martes, 8 de diciembre de 2009

El último tabaco


-¡ME VALE UN RÁBANO QUE ESTA WEBADA MATE!- me dijo eufórica. -CHUCHA, HAY OTRAS TANTAS COSAS PEORES!!!- prosiguió.

Era mi amiga Lucía, mujer brillante de 56 años, invencible en el ajedrez, conocedora del campo mucho más que cien hombres juntos que se la daban de chagras, implacable con los beatos, sensible como nadie, no con esa sensibilidad llorona de telenovelas, sino más bien sensible con la naturaleza, con los árboles, con el río, con los animales. Esa tarde no lo podía creer; estaba agonizando por causa de un cáncer de útero.

La conocí hace quince años, mientras yo estudiaba en el colegio; ese día buscaba junto con un amigo que alguna chica del Simón Bolívar nos parara bola. No sólo hicimos un gran ridículo; también les servimos de cargadores a un grupo de chicas que necesitaban llevar jabas de colas para una fiesta que estaban organizando. Luego de un ingenuo gracias, nosotros, viriles adolescentes a punto del acné, nos sentamos en la mesa de una de esas tiendas-bares del centro histórico de Quito, que más que a tradición huelen a humedad.

-Tengan- dijo la vendedora del local. Les envían esto.- El Raymond y yo nos habíamos sentado a tomar una Fruit, refresco de cola nacional en cuya publicidad aparecía un brasileño que más que persona parecía un chango. A nuestra mesa, la señora del local nos había traído un par de moncaibas, una especie de galleta gigante hecha de harina y azúcar.

-¿Quién nos habrá mandado esto?- le pregunté a mi amigo Raymond Andrade, chico alto y apuesto, pero tan tímido e inseguro como yo, durante el segundo curso del colegio.
-No tengo idea- me respondió.

Fue entonces cuando imitando a un detective a lo Sherlock Holmes, procuré durante treinta segundos tomar todas las pistas posibles, mismas que apuntaron hacia una señora no muy agraciada pero elegante, que estaba sentada junto a la vitrina con un cigarrillo en la mano.

-Gracias, señora- le dije, levantando la mano.

Al principio creí que se trataba de alguna tía o de la mamá del Raymond, pero luego de que mi amigo me dijera que no tenía nada que ver, empezamos a suponer que se trataba de una traficante de órganos, corruptora de menores o simplemente una mujer que se quedó fascinada con los cabellos sucos de mi compañero de clase.

-Oye loco, me da foca, vámonos- me dijo el Raymond, tratando de disimular lo más que pudo.

-Vamos- le dije. No creo que sea una mala persona; en ese preciso instante procuré no dejarme dominar por la idea de que la moncaiba haya estado envenenada o algo. Mientras me hundía en mi absurda suposición, la señora empezó a hablar.

-¿Y ustedes, qué hacen por aquí? ¿Acaso están buscando novia?
-No señora- le respondí de inmediato, procurando mostrar una cara amable. -Lo que pasa es que vivimos cerca de este colegio- seguí.
-¿Sí?- replicó. -No les creo ni una palabra- continuó.

Ese momento me parecía más una escena de ficción que de realidad. No podía creer que una desconocida, y encima mayor intentara entablar una conversación con nosotros. Pero las cosas se dieron, casi sin darnos cuenta. Al poco rato, nos enteramos de que se llamaba Lucía Hernández, que era profesora de Castellano y Literatura de segundos y terceros cursos del Simón Bolívar, que había estado en España por casi diez años, y que le gustaban las películas dramáticas estilo Braveheart y todo aquello, tema con el que definitivamente nos atrapó.

A la semana siguiente, habíamos quedado en vernos en el mismo lugar; en esta ocasión el Raymond tuvo miedo de ir, argumentando que Lucía iba a sacarnos las tripas y venderlas en el mercado negro por varios millones de sucres. Yo también tuve gran recelo de ir, sin embargo, algo dentro de mí me incitó a acudir, y desde ese día iniciamos una amistad muy extraña con idas y vueltas, en la que nos vimos aproximadamente un par de veces cada año. Lucía estaba casado con un hombre quince años mayor, quien era rector de otro colegio de la ciudad, y tenía dos hijas hermosas: Gabriela y Lourdes, quienes por cierto, nunca me pararon bola tampoco, y a las que vi casarse durante este tiempo. Eso sí, en todas nuestras conversaciones nunca faltó el humo de sus cigarrillos, mismo que empecé a compartir a partir de los dicisiete años, ya en sexto curso.

