lunes, 25 de enero de 2010

Radio Soledad



Luego de jalarme el año, el mundo se me había venido encima: ya no sería solamente el más vago de la casa, sino que ahora sería el único idiota de la familia capaz de haber reprobado física, química, geometría y biología, antes de los supletorios. Porsupuesto, no regresaría a casa; la mañana de aquél martes de julio, en que entregarían las boletas de notas, lo había preparado todo con anterioridad: en la mochila que llevaba los cuadernos (que sólo andaban llenos de garabatos, escritos sobre fórmulas de cinética o de moléculas), había colocado un par de jeans, dos camisetas, un telescopio usado y una radio vieja de pilas. La comida no me había parecido demasiado importante; sólo empaqué un paquete de galletas de sal, cuidadosamente dispuestas junto a la linterna, y una botella de limonada.

Luego de esa mañana, en la que los chicos planeaban qué hacer durante las vacaciones, y los otros concertaban citas de estudios para los supletorios, yo, quién ya no tenía nada que hacer, me había despedido para nunca más volver. Un bus me llevó hasta el terminal, desde donde tomé un bus directo a Ambato, en el centro del país. La gente, que suele meterse en lo que no le importa, me miraba de manera extraña; hasta hubo una anciana que se atrevió a preguntarme si iba de visita donde mis tíos o algún pariente cercano.

Ya en el terminal de esa ciudad, y luego de comer de mala gana un llapingacho, me dispuse a trasladarme hasta El Arenal, cerca de Chimborazo. Sin embargo, no reparé en que ya no me quedaba dinero para el bus hasta Guaranda. Jalar dedo no fue fácil; no obstante, gracias a que era muy chico y aparentaba menos edad, un camión lleno de indígenas aceptó llevarme. Durante el recorrido, ellos hablaban en quichua, en castellano y en otros dialectos incomprensibles. En el colegio nunca me habían enseñado quichua; lo único que sabía era decir wawa, wambra, shunsho, y todas esas palabras que se emplean con fines peyorativos. Al fondo del balde, un chiquillo con mocos en la cara lloraba, por lo que accedí a regalarle mis galletas, acto del que después me arrepentí con sinceridad.

Eran alrededor de las cinco y media de la tarde cuando me bajé de la camioneta; el viento era fuerte y el frío empezó a hacerme palidecer. Sin embargo, el desierto aguardaba por mí. Nunca me sentí más libre hasta ese momento; supuse ingenuamente que podría vivir de cazar conejos o de beber de alguno de los chorros de agua del Chimborazo. Con algo de suerte, podría incluso llegar hasta la nieve, que hasta ese día no había conocido.

El tedio es capaz de llegar hasta los lugares más paradisiacos, y lamentablemente ese paraíso no pudo ser la excepción. Fue entonces que recordé la radio, esa radio vieja que me habían regalado tres años antes, cuando recién entré al colegio. La recepción en ese lugar era pésima, y ninguna estación parecía estar dispuesta a llegar hasta mi pequeño aparato. La noche llegaba, y el Chimborazo lucía como un fantasma gigantesco dispuesto a devorarme. Entonces, como por arte de magia, una estación, probablemente de Ambato o de Riobamba había aparecido por fin. Un rayo de música se había colado con el viento helado.

A veces las canciones suelen tener un efecto demoledor; nos recuerdan la bohemia frustrada de nuestros padres, la nostalgia de los abuelos, la búsqueda precoz del amor. También me recuerdan personas y lugares. Entonces me acordé de Quito. Y me acordé del colegio. Y me acordé de mi cama, que en ese momento debía estar tendida, con las sábanas impecables y las almohadas acolchadas. Pensé en el pájaro que esa mañana vería el fantasma de mi cuarto, en la mesa del desayuno con una taza llena de café esperando en vano... A los quince años el miedo a morir es fuerte, y fue así que al día siguiente, y presa de un soroche, decidí regresar a mi ciudad.
Luego de la tremenda puteada de mis padres, de la sopa de pollo hirviendo, de las comtrex y de una teleserie chilena que la televisión pasaba mientras ardía de fiebre, descubrí que la mochila aún estaba sin desempacar. Todo estaba allí, menos la radio; probablemente la olvidé mientras intentaba dormir al susurro majestuoso pero incómodo de la montaña.

