Pese a ello, en alguna ocasión decidimos participar al igual que muchos quiteños en la peregrinación de la Virgen de El Quinche, que hasta ahora suele partir de Calderón, en alrededor de (si no me equivoco) 35 o 40 kilómetros de caminos empedrados y chaquiñanes de puro polvo.
Unos años antes, mientras regresaba con mi familia de Chillogallo y pasábamos por La Marín, mi pa me habló por primera vez de este evento, tras mirar por la ventana del bus a un montón de personas que compraban pilas y linternas. Mis viejos habían participado en una ocasión de la caminata y me contaron que toda esa gente iba en camino. Por un momento se me cruzó la idea de colarme con ellos: caminar entre la oscuridad se me hacía algo nuevo e interesante. Sin embargo, esto no le gustó a mi ma, quien todavía me consideraba pequeño para algo así, además de presentir que mis motivos para la travesía no eran precisamente religiosos.
Ya en quinto curso del colegio, en noviembre del 97, el Omar y yo decidimos participar. Esa tarde me la pasé viendo televisión, escuchando música pesada y durmiendo. No sé qué carajos estaría haciendo mi pana. Otra de las cosas que recordaba es que los peregrinos iban cargados de enormes grabadoras de estéreo. Esperaba que mi amigo, un coleccionista empedernido de música y aparatos de sonido, llevara también una grabadora. En lugar de ello, cada uno llevó su walkman.
Fui hasta la casa del Omar en Solanda, desde donde salimos a La Marín, para de ahí tomar otro bus hacia Calderón. En secreto, esperaba durante la caminata tener la suerte de conocer a algunas peladas noveleras al igual que nosotros, que estuvieran guapas y nos hicieran la conversa. En lugar de ello, solo vimos a una chica (creo la hija del chofer), un poco menos fea que el resto de muchachas que iban en el bus, a la que mi pana intentó coquetear sin éxito.
Ya en Calderón, el sitio parecía feria de añoviejo: por todos lados vendedores de estampitas, K-chitos y golosinas para el viaje. El trago no se hizo esperar como tampoco las grabadoras, que en lugar de emitir heavy metal sonaban puro punchis punchis. Para la travesía llevé unos zapatos tipo botines, que meses después también utilicé durante la premilitar.
La caminata inició con toda la algarabía posible de una nueva aventura. Nos sentíamos un par de pioneros, entre tantos patasucias, dispuestos a comernos el mundo y ensuciarnos las botas. Los primeros kilómetros fuimos de lo más frescos: me pasé hablando de Eli, la chica que me gustaba, como por una hora: le conté al Omar desde cómo la había conocido hasta cuando la vi por última vez, en el Club de Periodismo. Mi amigo me contó en cambio sobre cierta prima que le gustaba... En realidad, era como la tercera o cuarta vez que nos repetíamos estas historias... luego, hablamos sobre Ángeles del Infierno y otras bandas. Había polvo y oscuridad. Pronto, el sueño empezó a invadir mis ojos, mientras el sudor empapaba mi frente y mi pecho.
Tras cruzar la vía a Guayllabamba, tuvimos que ascender por dos colinas que se volvieron una cordillera impenetrable. Muchos peregrinos -chumados ya- no sentían pena de caer rodando, cual costal de papas roto. Una chica, que parecía una niña en ese entonces y que ya debe ser abuela, hacía un gesto de desesperación mientras se agarraba de una cinta que su padre, seguramente, ató en un árbol seco. Pese a no estar ebrios ni drogados, el Omar y yo estábamos voladotes. En ese momento me arrepentí con sinceridad de mi novelería. Supongo que los demás tomarían eso como una prueba de su fe.
Al llegar finalmente a la cima de la colina, un puesto de secos de chivo y de gallina me hizo ojos. Tenía mucha hambre y sed, pero al notar que estábamos envueltos en una nube de polvo, el Omar y yo decidimos seguir. Ya sin eje o prisa, agotados los temas de charla y solo deseando que esa puta travesía llegara al final, de repente escuché desde una grabadora la canción "Loving you" de Minnie Riperton. Mi amigo, poco acostumbrado a esa música (según él, además del metal el único grupo "suave" que había escuchado era Menudo), no pudo disfrutar igual que yo de esa voz. De pronto, el camino se volvió una monótona ruta empedrada, que no tendría fin jamás.
Unos años antes, mientras regresaba con mi familia de Chillogallo y pasábamos por La Marín, mi pa me habló por primera vez de este evento, tras mirar por la ventana del bus a un montón de personas que compraban pilas y linternas. Mis viejos habían participado en una ocasión de la caminata y me contaron que toda esa gente iba en camino. Por un momento se me cruzó la idea de colarme con ellos: caminar entre la oscuridad se me hacía algo nuevo e interesante. Sin embargo, esto no le gustó a mi ma, quien todavía me consideraba pequeño para algo así, además de presentir que mis motivos para la travesía no eran precisamente religiosos.
