viernes, 27 de enero de 2012

El futuro


   Mi nombre es Fabián Guachamín; nací a mediados de los ochenta en Quito, ciudad que mis padres escogieron para vivir, luego de conocerse en el bus que iba de Ambato a Latacunga y vivir un romance fugaz de seis días, durante los cuales gestaron a mi hermana mayor Miriam, a la que siguió Rolando, yo y finalmente Iván.

   Desde pequeños nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad; mirábamos con desdén a las personas que venían desde otros lados, pensando que ser quiteño era lo máximo. Siempre nos reconocimos como mestizos, aunque muchos aseguraban que éramos longos; para no sentirnos acomplejados, cuando pequeños, nuestro padre nos juraba que el apellido Guachamín era de origen español. El caso es que eso no le importó para nada a mi hermana cuando conoció a Santiago, el padre de mi primera sobrina, Cecilia, ni después, cuando conoció a Francisco, con quien finalmente se casó y tuvo a mi otro sobrino José. Tampoco le importó al Rolo, quien terminó de cajero de una agencia de pagos, donde conoció a otra cajera con la que se casó también. No. Esos detalles solo me importaban a mí, el chico que se pasaba rayando periódicos viejos, dibujando árboles genealógicos, coloreando logos de partidos políticos, calcando billetes, aprendiendo de memoria pasajes de la Biblia y el número siempre inestable de provincias y cantones del país y países del mundo.

   «Este guagua es el futuro es de la patria» solía decir con orgullo mi padre, cada vez que me entrometía en sus charlas con gente de su edad. Mamá solía pensar que mis aparentes conocimientos sobre política y mi acercamiento con la Biblia eran la señal enviada por Dios de que me haría sacerdote; en el pueblo de la provincia de Cotopaxi donde ellos nacieron, los vecinos solían pedirme que me acuerde de ellos cuando esté en el reino de los cielos, como si fuese Jesús en el Gólgota hablando con los ladrones. Me encantaba quedarme en la iglesia y no era porque quisiera ser cura; simplemente el sitio me parecía de lujo. Detestaba la casa de adobe de mis abuelos, llena de tierra y moscas. Me agradaba el piso pulcro de baldosa de la iglesia y el silencio.

   Los años corrieron: mi ñaña metió las patas, quedando embarazada de un man que juraba amarla con locura pero que desapareció sin dejar rastro; el Rolo, luego de sacarle canas verdes a nuestra madre finalmente sentó cabeza, el Iván nunca se quedó a supletorios en el colegio y yo ingresé a la facultad de Derecho, luego de haber deseado desde ser cura, militar, diplomático, arquitecto, forense, analista de muestras de sangre, actor y policía. Con el tiempo, mis padres se decepcionaron de mí; ya no era el chico afable y conversón que sorprendía a los adultos con datos triviales de los que nadie tenía idea. Durante el colegio, la táctica de aprenderme las cosas de memoria dejó de dar resultados y me volví holgazán, perezoso y distraído. Ni siquiera era un atleta; el Rolo, al menos, siempre se destacó en el fútbol y el Iván parecía destinado a ser el sucesor olímpico de Jefferson Pérez. Por cierto, el apellido de nuestra madre era Pérez. A veces, vencido por los complejos y la vergüenza, llegué a afirmar que era Fabián Pérez. Desde luego, eso me valió más de una pisa, no solo de mi padre, a quien ya no le hizo gracia intentar convencerme de nuestro origen hidalgo, sino también de mis hermanos. A los trece años creí enamorarme por primera vez; su nombre era Mónica. Solía llamarla por teléfono todas las noches. Con los días empecé a caerle pésimo, por lo que decidí marcar pasadas las doce de la noche. Su padre me contestó un día, y me dijo que si insistía se encargaría de buscarme en la calle y romperme la cara. Mi padre , al enterarse, juró que se la rompería a él primero, pero que luego rompería la mía si no tenía dignidad. Así, estudiar me importaba un rábano. Solo pensaba en la Moni. Creía que al conquistar su amor, todo lo demás vendría por añadidura.

   Ya en la universidad descubrí que el derecho me resultaba aburrido. Al año siguiente me cambié a la facultad de Psicología, pero mi neurosis personal me sugirió desistir. Durante el siguiente año decidí probarme en la facultad de Filosofía, donde me uní a las filas del Frente Revolucionario de Izquierdas. Me encantaba salir a las marchas y luego embriagarme. Eso era vida. Así, casi a las malas, logré terminar la carrera, aunque nunca me molesté en presentar mi tesis.

   Han pasado varios meses desde que egresé y ni siquiera me he molestado en buscar trabajo o escribir mi tesis. Mi padre, quien emigró a España, murió hace dos años; mi madre continúa administrando el bazar que puso con él hace más de diez. Si hay algo que le agradezco, es el no entrometerse en mi vida ni juzgarme por ser un mantenido. A veces le ayudo en el bazar y ahora un poco más, sobre todo desde que la Miriam decidió irse a España también. Mi hermano menor, Iván, acaba de recibirse de Ingeniero de la Politécnica Nacional. Ya no soy el futuro. Solo soy alguien más, que vive día a día frente al televisor, que probablemente jamás empuñará un arma para hacer la revolución y que en sus ratos libres continúa buscando el origen etimológico del apellido Guachamín.

   Me llamo Fabián, tengo 28 años, detesto trabajar, a veces me masturbo, a veces hasta la tele me aburre y no sé qué hacer con mi vida.





2 comentarios:

Fernando dijo...

Amigo David. La casualidad me ha llevado a tu blog, buscando imágenes de Sandmann, el muñequito de los dibujos infantiles de la RDA. He curioseado en las entradas más recientes, y tengo que felicitarte. ¿Escribes desde Perú? El cuentecito El Futuro es estupendo.
Si quieres asomarte a mi bitácora de periodista español descreido, la tienes en oliverrock.wordpress.com
Un saludo de Fernando Bellón

David Nikolalde dijo...

Gracias Fernando por tus comentarios. Escribo desde Ecuador.
Acabo de visitar tu blog. Tus textos y análisis sobre política se me hacen interesantes también. Te he incluido en mis listas.
Saludos!