Lamento haberla dejado tirada.


miércoles, 20 de enero de 2010

La sombra, el fantasma, la imaginación y el sueño



Extraño escuchar tu frágil voz,
que parecía romperse en cada palabra.
Echo de menos tus pasos silenciosos.
El recuerdo de tus ojeras de inframundo
me produce gran nostalgia.
A veces cuando un gallo canta aún estoy
abrazando tu cuerpo inmaterial,
dibujando la silueta de tu espiritu en un lienzo.
Extraño cuando me hablabas desde lejos,
cuando un día sin sentido se tornaba
un mágico momento.
Me pregunto que sería de las hojas
caídas de los árboles que nos miraron pasar.
Extraño la yerba que sintió nuestros pasos,
y que probablemente ha sido podada ya;
¿Dónde habrán ido los insectos que ese día
fueron nuestros testigos?
Extraño sentirme inspirado por
ti,
cuando buscaba el octavo color del arco iris
pensando en vos.
Eras como aire,
tierra,
agua y fuego.
Eres la sombra,
el fantasma,
la imaginación
y el sueño.
Eres ternura.

sábado, 16 de enero de 2010

A dónde ir


Cuando terminas un libro, cierta sensación se apodera del momento; no habrán más letras, probablemente recordarás las páginas anteriores, algún detalle, lo más relevante de la trama y el personaje, pero al fin y al cabo no habrán más; de pronto y si te animas lo repetirás, pero ya no será lo mismo.

La angustia invade entonces el ambiente; no te decides entre la televisión o escuchar la radio, alguna música que pueda llenar el espíritu. Decides entonces salir, caminar, respirar el afuera, el aquí y el ahora, compartir con el cielo algo del frío aliento de la noche. En un abrazo invisible empiezas a recordar lo que no tienes pero deseas, lo que tuviste y no supiste valorar, lo que tienes pero das por hecho, lo que tienes pero que está perdido o guardado.

¿A dónde ir? quien sabe. Viajar solo a veces puede ser un nuevo aliento, sentir el viento en la cara, mirar al sol desde la carretera, sentir con los dedos las gotas de lluvia del otro lado del cristal, escuchar otras voces, mirar otros ojos, respirar otro aire, sentir como los árboles se desplazan al lado opuesto de la velocidad.

Una tormenta se aproxima.

El instante

Que más da,
el sol se extinguirá un día
hasta ser una estrella enana.
Las sombras serán un sólo ser
en la noche,
y las mariposas que vuelan hoy
mañana ya no serán las mismas.
Que más da,
que importa,
no creo que alguien registre
todos los sueños de la humanidad
o tan siquiera sus nombres.
Es probable que ninguna computadora
tenga la memoria suficiente.
Que más da.
Que importa lo que pienses ahora,
tal vez sea distinto mañana,
no lo sé.
Que importa.

martes, 12 de enero de 2010

Redención



A veces el miedo a las viejas heridas es como un péndulo que regresa y se marcha, constantemente. Luego de salir del hospital, una vida entera aguardaba, al mismo tiempo que otra quedaba enterrada para siempre; "no será fácil la amnesia", decía el certificado firmado por los médicos. "Costará trabajo".
El asilo al que había sido enviado era un lugar tétrico, con aliento de humedad por todos lados. El smog de los carros había oscurecido a las ventanas, y la música ya no era un privilegio: discos viejos de lp´s se apilaban en una sala oscura, con olor a cera y ante un patio de piedra que mostraba una colina con mala yerba. Ya no era hora de visitas, y aunque el día era soleado, todo parecía gris dentro de esa casona.
"Ojalá derriben esto algún día", pensó, mientras un viejo se prestaba a salir a la calle, con un saco de cartón atado a la espalda.
"No habrá algún día" le respondió el cargador. "Los días ya no existen".
-Entonces que el diablo nos lleve de una vez- respondió la voz de una viejecita al fondo.

Varias semanas después, las visitas tan sugeridas, tan olvidadas pero tan esperadas también, no habían aparecido jamás. Se comentaba en el pasillo que el hombre era el sobreviviente de alguna especie de tragedia, que su familia había desaparecido bajo un deslave de tierra o que simplemente le consideraban un estorbo.

En su vida, nunca había esperado nada. Un día se dijo a sí mismo que no tenía que esperar por la compasión de los demás, ni menos de esos destartalados curas, enfermos mentecatos sin alma que trafican con almas ajenas. Pensó en la imagen de la virgen, tan ajena, tan lejana de sus facciones indígenas, así como de los retratos de los apostoles, de los profetas y de todos los demás santos.

-Mierda- pensó. -Si es el momento por el que tanto esperé, será mejor que arda todo.