Ya en quinto curso del colegio, en noviembre del 97, el Omar y yo decidimos participar. Esa tarde me la pasé viendo televisión, escuchando música pesada y durmiendo. No sé qué carajos estaría haciendo mi pana. Otra de las cosas que recordaba es que los peregrinos iban cargados de enormes grabadoras de estéreo. Esperaba que mi amigo, un coleccionista empedernido de música y aparatos de sonido, llevara también una grabadora. En lugar de ello, cada uno llevó su walkman.
Fui hasta la casa del Omar en Solanda, desde donde salimos a La Marín, para de ahí tomar otro bus hacia Calderón. En secreto, esperaba durante la caminata tener la suerte de conocer a algunas peladas noveleras al igual que nosotros, que estuvieran guapas y nos hicieran la conversa. En lugar de ello, solo vimos a una chica (creo la hija del chofer), un poco menos fea que el resto de muchachas que iban en el bus, a la que mi pana intentó coquetear sin éxito.
Ya en Calderón, el sitio parecía feria de añoviejo: por todos lados vendedores de estampitas, K-chitos y golosinas para el viaje. El trago no se hizo esperar como tampoco las grabadoras, que en lugar de emitir heavy metal sonaban puro punchis punchis. Para la travesía llevé unos zapatos tipo botines, que meses después también utilicé durante la premilitar.
La caminata inició con toda la algarabía posible de una nueva aventura. Nos sentíamos un par de pioneros, entre tantos patasucias, dispuestos a comernos el mundo y ensuciarnos las botas. Los primeros kilómetros fuimos de lo más frescos: me pasé hablando de Eli, la chica que me gustaba, como por una hora: le conté al Omar desde cómo la había conocido hasta cuando la vi por última vez, en el Club de Periodismo. Mi amigo me contó en cambio sobre cierta prima que le gustaba... En realidad, era como la tercera o cuarta vez que nos repetíamos estas historias... luego, hablamos sobre Ángeles del Infierno y otras bandas. Había polvo y oscuridad. Pronto, el sueño empezó a invadir mis ojos, mientras el sudor empapaba mi frente y mi pecho.
Tras cruzar la vía a Guayllabamba, tuvimos que ascender por dos colinas que se volvieron una cordillera impenetrable. Muchos peregrinos -chumados ya- no sentían pena de caer rodando, cual costal de papas roto. Una chica, que parecía una niña en ese entonces y que ya debe ser abuela, hacía un gesto de desesperación mientras se agarraba de una cinta que su padre, seguramente, ató en un árbol seco. Pese a no estar ebrios ni drogados, el Omar y yo estábamos voladotes. En ese momento me arrepentí con sinceridad de mi novelería. Supongo que los demás tomarían eso como una prueba de su fe.
Al llegar finalmente a la cima de la colina, un puesto de secos de chivo y de gallina me hizo ojos. Tenía mucha hambre y sed, pero al notar que estábamos envueltos en una nube de polvo, el Omar y yo decidimos seguir. Ya sin eje o prisa, agotados los temas de charla y solo deseando que esa puta travesía llegara al final, de repente escuché desde una grabadora la canción "Loving you" de Minnie Riperton. Mi amigo, poco acostumbrado a esa música (según él, además del metal el único grupo "suave" que había escuchado era Menudo), no pudo disfrutar igual que yo de esa voz. De pronto, el camino se volvió una monótona ruta empedrada, que no tendría fin jamás.
Entonces, una chica de cabello corto se acercó al Omar para decirle algo que no entendí bien. Creo que hasta le pasó un trago de su botella. Supuse entonces que el secreto para sobrevivir a la ruta era ir bebiendo. Y el camino siguió y las estrellas brillaban sobre las piedras... y las luces amarillas del pueblo, como telarañas, aparecieron finalmente.
Al llegar, lo último que quise (al igual que la mayoría de caminantes) fue escuchar misa. La plaza de El Quinche se parecía al cuadro del infierno de la iglesia de La Compañía de Jesús, pero con puros borrachos en lugar de demonios. Pero lo más feo del camino estaba por iniciar: aguardar despierto y de pie por un carro que nos devolviera a Quito.
A eso de las 6 AM, bajo la luz del día ya tras subirme al bus, juré que jamás volvería. Supuse por unos segundos que quizás fue una especie de castigo divino por burlarme de la fe idólatra de adorar a la imagen de una mujer, depositaria de tantos dolores y angustias. Mi promesa no sirvió de nada. Al año siguiente volvimos a buscar nuevas aventuras con el Omar.
Al llegar, lo último que quise (al igual que la mayoría de caminantes) fue escuchar misa. La plaza de El Quinche se parecía al cuadro del infierno de la iglesia de La Compañía de Jesús, pero con puros borrachos en lugar de demonios. Pero lo más feo del camino estaba por iniciar: aguardar despierto y de pie por un carro que nos devolviera a Quito.
A eso de las 6 AM, bajo la luz del día ya tras subirme al bus, juré que jamás volvería. Supuse por unos segundos que quizás fue una especie de castigo divino por burlarme de la fe idólatra de adorar a la imagen de una mujer, depositaria de tantos dolores y angustias. Mi promesa no sirvió de nada. Al año siguiente volvimos a buscar nuevas aventuras con el Omar.
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