lunes, 6 de septiembre de 2010

Calles de barrio


Solía esperar sentado, caminando, corriendo y divagando durante horas; a veces no me importaba si llovía o si una avalancha humana se lanzaría en una estampida. Cerca del lugar un elefante blanco aguardaba por abrir los ojos; no muy lejos, la niebla negra lo envolvía todo.

Acostumbraba repetir un nombre ahora desconocido en silencio, en voz alta; no faltó nadie que me creyera loco. Lejos, una solitaria cancha aguardaba el grito infantil y extrañaba el furor de los ya envejecidos. Las viejas barandas del estadio se oxidaban al ritmo de las hojas al caer; era un pueblo fantasma.

A veces, para ser el primero en llegar, tomaba un bus cuya terminal era una estación de acero, gris, opaca, como un gallinero de dimensiones espeluznantes, y para partir, casi con el alba, abordaba otro colectivo de colores venidos a menos, de ventanas grasientas y de olores reprimidos. De vez en cuando el aroma de una empanada se colaba por alguna arista, entremezclandose con el anhidrido carbónico.

Me pregunto que habrá sido de mí. Me pregunto que habrá sido de esas calles de azul obscuro, tendiendo a negro. Me pregunto sí todavía suelen haber estampidas humanas capaces de la carnicería, la brutalidad y la sangre; me pregunto si habrán otros muertos en aquella estación gris.

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