Y el día llegó. Bajo el saco que su compañero empleaba para reciclar cartón y papel, escondió un galón de diesel que llevó a la iglesia, lo vació y encendió un fósforo que ocasionó un gran incendio. Las beatas que rezaban a esa hora, al ver que el infierno se hacía realidad, salieron despavoridas. El párroco, quien se hallaba en uno de los confesionarios, no tardó en llamar por celular a la Policía Metropolitana, misma que llegó tarde, mucho más tarde que los bomberos que luego de apagar el sitio encontraron al asfixiado pirómano amnésico, cubierto de hollín en todo su cuerpo, dormido quizás, pero quizás también recuperado del dolor, curado al fin de sus heridas.

domingo, 10 de enero de 2010

Despertar



Se levanta luego de un sueño irregular, prepara una taza de café y regresa a mirar algo en la televisión. El horizonte continúa mostrándose azul, a pesar de la amenaza del celeste, que se aproxima sigilosamente, con la excepción del sonido de algún automotor en una calle cercana.
La programación es pésima; apaga el televisor y cierra las cortinas, para prolongar la oscuridad por unos minutos más. Piensa en lo que la gente de otros paralelos y latitudes estará haciendo ahora, en sí el sol brilla sobre África, piensa en la oscuridad que aún debe reinar sobre el Pacífico. Divaga sobre alguien, sobre cuan lejos debe encontrarse, si lo habrá olvidado, si estará pensando en él; piensa si en algún lugar alguien estará muriendo, precisamente en ese instante, quizás en un barrio no muy lejano; juega con la idea de si en la maternidad ubicada a dos manzanas estarán naciendo juntos una víctima y un victimario, medita sobre lo que sentirá un pájaro al buscar las primeras flores de la mañana para subsistir, casi al mismo tiempo que las señoras que distribuirán los periódicos con las noticias de ayer.

Piensa que debe levantarse, pero que por alguna razón prefiere dormir otro poco...

viernes, 8 de enero de 2010

La nota

-Tengo la leve sospecha de que no volveré a verte- me dijo, casi con una expresión de risa.
-No te creo- le dije. No vas a morirte. No antes que yo.
Jajajá- replicó.

La ventana que estaba junto a nosotros delataba un rayo de sol profundo y asfixiante. Y mientras trataba inútilmente de contar los demás rayos, él dobló un papel y me lo entregó diciendo:
-Guarda por favor esta nota, y ábrela cuando esté bajo tierra.

Me hallaba desconcertada. "Este man está loco, o trata de llamar la atención", concluí.

-No la leeré jamás, por que no vas a morir- le respondí.

Desde ese día no he vuelto a verlo. A veces siento el irresistible deseo de abrir el papel y saber que quería decirme en realidad.

miércoles, 6 de enero de 2010

El guardabosques



Cierta tarde me extravié en el bosque: de pronto vi a un tipo solitario, que cargaba un rifle.
-¿Qué hace usted aquí? me preguntó el hombre, cuyas arrrugas faciales delataban muchos días y noches de experiencia.

-Sólo estoy paseando.

-Siga no más. Pero tenga cuidado. Parece que hay un lobo cerca-.

Pese a lo solemne de su voz, la afirmación me pareció inverosímil. ¿Lobos? pensé. "No lo creo".

Seguí caminando, despreocupado, desenfadado. Era otro aburrido domingo de esos en que dan ganas de morirse o de borrarlo del calendario para volver al horrible lunes que otros detestan, pero que yo siento como un respiro. En eso, sentí que algo o alguien me tomaba por la espalda, que hizo nublar mi visión. Supuse que era ya muy tarde y que el sol pronto se ocultaría tras la montaña. Repentinamente, la oscuridad se aceleró.

Al despertar, el hombre del rifle me apuntaba a la cabeza.
-¿Qué pasó?- le pregunté, mientras tenía la sospecha de que el hombre no me entendía ni me escuchaba. Al final, antes de dormir, alcancé a escuchar bajo la oscuridad:

-Le dije a ese muchacho que habían lobos cerca.

sábado, 2 de enero de 2010

Embriaguez



Brindo porque
es el final.
Brindo por toda
el aura de incertidumbre
que le rodeó;
brindo por estar acá
y poderlo mirar.

