Hace dieciséis años me declaré por primera vez a alguien. Estaba nervioso: era diciembre, llevaba el uniforme de parada del colegio Montúfar y la había encontrado por casualidad en uno de esos desfiles por fiestas de Quito. Ese día elegimos al consejo estudiantil y con un amigo decidimos luego de votar ir por unos casetes en el Punk+Metal del centro histórico.
Previo a ese día la conocí meses atrás, un viernes de abril de 1996 en el Círculo de la Prensa de la calle Mejía, ubicado frente al antiguo Registro Civil. Me gustó desde el primer momento en que la vi; era una tarde de viernes y el club de periodismo tenía un evento de reconocimiento para cierto personaje que al parecer llegó después de mí, pues, cuando lo hice, todos se pusieron de pie pensando que yo era el homenajeado. Tras sentirme importante por cinco segundos y mientras todos se reían por la confusión, la vi por primera vez. Estaba adelante, con una comitiva de su colegio y llevaba el uniforme de parada de leva azul oscuro y falda gris del colegio Consejo Provincial. Su cabello y ojos parecían del color de la miel y llevaba un cerquillo en la frente. Puede que exagere por efecto de la nostalgia, pero me pareció la chica más linda que había conocido en mi vida.
Al día siguiente, un sábado por la mañana, mi sorpresa fue grata al verla de nuevo. Esta vez lucía un atuendo más sencillo, aunque lucía igual de bonita. «Me llamo Elizabeth, y mi amiga es...» importaba poco. «Soy Jorge». Aquellos sábados de abril y mayo previos al verano del 96 fueron quizás los más felices de mi adolescencia; cada vez que andaba ya por la Mejía y estaba por llegar al Círculo donde se reunía el club sentía cierto nudo en la panza, que me atemoriza pensar no vuelva a sentir jamás.
El último sábado, en que se haría la clausura del ciclo de ese año, no se me ocurrió otra manera de llamar su atención que fastidiarla. Mientras lo recuerdo aún siento un tibio impulso en mi alma así como algo de vergüenza. Por esos días, el municipio todavía promocionaba el trolebús, inaugurado un año atrás; en un folleto con dibujos del trole empezamos a insultarnos tiernamente: «bruja», «feo», «odiosa», «horrible». «Me caes bien». «Tú también».
Me moría de ganas de decirle que me gustaba pero no quise precipitarme, así que le pedí que me apunte su número en el mismo folleto, pese a que en ese entonces ni siquiera tenía teléfono en mi casa. Qué afortunados son los chicos de hoy en tener redes sociales. Me prometí cuidar de ese folleto como a un tesoro, pero días después desapareció misteriosamente.
Una semana después nos invitaron desde el intercolegial a cubrir el evento de campaña de un candidato a la alcaldía, en el sur de la ciudad; por casualidad conocí allí a una compañera de la Eli, Katia, quién me contó que en julio habría una fiesta de fin de año lectivo en su colegio.
El día del baile, al que llegué con Katia, ya que extravié el folleto con el número de Elizabeth para invitarla, desde el pasillo de ingreso al coliseo que daba a una escalera que todos debían descender, volví a verla: me sentí el muchacho más feliz del mundo y y mientras la abrazaba, deseé que ese abrazo no terminara jamás. A veces me gustaría tener una máquina del tiempo, regresar a ese momento e irme de inmediato con ella; decirle lo mucho que la había echado de menos, que aún sentía cierta cosquilla en el pecho cada vez que me acordaba de ella y más.
—Estoy esperando a la Katy, ya bajo —respondí alegre, aunque nervioso.
—Bueno, ¡nos vemos adentro, asomarás!
Katia llegó después; entramos al coliseo, bailamos un rato e incluso tomamos una cerveza. Sin embargo, mis ojos buscaban los de Elizabeth.
— ¿Te gusta, verdad?
— ¿Qué? —La música alta no me dejaba escucharla o era la excusa para hacerme el loco—. ¿De qué estás hablando?
—Mmm, de nada.
Al rato, la Katy me dijo que la espere un momento mientras iba a saludar a unos amigos. En medio de eso la Eli asomó de nuevo. Pese a estar feliz, aún me sentía tímido.
—Ya me tengo que ir... pero me ha alegrado mucho verte aquí.
—¿Ya te vas? —respondí decepcionado, pues ni siquiera habíamos bailado.
—Me alegró verte.
—A mí también —seguro en ese momento y por mi cara de tonto, era ya evidente para ella lo que sentía.
— ¿Te volveré a ver?
—Sí, nos veremos después de vacaciones.
No volví a pedirle su número; me dio recelo admitir que perdí el folleto donde lo había anotado, pese a jurar que lo guardaría como un tesoro. Terminado el baile, Katia me acompañó hasta la parada de bus de los Marín-Solamda para volver a mi casa.
—Te gusta. Sí, te gusta.
— ¿De qué estás hablando?
—Te gusta la Eli. Se te nota full.
—Sí... sí me gusta.