Lo más pleno de conversar con la Lucía eran nuestras charlas sobre libros: Desde escritores locales como Marco Antonio Rodríguez y Joaquín Gallegos Lara hasta Edgar Alan Poe y Stendhal. La tipa era toda una eminencia; le gustaba corregir mis textos, burlarse cariñosamente de mis faltas ortográficas y putear conmigo a toda la verborrea de la politiquería. El día en que le conté que por fin tuve novia, ella se echó a reir:
-Vas a tener problemas en tu vida sexual- me dijo.
-¿Y como lo sabes?- le increpé.
-Por qué puedo leerlo en tu cigarrillo.
-¿Acaso lees los tabacos?- le pregunté asombrado, casi al borde de la risa.

Los años pasaron, y por mucho tiempo dejé de ver a Lucía. Un día, mientras caminaba hacia mi casa luego de la facultad, Gabriela, su hijo, alcanzó a reconocerme.

-Hola- le dije. Ella siempre me gustó en secreto.
-Hola- respondió, con cara de seria.
-¿Y cómo está tu mamá?- le pregunté, algo extrañado.
-Ella se está muriendo. Hace seis meses nos contó que tiene un cáncer de útero. Si nos hubiera contado antes... MIERDA!!! se pudo haber salvado!!!!

No lo podía creer. De repente, la Lucía que conocí, la profesora implacable con la ignorancia, cuyos fines de semana los pasaba montando a caballo cerca de Machachi, que dominaba a las vacas, que me enseñó los nombres de varios tipos de árboles, estaba cerca de morir. Supuse ingenuamente que todo eso se debía al tabaco, su pasión de siempre; pero la Gaby me había dicho que era un cáncer de útero.

Ya en el Hospital, a donde fui con mucha verguenza debido a la presencia de varios de sus familiares entre los que para mi desgracia no estaba su hermosa hija Gaby, una impresión desconocida me causó tanta incomodidad, a tal punto que decidí irme del lugar.
Unos días después, una gripe de inofensiva apariencia pero de devastador poder me tendió en la cama durante casi tres días; nadie estuvo cerca para acolitarme. A la semana, me había recuperado, y mientras convalecía, reflexioné acerca de lo difícil que debe ser estar a punto de morir. Pese a que la familia de Lucía era muy numerosa, supuse que no le haría daño que un antiguo adolescente convertido ahora en universitario reestablecido de la gripe volviera a visitarla.
Luego del fastidioso trámite de preguntar a los parientes, y luego de la desdicha de conocer al novel esposo de la Gaby, ingresé a la habitación exclusiva, que seguramente le había costado mucho dinero a la familia.

-Hola, pasa- me dijo, con su típica expresión amable, pero decorada con las líneas de expresión de su rostro.
-Hola- respondí. Vine a despedirme.

En ese instante no pude evitar llorar. Ni siquiera lloré cuando mi abuela se murió; lloré un poco cuando mi tercera novia se había ido a estudiar en Canadá.

-Eres un imbécil- me dijo. ¿Cómo se te ocurre poner los ojos rojos? Deberías estar contento de verme, chucha. Puede que sea la última vez. Y como es la última vez, tengo que decirte algo.

Luego de escuchar que debería estar contento, definitivamente empecé a llorar.

-Tranquilízate, por favor. O no podré decirte lo que tengo que decirte.
-Qué quieres decirme. acaso me heredarás varios de tus libros?- le dije en ese instante, triste pero también con cierta codicia insólita.

-Eso ni lo sueñes- me respondió. -Necesito que me traigas tabacos.