La celebración se
extenderá hasta el
otro lado del mar.
Brindo por tu ausencia
y por las palabras de
despedida que el viento
arrastrará.
Brindo por cada
sentir que ahora se
transformará en
olvido,
por cada aliento ajeno
del otro lado del cristal,
por el sol y sus rayos que
nos calcinarán,
por la lluvia que se hace
extrañar pero que luego
nos ahogará.
Brindo por los días,
las noches y
los atardeceres.
Brindo por un nosotros
imposible,
brindo por los otros,
por los demás.

Brindo por tu
copa vacía.
Brindo porque
este es el final.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Libros que nunca terminé de leer



Muchos se jactan de los libros que han leído, o que han escrito; en esta ocasión quiero rendir un homenaje a todos esos textos que un día empecé, pero que por diversas razones no pude, no quise, o no terminé de leer.

Empezaré por una novela titulada "El Tercer Hombre", de Graham Greene. Lo que recuerdo de la historia, es que se desarrolla en la Viena de la postguerra, con una especie de agente o algo así. No le metí muchas ganas; creo que no he intentado terminarla desde hace 5 o 6 años.

Otro libro que inicié a principios de 2008 y quedó pendiente es "El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo". El haber visto las películas de Peter Jackson sobre esta gran trilogía incidió de gran manera en mi desinterés, sin embargo, creo que me faltan (desde hace 8 o 9 meses) algo así como veinte páginas. Tendré que reelerla íntegramente, por la gran cantidad de detalles que ahora se me escapan.

A "Oliver Twist" le ocurrió algo parecido conmigo; he visto tantas versiones en películas, teleseries y hasta dibujos animados sobre esta novela de Dickens, que ya me resulta algo denso intentarlo. Como anécdota, entre las pocas páginas que revisé de esta novela, descubrí una palabra desconocida hasta entonces para mí: Sinecura.

Otro libro, muy corto pero que por desgracia cayó también en mis manos inconstantes, es "Carta al padre" de Franz Kafka. Pese a lo bakán del texto, nunca terminé de leerlo.

"La Peste", de Albert Camus, intenté leerla un día de año nuevo de 2001 o 2002, mientras estaba de visita en la casa de unos tíos. Pero no ha sido el único de Camus: A "El Verano", en cuyas páginas está un sello de la biblioteca de la Escuela Superior de Aviación de mi país, tampoco lo he concluido.

Con "El Coronel no tiene quien le escriba" de García Márquez llevaba un buen ritmo de lectura, hasta el día en que lo extravié. Fue hace como diez años.

A "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, que me trasladó momentaneamente a una especie de club campestre en medio de la sierra mexicana, solía llevarlo en mi mochila para leerlo en el bus. El libro era tan viejo, que varias de sus páginas creo que ya se han extraviado.

"Nada", de Carmen Laforet, sufrió por causa de una irresponsabilidad mía: debía presentar el resumen para la clase de literatura de cuarto curso, pero un trabajo ajeno que encontré para presentar y cierto apuro desprogramado me hizo desistir de la lectura, pese a que varios años más tarde su argumento me pareció interesante. Creo que terminé regalando ese libro a una amiga mía llamada Joy.

"De la tierra a la luna", de Julio Verne, que un día pedí prestado a mi ex-novia Isabel, tampoco pude seguirla y peor terminarla. Caso parecido con "Tinta Roja", del chileno Alberto Fuguet (en este caso, también me conformé con la película peruana). A otra ex-novia, Diana, le debo también el no haber concluído "Dracula", de Bram Stocker. Una noche, Diana me lo pidió prestado para no regresármelo nunca más.

"Y los dioses se volvieron hombres", del ecuatoriano Carlos de la Torre Reyes, también quedó inconcluso, al igual que "Ciudad sin Ángel", del también compatriota Jorge Enrique Adoum. Al texto de De la Torre lo he visto pasar en mi librero personal día tras día sin pararle bola, en tanto que al de Adoum lo inicié un día que me pereé de clases en la Universidad Católica y que fui a dar casi por accidente en el Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito, lo que por razones de tiempo (el lugar ya tenía que cerrar) no le pude terminar. Lo mismo con "Cien Años de Soledad", pero en la Biblioteca de la Casa de la Cultura.

Por ahora, y para tratar de reividincarme, intentaré terminar "A Sangre Fría", de Truman Capote. Me faltan como cincuenta páginas.

jueves, 24 de diciembre de 2009

El presente de Navidad



De haber sabido entonces que ese carro de madera sería el último, quizás no lo hubiera tirado. De enano era bastante ambicioso; la tele hizo que me obsesionara con una pista de autos de control remoto. Dicen que los niños son pura ternura e inocencia; en mi caso, deseaba todos los juguetes caros habidos y por haber. Así, los trompos y yoyos me parecían poca cosa, al igual que las fundas de caramelos. Quería esa pista, y la navidad de 1989 no iba a ser perfecta sin ella.

