viernes, 10 de febrero de 2012

París



Desde que terminé la universidad, los viernes por la tarde me resultan aburridos. Ya no tengo a mis amigos, ni a las aulas de clase, ni a los odiosos profesores que un día deseé ya no ver jamás; ahora que lo pienso, también les echo de menos. Fernanda, la única amiga que me quedaba, se ha conseguido un novio y ya no la he visto desde entonces. En el trabajo, el ambiente ya no es el mismo; todos los viernes, a las cinco en punto de la tarde, casi todos vuelan a sus casas, a encontrarse con sus maridos, esposas e hijos.

En una ocasión, decidí romper la rutina y me dirigí desde mi aburridisimo trabajo en el Ministerio del Interior hacia el Palacio Arzobispal, en donde la Fer me recomendó una cafetería de estilo clásico llamada el Querubín. La prohibición de fumar en interiores ya no me afecta; por suerte, he dejado ese hábito, desde que el Gobierno para el que trabajo subió el precio de los cigarrillos. Me acerqué entonces a la única mesa disponible, ubicada en la esquina más profunda del lugar.

De inmediato, una mesera me acercó el menú, emplasticado con una mica que me recordaba las hojas de vida que reviso cada día en mi escritorio. La oferta no era muy variada; además de los típicos canelazos y vinos hervidos de la mesa quiteña, la carta ofrecía varios tipos de café.

―Señorita, ¿En qué consiste el café cortado? ―pregunté a la mesera, quien lucía harta de ese trabajo, además de traer una cara de mal casada.

―Bueno, en realidad es un café pequeño pero concentrado, con un poquito de leche ―respondió.

Mientras me aburría con la descripción del café, noté que detrás de mí estaba colgado un cuadro con la foto del arco del Triunfo, en París.

―¿Y el mocachino, cómo lo sirven?
―Por el momento sólo tenemos el expreso, el americano y el cortado.
―Mierda ―pensé. Si no tienen estas variedades no sé para qué chucha los incluyen en el menú ―dije para mí mismo. Sin embargo, desistí de reclamar; después de todo, la mujer no tenía la culpa de la manera en cómo los dueños del lugar administraban el menú de la cafetería.

Mientras esperaba por mi orden, me preguntaba cómo era posible que un establecimiento del centro de Quito, ubicado en pleno Palacio Arzobispal a unas cuadras del Palacio de Carondelet tuvieran una foto de París. Junto a mí, estaban personas de varios tipos: extranjeros, que probablemente se alistaban para partir al día siguiente a Baños u Otavalo, ecuatorianos con terno y corbata, seguramente empleados del Municipio y de otras entidades del estado, todos eso sí, con un tono prointelectual en sus charlas, comentando de la exquisitez de esta ciudad de mierda y de lo simpático de la arquitectura colonial del centro. En medio de mis divagaciones, un tipo de más o menos cincuenta y pico de años, me preguntó si podía compartir la mesa.

―¡Qué le pasa! ―le contesté. ―¿Acaso no ve que estoy acá precisamente porque busco privacidad?
―Vaya que no tiene modales ―me respondió.
―Bah, ¡es broma! siéntese, es un país libre ―proseguí.

Fuera de todas mis expectativas, el tipo agarró la silla y se sentó. Pidió de inmediato una orden de empanadas con agua aromática caliente.

―París, qué bonita ciudad ―suspiró. Hace diez años que estuve ahí con mi hija.

Además de presuntuoso, ahora resulta que el tipo había viajado por todo el mundo.

―Creo que le he visto en el Ministerio del Interior ―se dirijió hacia mí el hombre que probablemente se subió a la Torre Eiffel con su hija.

Luego de una increíble demora de casi diez minutos, mi cortado llegó por fin, junto con las empanadas y el expreso de mi compañero de mesa.

―¿No gusta una de las empanadas? he pedido dos ―me invitó.
―No, gracias.

Resulta que mi café era en realidad una taza con apariencia de juguete de té. Inconcientemente esperé que la mesera me trajera la Barbie para hacerle compañía.
―Demonios, debí pedir el combo de expreso con empanadas ―medité con frustración.

―Es probable ―respondí, mientras jugaba con mi café. ―Esta ciudad es como un pañuelo de mocos.

―Parece que no disfruta de su café ―me dijo ―¿No los hacen como en Colombia, verdad?

No sé por qué rayos el tipo suponía que había estado en Colombia o que había probado su café. Lo único que conozco de ese país es Ipiales, y por pura casualidad. Desde luego, reconozco que su bebida es de gran sabor y aroma, pero el tipo de por sí ya me estaba hartando.

―Estuve hace un mes en Colombia, mi amigo ―pronunció con gran seguridad. ―En el Instituto Metropolitano de Patrimonio nos enviaron a un Congreso en Bogotá sobre Arquitectura colonial. Las mujeres, desde luego son hermosas; y la cultura es algo que se ve en todas partes.

CHUCHA, LÁRGUESE ENTONCES DE ACÁ, REGRESE A FRANCIA, PIDA SU TRASLADO A COLOMBIA, SIÉNTESE CON ALGUIEN A QUIEN LE IMPORTE SU ESTÚPIDA CHARLA INTELECTUAL, PERO A MÍ YA DÉJEME EN PAZ!!! ―le grité.

La gente regresó a vernos.

Minutos después de que la administradora de la cafetería me pidiera muy cortesmente que abandonara el establecimiento, descubrí que la luna suele posarse junto a las torres de la Basílica del Voto Nacional. Desde luego, el café me supo asqueroso. La próxima vez, espero tener la compañía de una bella mujer al calor de un vino tinto hervido.

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