lunes, 10 de marzo de 2025

Un eclipse

      Aquella mañana, ella me había jurado que anochecería a la mitad del día. Desde luego no le creí nada: ella tenía seis años y yo nueve, y lo único que esperaba de la vida era que el año lectivo terminara para al fin largarme de vacaciones. 

     Mi escuela vespertina había programado una excursión hasta el planetario del Instituto Geográfico Militar; nos pidieron hasta el cansancio que consiguiéramos una radiografía, pues de mirar directamente al sol durante el eclipse, podríamos quedarnos ciegos. Mi madre conservaba la imagen de una rodilla que se había hecho por un malestar, misma que cortó en dos para que mi hermano menor (que iba a clases conmigo) también pudiera mirar. 

     —¿Puedo ir con ustedes? —apareció de repente la niña de al lado de nuestra casa, como un fantasma. Su escuela ya había terminado el período lectivo y ya estaba de vacaciones, esas que tanto yo ansiaba y que aún debíamos esperar debido a uno de los tantos paros de profesores.

     —No creo que te dejen ir, ni tus pas ni mi escuela —respondí con algo de envidia. Mi ma, a quien nuestra peque vecina le parecía simpática, no tardó en regañarme.

     Llegamos creo como a las dos de la tarde; mi ñaño estaba con su grado y yo con el mío. De pronto, la niña fantasma también apareció allí.

     —Si quieres saber cómo vine, tendrás que regalarme una de tus frunas.

     —¿Y para qué voy a querer saber? Seguro te trajo tu ma.

     Unos minutos después, me di cuenta de que mi radiografía no estaba. Mientras me comía mis frunas, mi vecina se había llevado mi placa sigilosamente. 

    —"Mierda, ¿y ahora cómo veré el eclipse?" —pensé en voz alta. 

     El evento comenzaba y sin nadie dispuesto a prestarme un pedazo de película, tuve que buscar a mi vecinita, mientras todos miraban al cielo. "No veré nada", me repetía. Una hora más tarde y decepcionados pese a saber que el eclipse por acá no sería total, la escuela había decidido que todos regresemos a nuestras casas.

     Enfadado y tras caminar por varias cuadras y un par de horas, mi tía y mi hermano me recibieron cariacontecidos en la esquina. Supuse que me tía me jalaría de las orejas por quedarme tonteando.

     — ¿Te quedaste por si acaso jugando con la hija de los vecinos? Dicen que no asoma —exclamó mamá acongojada—.

     De inmediato nos pusimos a buscar por todo el barrio y el siguiente. Una patrulla de policía también estaba al tanto. Los padres de mi pequeña vecina nos contaron que incluso habían regresado al planetario, por si se había quedado escondida, y que el personal militar estaría atento.

     Había oscurecido hace rato —eran casi las nueve o diez de la noche—, y no sé por qué, pero con el pretexto sonso de ir a la tienda (como si aún estuviera abierta) decidí coger la bici e ir a La Alameda. Ya en del parque, recién caí en cuenta de que estaba cagado de miedo.

     —¡DAME MI FRUNAAA! —Escuché de pronto a mis espaldas—. Te dije que anochecería. ¡Gracias por tu radiografía!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Quiero mi frunaaa ✨

David Nikolalde dijo...

😄