Eran las doce, y para entonces ya no creía en Santa Claus; sabía perfectamente que eran mis papás, mis tíos y mis abuelos los de los juguetes y todas esas pendejadas. Por entonces mi ma no tenía trabajo, y ya nos había advertido que los únicos regalos que recibiríamos serían de parte del abuelo, que era carpintero y había fabricado un pequeño carrito cuyas ruedas pulió el mismo durante casi medio año, ya que no tenía torno. Al día siguiente de nochebuena, cuando el abuelo regresó a su casa, decidí tirar el carro por una calle empinada. No me gustó el carro. Quería mi pista de autos de control remoto.

La navidad siguiente, los abuelos ya no volvieron a visitarnos; la navidad subsiguiente, la abuela había fallecido, y cuatro meses antes de la navidad que le seguía, el abuelo se pegó un tiro. Quizás debí conservar el carrito.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Dos palabras


Mientras mirábamos al horizonte, la lluvia empezó a caer, pese a que el sol aún estaba sobre nosotros.
-Siempre quise contemplar la lluvia contigo- le dije, mientras ella miraba hacia algún punto ciego.

Poco después se levantó y se marchó.

Unos minutos más tarde, me di cuenta de que algo no estaba bien, de que faltaba algo, de que algo daba vueltas en mi cabeza.

-¡Aguarda!- le grité.
-¿Qué ocurre?- respondió.
-Olvidé entregarte esto- le dije, mientras depositaba un chicle entre sus manos. En ese instante, desde el vacío, desde algún lugar que desafió al olvido, le escuché decir dos palabras que no esperaba escuchar.


-Yo también- le respondí. Luego la vi partir.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Horizontes lejanos



Por ahora no siento nada, mi cuerpo está dormido, mi mirada amortiguada. No sé a donde fueron mis pensamientos. Es como sí, sólo estuviera esperando algo. Es como sí, no esperara nada en realidad, como pretender agonizar, dúlcemente, con el menor dolor posible, tratando de poner mi mente en blanco. Es como sí quisiera caminar en el bosque, sentir la brisa, caminar sobre hojas secas, vacilar con pequeñas gotas de lluvia. Como si ya no pudiera sentir nada. Como sentir luz. Como un fuego azul dentro del corazón. Como la sensación de un mañana que llegará y me encontrará solo, pero que llegará de todos modos. Como si una larga carretera estuviera aguardando. Y está aguardando. Y estuvo aguardando. Y seguirá aguardando. Pero ya no tanto.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Casi las dos


Hay tantas cosas que qusiera poder
decirte en este momento;
deslizarme hasta tu mente desde
el fondo de mi pensamiento,
abrazar tu respiración con
incierta melancolía.
Hay tantas cosas que quise
decirte un día,
pero ya no queda tiempo.
Las palabras son como ceniza que
esparció el viento;
música en blanco y negro suena
en mi cabeza.
Aquél poste que alumbra solitario
afuera se resiste a dormir,
por un momento quisiera que todo
fuera oscuridad;
aparece,
ven aquí,
te espero con melancolía incierta;
el sueño se rehusa a venir por mí.

martes, 8 de diciembre de 2009

El último tabaco


-¡ME VALE UN RÁBANO QUE ESTA WEBADA MATE!- me dijo eufórica. -CHUCHA, HAY OTRAS TANTAS COSAS PEORES!!!- prosiguió.

Era mi amiga Lucía, mujer brillante de 56 años, invencible en el ajedrez, conocedora del campo mucho más que cien hombres juntos que se la daban de chagras, implacable con los beatos, sensible como nadie, no con esa sensibilidad llorona de telenovelas, sino más bien sensible con la naturaleza, con los árboles, con el río, con los animales. Esa tarde no lo podía creer; estaba agonizando por causa de un cáncer de útero.

La conocí hace quince años, mientras yo estudiaba en el colegio; ese día buscaba junto con un amigo que alguna chica del Simón Bolívar nos parara bola. No sólo hicimos un gran ridículo; también les servimos de cargadores a un grupo de chicas que necesitaban llevar jabas de colas para una fiesta que estaban organizando. Luego de un ingenuo gracias, nosotros, viriles adolescentes a punto del acné, nos sentamos en la mesa de una de esas tiendas-bares del centro histórico de Quito, que más que a tradición huelen a humedad.