—Ya pues, ahí para hacerte los planes con ella. Es buena gente.
— ¿Harías eso por mí? ¿De verdad?
Esa noche no dormí de la emoción: estaba seguro de que Elizabeth sería mi primera novia. Pese a no encontrar su teléfono intenté ubicarla por otros medios, a ver si nos juntábamos en vacaciones, durante el mismo verano en que Jefferson Pérez ganaba el primer oro olímpico para nuestro país. Busqué aquel folleto del trole donde apunté su teléfono, pero nada que ver. Decidí entonces buscar a la Eli entre Solanda y la Villa Flora por si aparecía de casualidad, pero no volví a verla hasta noviembre, en que el intercolegial de periodismo volvió a reunirse, esta vez en el colegio Quito de Chimbacalle.
..................
Ese octubre estuve a punto de no volver al intercolegial del Círculo de la Prensa, pues, como estudiante ya de cuarto curso, me había presentado al examen para el club de periodismo del diario El Comercio junto con otro compañero del Montúfar, que al año siguiente viajaría de intercambio al extranjero. La carta de admisión al club llegó días después y debía ser confirmada por nuestro rector, un tipo que más bien parecía un fantasma, pues solo se asomaba durante los programas del colegio. Desubicado como era, en lugar de confirmar nuestra participación envió a otros pelagatos de quinto curso asomados de la nada, a quienes nunca vi en el examen del periódico y que también empezaron a acudir al otro intercolegial de periodismo por las tardes.
Por razones que no entendí entonces, la Eli ya no era la misma. Intenté acercarme de vuelta con alguna broma pero ya no le causó gracia. Quizás fueron las vacaciones; quizás algo en casa, tal vez otro chico... nunca lo supe. La encontré más distante; ni parecía que me hubiese extrañado. Nunca hablamos sobre las vacaciones. Alguien la había deconstruído y reprogramado. Por aquellos días (e incluso hoy) no sabía qué hacer en esos casos. Esperé, por último, que al menos volviésemos a ser amigos.
………..
De vuelta a diciembre del 96, luego de pasar por la tienda de rock, por accidente había tirado un puesto ambulante de habas y maní confitado de una señora. Tras intentar hacerme el loco y salir corriendo, la mujer me persiguió y me dio un golpe, exigiendo que le pague por las golosinas. Mi amigo Luka, quién se jalaría ese año y el siguiente se cambiaría de plantel, se cagó de risa.
Fue justo después de ese chasco que la vi otra vez: el club de periodismo había tomado parte de una comparsa de varios colegios por las fiestas de la ciudad, con chullas quiteños, quiteñas bonitas y carros alegóricos. Elizabeth lucía hermosa. El chico designado para ser su caballero al parecer se había esfumado o lo que sea, por lo que al verme con el uniforme de parada del Montúfar, Viviana, otra chica del colegio de la Eli, decidió que yo sea su reemplazo. No alcancé a decir pío; solo me dejé llevar. La expresión apática de la Eli había desaparecido: estaba más radiante y alegre. Volví a sentir algo en la panza. El Luka ya se había ido; mientras desfilaba nuestra comparsa y seguramente con cara de perrito de tarjeta, le dije a Elizabeth que se veía muy linda. «Gracias», respondió, y mientras lo hacía, me perdí de nuevo en sus ojos. El desfile concluyó en la plaza de Santo Domingo, donde nos quedamos por un rato más.
—Te gusta, ¿verdad? —preguntó Viviana.
—«Oh no, no otra vez, como el día del baile con la Katy» —pensé.
—Sí, todos ya lo saben, supongo —respondí.
—Y qué esperas, declárate a la Elizabeth.
— ¿Qué? ¡Estás loca!
— ¡Vamos, para qué esperar, ja, ja, ja!
—Pero, ¿y si me dice que no?
—No te va a decir que no, te prometo. Es más, hablaré con ella, dale, vas a ver que te dice que sí.
No estaba seguro de aquello.
—Gracias, pero mejor no.
—Ah, ¿qué no eres hombre?
Y con esas palabras, la Vivi puso a prueba mi virilidad puberta.
……….
—Elizabeth, ¿puedo hablar contigo?
—Sí, claro, espérame un segundo, ya voy.
Esperé.
—Ahora sí, dime...
—Bueno, yo, eh... bueno... ¿Tienes la hora?
— ¿Para eso querías hablar conmigo?
—Sí, je, je... bueno, ya me voy.
Me sentí como un idiota. Era ahora o nunca.
— ¡Espera! ¡No te vayas! —grité mientras simulaba irme y veía cómo se alejaba—. Nos encontrábamos muy cerca de la cruz de la plaza. Ella volvió.
—Y, ¿bueno?
