jueves, 27 de mayo de 2010

Matar, muerte, morir


El día en que asesiné al perro que devoró a Waldo, el pequeño pato que tenía en casa de mi abuelo, entendí definitivamente que no quería ser abogado. La decisión de condenar a muerte a otro ser vivo (un perro, supuestamente con mayor inteligencia y sensibilidad que otros animales), era algo que no me dejaba dormir. En la televisión son comunes las noticias sobre ajusticiamientos indígenas, donde los supuestos criminales son incinerados; la justicia es un elemento tan comercial que muchos no sólo descreen de ella, sino que la han reducido a una máxima vital: eliminar al mal de raíz, matar, sí, matar, como lo disponía la Ley del Talión, como lo dispuso Moises contra quienes trabajaban el sábado, como lo dispuso Hitler con los judíos, como lo dispusieron varios judíos contra varios palestinos. La sed de sangre, de vacío, de silencio, es una necesidad difícil de satisfacer, pero con una gran imposición moral que provoca remordimientos, entre ellos, el miedo a la muerte misma, a ser la víctima, la carne donde se depositará el cuchillo, el pulmón que será atravesado por la bala, la respiración que termina, el alimento de otro ser vivo.

1 comentario:

Memo dijo...

Ese alimento de otro ser vivo incluye los amores pasajeros.

Estoy morelio, hermano. Ahora sí se me salió la quinceañera ja! Saludos!