-Tengan- dijo la vendedora del local. Les envían esto.- El Raymond y yo nos habíamos sentado a tomar una Fruit, refresco de cola nacional en cuya publicidad aparecía un brasileño que más que persona parecía un chango. A nuestra mesa, la señora del local nos había traído un par de moncaibas, una especie de galleta gigante hecha de harina y azúcar.

-¿Quién nos habrá mandado esto?- le pregunté a mi amigo Raymond Andrade, chico alto y apuesto, pero tan tímido e inseguro como yo, durante el segundo curso del colegio.
-No tengo idea- me respondió.

Fue entonces cuando imitando a un detective a lo Sherlock Holmes, procuré durante treinta segundos tomar todas las pistas posibles, mismas que apuntaron hacia una señora no muy agraciada pero elegante, que estaba sentada junto a la vitrina con un cigarrillo en la mano.

-Gracias, señora- le dije, levantando la mano.

Al principio creí que se trataba de alguna tía o de la mamá del Raymond, pero luego de que mi amigo me dijera que no tenía nada que ver, empezamos a suponer que se trataba de una traficante de órganos, corruptora de menores o simplemente una mujer que se quedó fascinada con los cabellos sucos de mi compañero de clase.

-Oye loco, me da foca, vámonos- me dijo el Raymond, tratando de disimular lo más que pudo.

-Vamos- le dije. No creo que sea una mala persona; en ese preciso instante procuré no dejarme dominar por la idea de que la moncaiba haya estado envenenada o algo. Mientras me hundía en mi absurda suposición, la señora empezó a hablar.

-¿Y ustedes, qué hacen por aquí? ¿Acaso están buscando novia?
-No señora- le respondí de inmediato, procurando mostrar una cara amable. -Lo que pasa es que vivimos cerca de este colegio- seguí.
-¿Sí?- replicó. -No les creo ni una palabra- continuó.

Ese momento me parecía más una escena de ficción que de realidad. No podía creer que una desconocida, y encima mayor intentara entablar una conversación con nosotros. Pero las cosas se dieron, casi sin darnos cuenta. Al poco rato, nos enteramos de que se llamaba Lucía Hernández, que era profesora de Castellano y Literatura de segundos y terceros cursos del Simón Bolívar, que había estado en España por casi diez años, y que le gustaban las películas dramáticas estilo Braveheart y todo aquello, tema con el que definitivamente nos atrapó.

A la semana siguiente, habíamos quedado en vernos en el mismo lugar; en esta ocasión el Raymond tuvo miedo de ir, argumentando que Lucía iba a sacarnos las tripas y venderlas en el mercado negro por varios millones de sucres. Yo también tuve gran recelo de ir, sin embargo, algo dentro de mí me incitó a acudir, y desde ese día iniciamos una amistad muy extraña con idas y vueltas, en la que nos vimos aproximadamente un par de veces cada año. Lucía estaba casado con un hombre quince años mayor, quien era rector de otro colegio de la ciudad, y tenía dos hijas hermosas: Gabriela y Lourdes, quienes por cierto, nunca me pararon bola tampoco, y a las que vi casarse durante este tiempo. Eso sí, en todas nuestras conversaciones nunca faltó el humo de sus cigarrillos, mismo que empecé a compartir a partir de los dicisiete años, ya en sexto curso.

Lo más pleno de conversar con la Lucía eran nuestras charlas sobre libros: Desde escritores locales como Marco Antonio Rodríguez y Joaquín Gallegos Lara hasta Edgar Alan Poe y Stendhal. La tipa era toda una eminencia; le gustaba corregir mis textos, burlarse cariñosamente de mis faltas ortográficas y putear conmigo a toda la verborrea de la politiquería. El día en que le conté que por fin tuve novia, ella se echó a reir:
-Vas a tener problemas en tu vida sexual- me dijo.
-¿Y como lo sabes?- le increpé.
-Por qué puedo leerlo en tu cigarrillo.
-¿Acaso lees los tabacos?- le pregunté asombrado, casi al borde de la risa.

Los años pasaron, y por mucho tiempo dejé de ver a Lucía. Un día, mientras caminaba hacia mi casa luego de la facultad, Gabriela, su hijo, alcanzó a reconocerme.

