Llegó una noche de diciembre: Andrea decía que desde hace rato escuchaba un ruido similar al de un bebé. En la tele pasaban un episodio interesante de Smallville, y un poco antes habíamos comido chaulafán con cola, por lo que no tenía el menor interés de salir a la calle de nuevo. Unos pasos se escuchaban a cada rato en la terraza; «seguro es algún vecino tuyo» le dije a la Andrea, luego de su insistencia que ya me estaba fastidiando.
—Veré que pasa —respondió, evidentemente cabreada.
Los minutos pasaban y Andrea no volvía a la cama. "Amor, ya, disculpa" dije en voz alta. Hacía rato que veía la luz de la cocina encendida. Por un momento pensé que para la Andre era un cobarde; pero me sentía tan cómodo y caliente bajo esa suave cobija, que me fue imposible salir.
Andrea no regresaba.
Luego de terminarme el botellón de Pepsi, me fui inútil seguir resistiendo las ganas de ir al baño. Fue entonces cuando escuché también aquel ruido similar al de un bebé.
De repente me acordé de todas esas historias de
Oliver Twist y el
Éxodo de la Biblia
, con bebés en canastas y todo ese rollo. ¿Habrá alguien dejado fuera a un bebé?
—No, Mauro —me dijo ella, como si hubiese leído mis pensamientos. —Es un gato; tenía hambre.
Y de inmediato, me presentó al escuálido animal, quien al verme, salió corriendo asustado.
—¡Qué hiciste Mauro! —me dijo Andrea. —¡Pobrecito, no ves que llueve full!
Aquella última frase me hizo sentir incómodo. —¡Ya, si le quieres más a ese gato quédate con él, me voy a mi casa! —le respondí, en un intento casi televisivo de hacer una escena.
No demoré mucho en salir de la casa de Andrea. En efecto, llovía; podía ver mi aliento como un pequeño humo blanco en la noche. Estaba muy enojado. «¡Gato infeliz!», me decía a mí mismo, mientras una señora que andaba cerca murmuraba en voz alta «quesff, guambra loco».
Al llegar a la parada de buses, una especie de remordimiento empezó a alterarme. La Andrea era algo obstinada, pero la amaba. Y me gustaba que quisiera a los gatos. Yo también tuve una hace mucho tiempo; pero la debilidad de sus cachorritos, que ocasionaba sus fallecimientos tan prematuros, era algo que en mi infancia me había marcado un poco. No quiero parecer cursi en esta instancia, pero aquello me entristecía mucho.
Decidí volver a casa de la Andrea. Entonces, en medio de la calle, apareció el gato.
—Gatito, ven acá —intenté decirle, como si el pequeño felino pudiera entenderme—. Si vienes acá la Andrea nos dejará entrar a los dos—insistí. De repente, el sonido de una puerta interrumpió nuestro diálogo.
—¡Qué quieres!—me dijo la encantadora pero enfadada voz de Andrea.
—Yo, este... disculpa, no quiero que estés enojada conmigo, por favor —le dije. —Te quiero... no peleemos esta noche —concluí.
Lo siguiente que recuerdo fue que nos abrazamos, encima de la calle que parecía un brillante espejo por la lluvia.
Mientras escribo estas líneas, acabo de enterarme que
Tali, como bautizó Andrea a la gata (que obviamente resultó no ser un gato) ha tenido tres gatitos de todos los colores. Hace casi un año que no he visto a Tali, desde que la Andre y yo terminamos; lo último que recuerdo es que una noche, un poco antes de nuestra ruptura, mientras la Andrea y yo veíamos la tele, la gata me aruñó impunemente.