«Es que… te quiero. Sé qué es tonto, y qué quizás suena loco... pero desde que te conocí no he dejado de pensar en ti. Te siento presente en todas las cosas bellas de este mundo; te siento en cada canción y cada libro, y en el cielo azul. Te siento en mi alma y en los días por venir. Perdona si soy labioso y todo lo que te digo parecen bobadas; sé que es fácil decir lo que sea, pintar pájaros en el aire o bajarte la luna. Pero te aseguro, qué lo que siento por ti inspira lo mejor de mí, y si me dieras una oportunidad, si sintieras lo mismo, me gustaría compartirlo contigo, durante el tiempo que estuviésemos dispuestos a andar juntos, y de no ser así… al menos quiero que lo sepas».
Esas habrían sido las palabras más apropiadas. Pero a los catorce años, lo único que se me ocurrió decir fue: «es qué... me gustas... me gustas, y me gustaría saber si quieres ser mi pelada».
—¡NO, NO, NO! —Repitió con las manos sobre la cara (por si no me quedaba claro).
—Oh, ¡perdona! No quise molestarte, lo siento —repliqué de inmediato, como para aliviar la metida de pata.
Tras dar la vuelta e intentar salir del modo menos foco posible, ella me tomó del brazo. Entonces dijo «estoy bromeando, claro que me gustas también, es más, te habías demorado full». Desde luego eso también fue parte de mi imaginación. Pensé de inmediato que también me preguntaría qué hora es, como yo al inicio.
—No te sientas mal. ¿Sabes? ¿Qué tal si nos damos el tiempo de conocernos mejor… y entonces te digo si sí o si no?
—Dale.
—Dale. Bueno, me tengo que ir.
Pese al consuelo de la Eli, no sabía qué hacer. Me imaginé a la Vivi y sus compañeras riéndose de mí en algún sitio de la plaza o al lunes siguiente en su colegio, aunque, años después, consideré que tal vez de no ser por ese empujón, me hubiese quedado con la duda para siempre.
……….
El sábado siguiente, Elizabeth dejó de hablarme de nuevo. Sin embargo, dos meses después, durante la celebración por San Valentín del club, ella me volvió a sonreír. Fue como la llegada de una brisa luego de tantos días de calor. Volvimos incluso a hacernos bromas. Pero momentos más tarde, durante el mismo día, uno de mis compañeros del colegio, de los que usurparon mi sitio en el club de El Comercio y por las tardes venía también al del Círculo, se declaró a la Eli también: estaban sentados y contemplé la escena casi en primera fila. No pude escuchar qué se dijeron, pero un beso fue más que todas las palabras.
¿Qué podría haber visto en él? Ni siquiera era más alto o guapo. Tenía más bien la facha del típico patasucia de los 90. Deduje con el tiempo, que el cambio de actitud de la Elizabeth, obviamente se había debido a que, como dejé de asistir por unos días al intercolegial pensando que me iría al club del periódico, durante ese lapso se habían conocido, y el tarado este, a pesar de tener otra pelada, empezó a meterle labia. Bueno, debí inferir también que de haber caído ante eso, la Eli no era la man que me había figurado, o por lo menos que yo no era del tipo de ella, de esos de estilo agrandado con quien las chicas aparentemente se sentían más seguras.
Pese al sacón de onda, la Eli me seguía gustando. ¿Se habría molestado por no llamarla en vacaciones? ¿Le habría gustado alguna vez? Probablemente yo fui el único que se armó toda una película. No sé si la quise en verdad; supongo que fue una de esas ilusiones típicas de adolescente.
Durante mucho tiempo me siguió pareciendo la más hermosa entre todas las chicas. Hasta el año siguiente y pese a obviamente no tener nada a mi favor, aún tenía la esperanza de «conocernos más» y convertirme en su novio. Me seguía preguntando en dónde vivía; aún guardaba la esperanza de encontrar el folleto del trolebús donde me había apuntado su número. Luego de verla de novia de otro que no era yo, y pese a que en el colegio escuché varias veces cómo mis compañeros y su novio se burlaban de ella, nada pudo hacer que nos habláramos de nuevo.
Tras la clausura del ciclo 97, en quinto curso tuve que cambiar el club de periodismo por la premilitar del 98. Me gradué del colegio en 1999; la vi por última vez cerca de la parada del trole del Seguro Social. Para entonces ya había empezado la universidad y un nuevo milenio, mientras ella aún cursaba sexto. Desde entonces no volví a verla ni siquiera en internet.
Pese a la distancia, a veces soñaba que volvía a darme su teléfono. En una ocasión, tras despertar, logré anotar el número completo, pero cuando marqué, y pregunté por su nombre, alguien me dijo que estaba equivocado. Tal vez volvió a verme alguna vez en la calle pero no quiso saludarme. Alguna vez creí reconocerla de camino a la universidad, pero al intentar acercarme y ver que estaba con alguien, preferí quedarme con la duda. Quizás ya es mamá. Tal vez se divorció y se volvió a juntar con alguien. Quizás esté muerta. Puede que con el tiempo volvamos a coincidir y no logremos reconocernos. No sé cuándo ni dónde. Puede que incluso, en este preciso instante, ella le cuente a alguien una historia sobre mí.
2012
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