-Hola- le dije. Ella siempre me gustó en secreto.
-Hola- respondió, con cara de seria.
-¿Y cómo está tu mamá?- le pregunté, algo extrañado.
-Ella se está muriendo. Hace seis meses nos contó que tiene un cáncer de útero. Si nos hubiera contado antes... MIERDA!!! se pudo haber salvado!!!!

No lo podía creer. De repente, la Lucía que conocí, la profesora implacable con la ignorancia, cuyos fines de semana los pasaba montando a caballo cerca de Machachi, que dominaba a las vacas, que me enseñó los nombres de varios tipos de árboles, estaba cerca de morir. Supuse ingenuamente que todo eso se debía al tabaco, su pasión de siempre; pero la Gaby me había dicho que era un cáncer de útero.

Ya en el Hospital, a donde fui con mucha verguenza debido a la presencia de varios de sus familiares entre los que para mi desgracia no estaba su hermosa hija Gaby, una impresión desconocida me causó tanta incomodidad, a tal punto que decidí irme del lugar.
Unos días después, una gripe de inofensiva apariencia pero de devastador poder me tendió en la cama durante casi tres días; nadie estuvo cerca para acolitarme. A la semana, me había recuperado, y mientras convalecía, reflexioné acerca de lo difícil que debe ser estar a punto de morir. Pese a que la familia de Lucía era muy numerosa, supuse que no le haría daño que un antiguo adolescente convertido ahora en universitario reestablecido de la gripe volviera a visitarla.
Luego del fastidioso trámite de preguntar a los parientes, y luego de la desdicha de conocer al novel esposo de la Gaby, ingresé a la habitación exclusiva, que seguramente le había costado mucho dinero a la familia.

-Hola, pasa- me dijo, con su típica expresión amable, pero decorada con las líneas de expresión de su rostro.
-Hola- respondí. Vine a despedirme.

En ese instante no pude evitar llorar. Ni siquiera lloré cuando mi abuela se murió; lloré un poco cuando mi tercera novia se había ido a estudiar en Canadá.

-Eres un imbécil- me dijo. ¿Cómo se te ocurre poner los ojos rojos? Deberías estar contento de verme, chucha. Puede que sea la última vez. Y como es la última vez, tengo que decirte algo.

Luego de escuchar que debería estar contento, definitivamente empecé a llorar.

-Tranquilízate, por favor. O no podré decirte lo que tengo que decirte.
-Qué quieres decirme. acaso me heredarás varios de tus libros?- le dije en ese instante, triste pero también con cierta codicia insólita.

-Eso ni lo sueñes- me respondió. -Necesito que me traigas tabacos.

-¿Qué?- le respondí. -¿Te estás muriendo y sólo piensas en fumar?
-No me vengas con moralismos, cojudo. Ten, comprame una cajetilla de Lark.

En ese instante, la ira me invadió por completo, Tanto dramatismo por una pinche caja de tabacos. Lo primero que pensé por un momento era tomar los cinco dólares que me dio y largarme a pegar una biela con mis compañeros de clase. Sin embargo, y por enésima vez consecutiva, no pude hacerlo. Sentí que estaba en mis manos darle el último placer a esa mujer, y que no podía fallarle.

-Ya vengo- le dije.

Una llamada a mi celular solicitando mi presencia por una estupidez doméstica que había ocurrido en la casa, me hizo desviarme de la tienda. Me demoré alrededor de cuatro horas. En mi cabeza sólo podía pensar que la Lucía me mataría.

Llegué a eso de las cuatro, un poco antes de que despacharan a las visitas. Tenía que hacerle llegar esa cajetilla; pero algo extraño ocurrió. Los familiares de la Lucía habían desaparecido. Y en cuanto fui a verla en el cuarto, en un heroico acto de escapismo de las enfermeras, el cuarto estaba vacío también.

-Mierda- me dije a mi mismo. -Esta man ya se murió. Verch, llegué tarde.
La cama de la Lucy estaba vacía; me imaginé que la familia había decidido llevársela de inmediato para iniciar con los servicios fúnebres. Ni siquiera su marido estaba presente en este instante.

Con una gran impotencia, y sin saber que hacer, decidí salir al patio del hospital y fumarme los cigarrillos de la Lucía. Mientras el tabaco se extinguía con una candela de luciérnaga, pensé mientras miraba como el humo buscaba al cielo, me imaginé al fantasma de la Lucía fundiéndose con él, bailando un vals que de repente fue interrumpido por un abrupto ¡POR QUÉ TE DEMORASTE TANTO IDIOTA! ¿QUÉ NO VES QUE TENGO MUCHAS GANAS DE FUMAR?

