sábado, 3 de abril de 2010

Madrugada

Había pasado toda la noche sumergido en sus propios desvaríos; de repente, todas las personas que conoció aparecieron por un instante y desaparecieron en el siguiente. Una mosca que no podía colocar en mute con ningún control remoto se escabullía milagrosamente, a pesar de las palmadas que daba. La comezón era cada vez más insoportable.

La incomodidad llegó a un nivel tan elevado, que ya no pudo más. Hasta llegó a sentir que la tierra temblaba. Preso de una paranoia irreversible, salió del cuarto, se colocó las zapatillas y la bufando y salió para la calle. En ese instante no pudo sentir algo más refrescante que el aire de la noche; ni siquiera le importó que algún maleante estuviera a esas horas vigilando la zona. Una partida de niños minadores merodeaban por los basureros, que hasta entonces no habían sido retirados por el camión recolector, cuyo sonido abismal también le despertó en más de una ocasión. A lo lejos, un perro solitario se paseaba también.

Volvió a mirar por un segundo a todas las personas que protagonizaron sus desvaríos, y las vio desaparecer. Los niños minadores se esfumaron también. De pronto, el sonido de la mosca, del camión de la basura, el aullido del perro y la comezón volvieron todos al mismo tiempo. Ni siquiera la frescura de la noche pudo redimirle. Las horas transcurren y la noche parece prolongarse. La naúsea regresa y el cuerpo se siente ligero nuevamente. En un instante, parece posible escapar del cuerpo, que es como una prisión para el espíritu. Intenta escaparse, pero un invisible hilo umbilical le retiene a las entrañas. No es posible escapar. No se posible irse.

De pronto, el sonido del colibrí aparece de entre la nada como música llena de ternura y libertad. La comezón se vuelve menos frecuente y la mosca se ha ido a descansar. De nuevo, el espíritu y el cuerpo parecen volver a ser uno. El camión se ha ido ya, al igual que los niños. En el cielo un artista ha echado un brochazo celeste que empieza a difuminar la oscuridad.

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