
Acababa de cumplir cinco años; lo que recuerdo de aquella década, además de una canción de Europe, «The final countdown» —obviamente supe eso mucho después, solo reconocía la tonada—, era un paquete de Legos que papá nos compró durante la navidad del 86, y que mis hermanos Luis y Andrés solían convertir en preciosas naves y robots que luego destruían a golpazos. El jardín de infantes también es un recuerdo borroso: lo único que aún llama mi atención es el papel brillante de colores que utilizábamos para hacer bolas que luego pegábamos con goma formando dibujos, lo cual se me hacía un gran desperdicio ya que el papel me parecía muy bello. Un día, me quedé dormido en clase; por alguna razón, mi hermano mayor fue por mí en lugar de mamá.
A papá le encantaban las motos: siempre le recuerdo como un campeón de motocross. Tuvieron que pasar varios años para enterarme de que en realidad nunca ganó una competencia, y que lo más cercano que logró fue un tercer lugar, donde obtuvo una refri de premio. Solía llevarme a su trabajo, un banco para el que hacía de mensajero, donde tenían de esas compus con pantalla oscura y letras verdes que me deslumbraron más que el papel brillante del kinder. Jorge, mi papá, utilizaba tres motos durante la semana: una blanca que tenía un hueco cubierto con masilla cerca del motor (su moto oficial), una Vespa que el banco le proporcionó para el camello y otra moto negra, que en realidad no era suya, sino de uno de mis tíos.
Papá se fue un día: recuerdo que cada noche me lo imaginaba con gafas y bufanda al puro estilo del Barón Rojo, a bordo de un avión de esos de la Primera Guerra Mundial. Trataba de construir lo más que podía el hangar donde guardaba cada noche su nave, luego de pasarse el día entero vigilando que no ingrese algún caza peruano a nuestro territorio, para luego volver en su moto parchada a nuestra casa.
Una mañana volví a verlo: mis abuelos tenían una tienda frente a la única calle de Koyagal, el pueblo donde nacieron mi pa y mis tíos, y por ende, a veces había que recibir proveedores. Papá traía una camiseta roja de Coca-Cola —la referencia se hace necesaria para aclarar el contexto—, y antes de irse había pedido una quesadilla.
—¡Hola papá! —le grité emocionado—. Habían pasado semanas desde la última vez que nos vimos. Me mostró una agradable sonrisa y nada más.
—Papi, ¡qué tal te fue? ¡Qué me trajiste! —los niños de todas las épocas siempre han sido tan interesados; eso de su inocencia es algo que debería debatirse con mayor profundidad—. Sin embargo, papá se fue; el camión le esperaba. Supuse que había conseguido otro trabajo, aunque admito que también me desilusionó que ya no anduviera más en su moto. Días más tarde, mis ñaños y yo regresamos a Quito.
De vuelta en casa, le pregunté a mamá: —¿Mami, porqué mi papi no me dijo nada en el pueblo y por qué no está aquí? —en realidad estaba enfadado, porque no me había dado ningún regalo—. Mamá respiró, serena.
—No era el Jorge; tu papá se fue al cielo.