jueves, 2 de febrero de 2012

Emilia

-Está loca, y un día dominará el mundo- me dijo su prima, mientras la mirábamos ensayar con sus patines desde la tribuna.

Seguramente Emilia no pasaba de los 13 años; su cuerpo pequeño y esbelto destacaba entre el bullicio de las butacas y el motor del vehículo que se encargaba de nivelar la pista de hielo. Llevaba una malla negra, y simulaba correr en un espacio muy pequeño. Una vez que el ruido cedió un poco, el parlante emitió la canción de Celine Dion que se hizo tan popular gracias a una película de Leonardo Di Caprio en donde muere, paradójicamente, congelado.

Por un momento el hombro de la prima de Emilia se convierte en la almohada más cómoda del invierno artificial, y me concentro en los movimientos de aquella artista solitaria, la niña. Recuerdo que el hielo no tardará en derretirse, que la canción de Titanic y la película fueron estrenadas hace tanto tiempo, siento cómo la barba me provoca comezón y mientras me acomodo otro poco en el hombro de mi compañera empiezo a pensar que algún día Emilia, la hermosa niña que dentro de unos minutos invadirá la pista, un día romperá varios corazones de adolescentes, provocará el suicidio de alguno, será el tema principal para la canción de una banda de pop, provocará un gran disgusto a sus padres por los múltiples timbrazos en la puerta, será la Lolita de algún profesor, creará toda una generación de escritores perdidos en su poesía que intentarán superar el dolor de no poder tenerla cerca, y finalmente, despertará la envidia, la incertidumbre, el cielo y el infierno de quien llegue a compartir sus secretos.

Me he quedado dormido. Es muy probable que nunca más vuelva a ver a Emilia.

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