo sé, a la nostalgia tal vez, o quizás me ha causado alguna sensación rara el ver en Youtube episodios de "Verano del 98" (teleserie argentina que por cierto, acá se pasó inconclusa), o tal vez he sentido cierta envidia del espectacular título del último post de Marcelo Dance denominado "Recuerdos del futuro".
Dónde estaremos cuando las langostas regresen? Quizás para entonces ya estemos muertos.
A José Luis Trujillo
jueves, 29 de enero de 2009
¿Quién tiene la razón?

Realizando un análisis de editoriales de los más grandes medios de comunicación del Ecuador me di cuenta de que todo el mundo reclama mayor libertad de expresión; sin embargo, ese "todo el mundo" tampoco representaba a todo el mundo: por todas partes se exalta a la oposición del oficialismo, y en ningún apartado o "defensor del lector" había un espacio para que alguien del otro bando pudiera defenderse. Ayer, en una de las ediciones de diario El Comercio, en una de esas contadas excepciones en que se publica la opinión de algún lector adverso a la línea editorial del diario, la "nota del editor" no se hizo esperar, resaltando la supuesta "libertad de expresión" en respuesta a una queja sobre una columna del cubano disidente Carlos Alberto Montaner (muy conocido por su oposición al régimen socialista de Fidel Castro).
No soy abogado del presidente Rafael Correa ni militante de Movimiento PAIS, sin embargo, al percibir las contradicciones que editores, columnistas y analistas de coyuntura camuflan tan perfectamente para no decir mucho, uno puede darse cuenta de que ese papel del periodista, tan cuestionado y a la vez tan defendido de "buscar la verdad", no es tal: por el contrario, y en muchos casos, el papel se convierte en un "redefinir la verdad", según tal o cuál sector la necesite.
¿Quién tiene la razón? ¿Será la derecha conservadora y omnipresente o la seudo izquierda dogmática y prorrevolucionaria? ¿Será la centroizquierda socialdemócrata tantas veces silenciada y subestimada o la anarquía que pretende convertirse en fuerza "política" luego de años de apolitismo? ¿Serán el mercado y sus tesis darwinistas y keynesianas que hace mucho desecharon los modelos de estado de bienestar por una mayor acumulación? ¿Serán los chinos, los hindúes, los judios, los musulmanes, los cristianos? ¡Quién tiene la razón!
Mientras conceptos como democracia, libertad de expresión, bienestar social, economía social de mercado y otros tantos sean ambiguos y relativos, el objetivo de la tan anhelada verdad parece estar cada vez más lejos de nuestro alcance.
martes, 20 de enero de 2009
Destroyer

Algo dentro de mí,
fluye fuerte y es gris,
no te siento aquí,
sólo al silencio.
Algo dentro de tí,
es oscuro así,
no consigo dormir,
no es lo que siento.
Ya,
la ciudad ya no,
es una respuesta al dolor
y no,
puede que no,
nada será igual,
nada, no.
Algo dentro de mí,
algo dentró de ti.
Algo cerca de aquí,
sólo el silencio.
Algo dentro de tí,
tenue lluvia de abril,
el recuerdo que no,
regresa nunca.
Algo dentro de mí,
algo inútil al fin,
algo cerca de mí,
es lo que siento.
Algo dentro de tí,
la ausencia al fin,
la respuesta que no,
tiene sentido.
Algo dentro de mí,
algo dentro de tí,
nada, nada así,
sólo el silencio.
martes, 13 de enero de 2009
Martes 13