-Hola- respondí muy avergonzado (y extrañado a la vez)... creí que ya te habías ido.
-Cierra la boca y enciendeme pronto un cigarrillo, fumaremos juntos- continuó.

Mientras fumábamos juntos por enésima vez, me preguntó que iba a ser al día siguiente, le pregunté porqué toda su familia se había marchado de ahí, me preguntó si era verdad que pensaba escribir una teleserie y me preguntó sobre mi amigo, Raymond, a quien no veíamos desde hace varios años.

-Hace mucho tiempo que no le he visto al Raymond; he perdido su número telefónico y ya no recuerdo donde era su casa.

-Ya veo.

-Dime algo, ¿Te gustaba mi amigo el Raymond, verdad? Confiésalo.
-Obvio que sí, tonto- me respondió, con un tono de serenidad. Era muy apuesto, por eso me acerqué a ustedes, por eso les regalé aquellas moncaibas, de hecho se las envié para él, sólo que tampoco podía ser descortés contigo.

-¿Pero llegué a caerte bien, cierto?- proseguí, esta vez con cierta nostalgia pero a la vez con cierta envidia.

-Claro que sí. Aunque me habría gustado que vengas más seguido con el Raymond- continuó, con una leve sonrisa en sus labios.

-Y supongo que también pensaron que sí una persona como yo les invitaba a algo, era porque quería robarles el riñón o algo, no es así?

-No lo dudes- le dije, y luego, ambos empezamos a cagarnos de risa.

Lucía murió casi al mes de esa charla; no asistí a su funeral, pues nadie me invitó. Supuse que la Lucy lo habría preferido así; a pesar de su gusto por el drama ella detestaba esos gestos en la vida real; decía que uno es el mundo real y otro el de la literatura. Respecto a su muerte me informó Gabriela, aquella hija suya, ahora casada, que alguna vez me gustó mucho. El último consuelo que me queda es que ella aceptó tomarse un café conmigo, según ella, por un favor que le había pedido su madre antes de irse.

Elipsis


La lista de cosas que deseo hacer, pero que todavía no me atrevo es tan grande, que simplemente da miedo. Un día, mientras revisaba un viejo ejemplar de El Verano de Albert Camus, libro que mi hermano se robó de la biblioteca de la Fuerza Aérea, el señor zapatero, quien tiene su pequeño local a la entrada de mi casa, me entregó un paquete de procedencia desconocida, cuya única referencia era mi nombre.La emoción me colmaba; supuse se trataba de algún regalo sorpresa de cumpleaños, o de navidad. Ni siquiera me importó la ausencia de remitente; imaginé que debía tratarse de alguna compañera de la facultad, o de algún amigo cercano.


¿Cómo era la persona que le entregó el paquete? le pregunté a mi vecino.

No tengo idea, joven. El sobre estaba en la puerta de calle.

El misterio sobre aquel objeto empezó a tornarse excitante. Decidí luego de meditar por varios segundos que no lo abriría hasta encontrar alguna otra pista.

Los días pasaban, y no encontraba nada. A la puerta de mi casa lo único que siguieron llegando fueron facturas de la luz, del agua, del teléfono y del cable. De vez en cuando también llegaba publicidad, sobre todo navideña. Los días volvieron a ser tediosos. Por lo tanto, y para escapar de esa horrible rutina, decidí abrir el sobre.

Por su peso y tamaño, deduje que debía traer alguna revista o folleto. Pese a los regalos, las navidades siempre me parecieron tristes, pues eran el preludio del fin de año, y casi todo final suele significar una despedida. No pude más y decidí abrir el sobre de una maldita vez.

Los días transcurren a veces sin darme cuenta, y la lista de cosas que deseo hacer pero que todavía no me atrevo es tan grande, que a veces me da miedo. A veces, tampoco me doy cuenta. El sobre contenía una hoja seca de roble, en donde estaban escritas las palabras: A DONDE VAYAS TE ENCONTRARÉ. JAMAS OLVIDES ESTE INSTANTE. David. 1999.

Yo mismo me envié el sobre hace diez años.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Perdido en vos

No sé que tan lejos,
o que tan cerca,
no sé si es el momento
indicado.
Si estoy loco por
haberte encontrado
que me encierren en
un manicomio;
si estoy pecando por
amarte que me
hunda en el infierno.
Si estoy agonizando
por mirarte,
que me muera de una vez;
si lo lógico es encontrarme,
prefiero estar perdido en vos.