miércoles, 11 de noviembre de 2009

Quemando tus recuerdos


La tarde en que supe de su partida quise irme también. Hacía mucho que no la veía, desde que viajé al sur. Siempre eché de menos el ver juntos un puñado de nieve; en nuestra ciudad el sol siempre era intenso, y ella adoraba el calor. Todas las muertes son inevitables; el problema es que algunas se nos hacen inverosímiles, imposibles de creer. Y no podía creer que se hubiera marchado también.

A veces, cuando miro las pocas fotografías que compartimos juntos todavía me cuesta creerlo. No se trata de un telenovelesco lamento, ni de una pena ajena; se trata de una desaparición interior, por que como diría Hemingway, he sentido desaparecer también, junto con la fotografía, como si un pedazo de mi alma hubiese sido robado.

Alguna tarde, muchos años atrás, me había obsequiado una prenda modesta pero de gran valor: una bufanda. Cuando me enteré de lo sucedido fue lo primero que se me ocurrió hacer: buscar esa prenda y devolvérsela. Sentí que se lo debía: sentí que tenía que llevarse todo el cariño posible que engendró alguna vez. Sin embargo, la prenda había desaparecido. Revolví toda la casa esperando encontrarla; hasta desarmé un sofá entero, creyendo que se había ocultado bajo los cojines. Pregunté a los vecinos, a la seño de la tienda, al carnicero, al hombre de las papas fritas, a los del chifa, a los de La Alameda. Pregunté en varios foros de internet. Nunca obtuve una respuesta.

Mucho tiempo después, había ofrecido una fiesta en mi casa toda la noche, y tuve que ponerme a limpiar. Luego del desastre, varias moscas se quedaron a seguir disfrutando. Hice lo posible por eliminarlas, pero había una que se rehusó a morir, hasta bien entrada la noche. No sabía que hacer; intenté matarla con el periódico, lanzándole el celular, tirando los cojines de la sala. Pero todo fue inútil. Tuve que levantarme de la cama, tan cansado y aburrido como estaba, para tratar de eliminar a la mosca. Entonces decidí seguirla. La mosca caminaba sobre el entablado de la sala, para levantarse de vez en cuando. Sé que las moscas no pueden vivir más que algunas horas, pero quería llevarme el trofeo de asesino esa noche. Mi gato dormía panza arriba sobre el escritorio, por lo que no sería de gran ayuda. Entonces, comencé a imitar a los comandos, y me arrastré debajo de la cama, del escritorio, del bar de la alacena y del piso del cuarto de planchar, cuando de repente sucedió. La bufanda estaba allí, sucia, húmeda, mugrosa, y además, se había convertido en un gran nido de moscas.

A veces me gusta encender la chimenea, por una cuestión de pirotecnia reprimida. Esa noche la bufanda fue el combustible ideal. Mientras saboreo el placer de contemplar como el fuego le devuelve la bufanda en forma de humo a mi amiga, me he puesto a escribir detrás de la foto que alguna vez nos sacamos juntos.