No, no hablaré sobre algún monstruo al estilo de Freddy Krueger o Jason ni tampoco repetiré el ya conocido refrán que te recomienda no emprender nada en esa fecha. Simplemente quiero compartir una experiencia que me ocurrió durante esta mañana de martes 13 de enero de un año cualquiera.
Llegaba a la Universidad para dictar un taller en la Facultad de Comunicación Social cuando, en medio de mi acostumbrada distracción, escuché el fuerte llanto de un perro. Nunca me agradaron del todo ese tipo de animales; siempre me he sentido más familiarizado con los gatos. Sin embargo, he visto muchos perros, y creo que después de las personas son los seres vivos que más se dejan ver en la ciudad. Estaba justo en el ingreso oeste de la U. Central, la mayor Universidad del Ecuador. Los chicos llegaban apurados a clases: eran las siete y media de la mañana (acá se entra a las siete), por lo que la ansiedad se respiraba en el ambiente y también dentro de los vehículos que, sin ningún tipo de consideración aceleraban al cruzar el control de rutina de la guardia universitaria. "Era una man locaza en un carro plomo" escuché poco después a uno de los muchachos que había presenciado el accidente del infortunado animal.
Ya concentrado en el pequeño perro, cuya raza desconozco pero puedo describir que era uno de aquellos muy peludos y de color gris, lo siguiente que sentí fue un tipo de angustia causado por el agudo lamento de su interior. El perrito daba varias vueltas; entonces empezó a vomitar. "Creo que se va a morir" pensé. El animalito estaba en medio de la vía; de mi lado, unos metros más abajo estaban unos chicos aparentemente sin nada que hacer con varias expresiones: unos tenían cara de asombro, alguno trataba de esconder una carcajada inexplicable. Fue entonces cuando decidí acercarme. "Al menos voy a colocarlo sobre el jardín del otro lado para que muera con algo de dignidad", reflexioné ingenuamente. Entonces apareció alguien: tenía el aspecto de los chicos ecuatorianos que gustan del heavy metal. "¿Vas a acolitar a llevarle al perro? Más acá hay una clínica en la Facultad de Veterinaria" me dijo mientras levantabamos entre los dos al desafortunado perro.
El consultorio veterinario de la Universidad de no se hallaba demasiado lejos. Mientras llevábamos al perro, no decía nada. Por un momento me detuve a examinar sus grandes ojos negros, que bajo ese pelaje abundante brillaban a pesar del dolor.
-"La consulta cuesta seis dólares, ¿alguno de ustedes es el dueño del perrito?" nos dijo la joven practicante encargada del consultorio.
-No, sucede que le acaban de atropellar y decidimos traerle para acá- respondió el chico con quien intentamos socorrer a la criatura.
-"Chuta, le puedo dar desinflamantes y examinar si no tiene otras fracturas, pero no podemos tenerlo acá... pero si quieren asegurarse al menos de que le den hospedaje les recomiendo llevárselo a Protección Animal, que no queda muy lejos de aquí de la Universidad" continuó.
Por fortuna mi nuevo y a la vez desconocido amigo estaba en un vehículo junto a sus compañeros de facultad y trasladamos al perro hasta el Consultorio de Protección Animal Ecuador, ubicado unas calles más abajo de la Facultad de Veterinaria.
Al volver a amarcar al peludito animal, me acordé de todos los perros que alguna vez formaron parte de mi vida: una perrita que vivió con nosotros cuando eramos más chiquitos, otra perrita que encontré bajo un árbol y adopté por un tiempo pero que murió por un descuido mío, y otra perrita arrugada que mamá me obsequió durante la última navidad. Al bajarnos del carro para ingresar al PAE, el perro volvió a chillar con fuerza: una de sus patas estaba sangrando.
Hasta allí llego nuestra travesía. Tuve que seguir mi camino hasta la Facultad, en donde aguardaban mis alumnos del taller. El chico rocker y sus dos amigos se quedaron con el perro en el consultorio. Hoy me he puesto a pensar en lo duro que debe ser vivir no sólo para estas criaturas, sino para todos los seres vivos que se encuentran sólos en tantas circunstancias. No sé que pasará con el perro; me alienta un poco el hecho de que en el consultorio universitario la doctora nos dijo que el animal no tenía un mal aspecto y que parecía que estaba bien alimentado, por lo que posiblemente se trataba de la mascota perdida de alguien. Espero que así sea. Sin embargo, no puedo estar seguro.
Nunca le pregunté cómo se llamaba al chico que me acompañó a llevar al perrito. Supongo que en el dolor los nombres, etiquetas o refranes son lo que menos importa.
martes, 9 de diciembre de 2008
Aquella despedida

En ese instante ignoraba que ese café que bebíamos juntos sería el último. Hacía frío; eran como las seis de la tarde, y debido a mi origen equinoccial, no sabía si aún era de tarde o si ya era de noche. En todo caso no importaba; mañana volvería a casa.
-Quisiera conversar sobre tantas cosas- le decía a mi cabeza. -¿Por qué será que siempre reaccionamos un poco tarde? concluí.
Casi de inmediato recordé todas esas cosas que quise hacer pero de las que sólo me quedaron las ganas: trotar junto al río, caminar a solas por el bosque, caminar sobre el puente. Sólo pude recoger un poco de nieve entre mis manos.
Frente al televisor que estaba apagado, estábamos ella y yo, sin decirnos nada. Las horas transcurrieron. Nunca más nos dijimos nada.
El invierno siguiente supe que su madre había fallecido; hacía tiempo que dudábamos sobre dar un paso hacia adelante. Hace no mucho que decidí dar varios pasos atrás. Ella volvió con su antigua pareja; yo quise volver con la mía pero ya no fue posible.
Hoy hemos charlado por teléfono unas pocas palabras. Algo me advirtió en secreto que ella estaba enferma; me alivia saber que se encuentra reestablecida.
Al volver a hablarnos, la sensación que sentía al charlar con ella ya no fue la misma.
A Leticia
lunes, 8 de diciembre de 2008
El duende

Había una vez un duende que tocaba una guitarra; mientras hablaba con él cada noche, los vecinos murmuraban que estaba loco y que necesitaba de una buena paliza de mi padre para dejar de alucinar. Nunca hablé con los vecinos. Mi padre nunca me llevó al psiquiatra. Una noche, el duende desapareció. Tenía 7 años.
Como en un salto cinematográfico ha pasado medio siglo y me he divorciado un par de veces. Un día, luego de buscar la foto de mi hijo fallecido aquella tarde de otoño que he preferido olvidar, escuché unas notas lejanas. Era el duende; estaba parado junto a la ventana. Quise preguntarle si sabía algo del Jonathan, o si había charlado con mi madre. El duende no dijo una sola palabra. Sólo me hizo una señal, para que lo acompañe.
En medio del parque, aquél místico ser me condujo hasta un árbol que tenía un nombre inscrito con una llave. No lo podía creer; a veces cuando algo fuera de lo común sucede simplemente pasa desapercibido. El duende me entregó la llave, y casi de inmediato regresé a mi casa.
Una vieja y sucia caja de madera aguardaba desde siempre en el fondo de un armario. Junto a la caja encontré un álbum con fotos del Jonathan y de Lucía, mi ex-esposa. Una emoción inexplicable acompañada de un temor profundo hicieron latir mi corazón como nunca. Era un momento solemne. Pero no pude con él.
Mañana abriré la caja.
A Fernanda
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