Fue durante una exposición sobre Rosseau que empezó realmente a llamar mi atención, y no precisamente por su conocimiento del tema. El profe de Teorías de la Comunicación le había dicho que 'él, en si mismo, era el mejor ejemplo de el buen salvaje'. Terminada aquella clase, luego de fumarme un tabaco en el kiosco del ingreso a nuestro edificio, le vi sentado, tarareando una canción de Silvio Rodríguez.
—¿A poco te gusta esta música también? —le dije con cierta timidez.
—O sea, sí, no está mal —respondió mirando hacia la montaña.
El patio estaba un poco lleno, así que me senté junto a él. Noté enseguida que de Silvio se pasó a tararear un tema de Ángeles del Infierno.
—Tienes buena voz —le dije esta vez sin mirarlo a los ojos, mientras ojeaba unas copias para la clase de Lenguaje. Nunca me respondió.
Al rato, un par de amigos, Carlos y Andrés, me invitaron a ir al Antojitos por una biela hasta la siguiente clase.
—Qué raro es 'el buen salvaje' —sugirió Carlos, a quien sospechaba, le gustaba un poco. —O sea, no parece mala gente, pero ni siquiera he visto que se junte con los demás heavies—. La observación del Carlos me hizo caer en cuenta que era cierto: el buen salvaje (que en realidad se llamaba Leonardo) no bebía ni se juntaba con nadie.
Ese mismo día, luego de la clase de Lenguaje que terminó a la 13h00, decidí invitarle a almorzar. Sorprendentemente dijo que sí. Por un momento me arrepentí de hacerlo, pues supuse que se tomó demasiada confianza tras haber charlado con él más temprano; por otro lado, me imaginé que también empecé a gustarle, como al Carlos. No era ninguna Quiteña Bonita, pero me cargaba mi buena pinta.
—¿No te molestó que el profe de Teorías te llamará 'el ejemplo perfecto del buen salvaje'? —se me ocurrió preguntar, mientras esperábamos por la sopa.
—Me vale verga lo que me haya dicho. Solo es el típico man que se da de intelectual, y quienes se rieron de eso, los típicos lameculos que quieren quedar bien con todo el mundo.
—No creo que te haya dicho eso para fastidiar, no es mala gente el profe —dije de inmediato, defendiendo sin querer a nuestro profe.
—Como sea —concluyó—. Después del almuerzo tengo que ir a trabajar, no me puedo quedar por mucho.
Antes de irse me dijo que camellaba por las tardes en una copiadora y que los sábados repasaba con una banda de hardcore. Me prestó además un casete que se suponía era una grabación que hicieron de una canción inédita, y a cambio quedé en prestarle otro con canciones del Silvio.
Si bien su grupo no me pareció la gran cosa, le encontré muchas posibilidades. El domingo por la tarde, tras terminar un par de ensayos de Historia y de Teorías, me puse incluso en la tarea de diseñarle un logo a su banda y dibujarle una portada a su demo. Tras eso, en un casete nuevo que compré para grabar los noticieros de la radio le grabé encima toda mi cinta original de Silvio Rodríguez, pues recordé que un par de pelados del colegio jamás me devolvieron otros casetes originales que les presté.
Al día siguiente me desperté algo ilusionada. Imaginé que mis obsequios le encantarían al Leo. Sin embargo, este no se presentó ni a la primera clase del día, ni a la segunda ni a la tercera. Supuse que quizás debió estar enfermo y que regresaría el martes; sin embargo tampoco se presentó, ni el miércoles ni el jueves. Quise preguntar al Carlos y al Andrés si tal vez sabían dónde quedaba la copiadora donde trabajaba, pero me dio foca hacerlo: con lo cargosos que eran sabía que me empezarían a encamar con que me gustaba.
Finalmente el semestre acabó y nunca más volví a ver al Leo, hasta un día del semestre siguiente, en que le vi en la foto de un periódico, con la misma cara triste de buen salvaje con que le había conocido, pero acompañado de sus compañeros de banda de rock. Hasta hace no mucho tenía guardado ese recorte del periódico, junto con el casete de Silvio Rodríguez y el demo de su banda que nunca le pude regresar.