-¿Qué?- le respondí. -¿Te estás muriendo y sólo piensas en fumar?
-No me vengas con moralismos, cojudo. Ten, comprame una cajetilla de Lark.

En ese instante, la ira me invadió por completo, Tanto dramatismo por una pinche caja de tabacos. Lo primero que pensé por un momento era tomar los cinco dólares que me dio y largarme a pegar una biela con mis compañeros de clase. Sin embargo, y por enésima vez consecutiva, no pude hacerlo. Sentí que estaba en mis manos darle el último placer a esa mujer, y que no podía fallarle.

-Ya vengo- le dije.

Una llamada a mi celular solicitando mi presencia por una estupidez doméstica que había ocurrido en la casa, me hizo desviarme de la tienda. Me demoré alrededor de cuatro horas. En mi cabeza sólo podía pensar que la Lucía me mataría.

Llegué a eso de las cuatro, un poco antes de que despacharan a las visitas. Tenía que hacerle llegar esa cajetilla; pero algo extraño ocurrió. Los familiares de la Lucía habían desaparecido. Y en cuanto fui a verla en el cuarto, en un heroico acto de escapismo de las enfermeras, el cuarto estaba vacío también.

-Mierda- me dije a mi mismo. -Esta man ya se murió. Verch, llegué tarde.
La cama de la Lucy estaba vacía; me imaginé que la familia había decidido llevársela de inmediato para iniciar con los servicios fúnebres. Ni siquiera su marido estaba presente en este instante.

Con una gran impotencia, y sin saber que hacer, decidí salir al patio del hospital y fumarme los cigarrillos de la Lucía. Mientras el tabaco se extinguía con una candela de luciérnaga, pensé mientras miraba como el humo buscaba al cielo, me imaginé al fantasma de la Lucía fundiéndose con él, bailando un vals que de repente fue interrumpido por un abrupto ¡POR QUÉ TE DEMORASTE TANTO IDIOTA! ¿QUÉ NO VES QUE TENGO MUCHAS GANAS DE FUMAR?

-Hola- respondí muy avergonzado (y extrañado a la vez)... creí que ya te habías ido.
-Cierra la boca y enciendeme pronto un cigarrillo, fumaremos juntos- continuó.

Mientras fumábamos juntos por enésima vez, me preguntó que iba a ser al día siguiente, le pregunté porqué toda su familia se había marchado de ahí, me preguntó si era verdad que pensaba escribir una teleserie y me preguntó sobre mi amigo, Raymond, a quien no veíamos desde hace varios años.

-Hace mucho tiempo que no le he visto al Raymond; he perdido su número telefónico y ya no recuerdo donde era su casa.

-Ya veo.

-Dime algo, ¿Te gustaba mi amigo el Raymond, verdad? Confiésalo.
-Obvio que sí, tonto- me respondió, con un tono de serenidad. Era muy apuesto, por eso me acerqué a ustedes, por eso les regalé aquellas moncaibas, de hecho se las envié para él, sólo que tampoco podía ser descortés contigo.

-¿Pero llegué a caerte bien, cierto?- proseguí, esta vez con cierta nostalgia pero a la vez con cierta envidia.

-Claro que sí. Aunque me habría gustado que vengas más seguido con el Raymond- continuó, con una leve sonrisa en sus labios.

-Y supongo que también pensaron que sí una persona como yo les invitaba a algo, era porque quería robarles el riñón o algo, no es así?

-No lo dudes- le dije, y luego, ambos empezamos a cagarnos de risa.

Lucía murió casi al mes de esa charla; no asistí a su funeral, pues nadie me invitó. Supuse que la Lucy lo habría preferido así; a pesar de su gusto por el drama ella detestaba esos gestos en la vida real; decía que uno es el mundo real y otro el de la literatura. Respecto a su muerte me informó Gabriela, aquella hija suya, ahora casada, que alguna vez me gustó mucho. El último consuelo que me queda es que ella aceptó tomarse un café conmigo, según ella, por un favor que le había pedido su madre antes de irse.

2 comentarios:

vary dijo...

Bravísimo!!!
Un relato con personalidad, y entretenido.

Unknown dijo...

Muy buen relato..!