jueves, 21 de agosto de 2008

Grietas


Luego del atardecer.
cuando las flores se
marchitan,
lejos del fin,
tan cerca del recuerdo,
de un sueño.
Las nubes se tiñen
de gris,
en cada anochecer,
se apagan ya.
Y el viento es,
una excusa para
caminar,
y sentir alrededor,
el aliento que rebasó
los límites
de la cordura,
soledad,
una canción frecuente.
Las grietas sobre la pared,
pequeños agujeros que nos
recuerdan segundos perdidos.
Nos damos cuenta que quienes
nos acompañaban entonces
ya no están.
Mientras intento inútilmente
una canción otras risas
se escuchan en la calle,
otros sueños,
otras ilusiones,
serán el alimento de
nuevas flores,
ojalá que la lluvia
sea dulce nuevamente...

jueves, 14 de agosto de 2008

Despedidas


Ciertamente resulta difícil decir adiós a algunas cosas, en especial cuando llegar a la decisión ha sido un proceso muy lento y complicado. Muchos podrían considerar a esta observación como una querella, quizás una exageración, o como dicen, "buscar los cinco pies al gato" (en el fondo nunca comprendí esa frase, como no comprendo todavía eso de "sentar cabeza" o "madurar", ni que fuera un aguacate).


Muchos suelen presionarte para tomar decisiones, cuando en el fondo ni siquiera ellos saben que hacer consigo mismos... en otras ocasiones en cambio, nadie te escucha o alega demencia ajena (luego insinúan que te encuentras a la defensiva).


Adiós a tantas cosas... sería genial poder escapar ileso de todo, sin un solo rasguño... ¿Será eso posible?

lunes, 4 de agosto de 2008

Un gato en la oscuridad


Llegó una noche de diciembre; Andrea decía que desde hace rato escuchaba un ruido similar al de un bebé. En la tele pasaban un episodio interesante de Smallville, y un poco antes ya había comido un chaulafán con cola, por lo que no tenía el menor interés de volver a salir. Unos pasos se escuchaban a cada rato en la terraza; «seguro es algún vecino tuyo» le dije a la Andrea, luego de su insistencia que ya me estaba fastidiando.


—Veré que pasa— me dijo con un gesto de enfurecimiento.

—Haz lo que quieras —le respondí.

Los minutos pasaban y la Andrea no volvía a la cama. —Amor, disculpa —dije en voz alta. Hacía rato que veía la luz de la cocina encendida. Por un momento pensé que para la Andre era un cobarde, más que eso, un perezoso incapaz de levantarse; pero me sentía tan cómodo y tan caliente bajo esa suave cobija, que me era muy difícil dar un paso para salir.

Andrea no regresaba.

Luego del botellón de cola que había bebido, me fui inútil resistir la necesidad de ir al baño, por lo que debí levantarme. Fue entonces cuando, al fin escuché ese ruido similar al de un bebé, pero esta vez muy cerca.

De repente me acordé de todas esas historias a lo Oliver Twist y el Éxodo de la Biblia, con bebés en canastas y todo ese rollo. ¿Habrá alguien dejado fuera a un bebé?

—No, Mauro —me dijo ella, como si hubiese leído mis pensamientos. —Es un gato; tenía hambre.

Y de inmediato, me presentó al escuálido animal, quien al verme, salió corriendo asustado.

—¡Qué hiciste Mauro! —me dijo Andrea. —¡Pobrecito, no ves que llueve full!

Aquella última frase me hizo sentir incómodo. —!Ya, si le quieres más a ese gato quédate con él, me voy a mi casa! —le respondí, en un intento casi televisivo de hacer una escena.

No demoré mucho en salir de la casa de Andrea. En efecto, llovía; podía ver mi aliento como un pequeño humo blanco en la noche. Estaba muy enojado. «¡Gato infeliz!», me decía a mi mismo, mientras una señora que andaba muy cerca murmuraba en voz alta «quesff, guambra loco».

Al llegar a la parada de buses, una especie de remordimiento empezó a alterarme. La Andrea era algo obstinada, pero la amaba. Y me gustaba que quisiera a los gatos. Yo también tuve una hace mucho tiempo; pero la debilidad de sus cachorritos, que ocasionaba sus fallecimientos tan prematuros, era algo que en mi infancia me había marcado un poco. No, no quiero parecer cursi en esta instancia; pero si me entristecía mucho.

Decidí volver a casa de la Andrea. Entonces, en medio de la calle, apareció el gato.

—Gatito, ven acá —intenté decirle, como si el pequeño felino pudiera entenderme. —Si vienes acá la Andrea nos dejará entrar a los dos—insistí. De repente, el sonido de una puerta.

—Qué quieres —me dijo la encantadora pero enfadada voz de Andrea.

—Yo, este... disculpa, no quiero que estés enojada conmigo, por favor —le dije. —Te quiero... no peleemos esta noche —concluí.

Lo siguiente que recuerdo fue que nos abrazamos, encima de la calle que parecía un brillante espejo por la lluvia.

Mientras escribo estas líneas, acabo de enterarme que Tali, como bautizó Andre a la gata (que obviamente resultó no ser un gato) ha tenido tres gatitos de todos los colores. Hace casi un año que no he visto a Tali; lo último que recuerdo es que una noche, un poco antes de nuestra ruptura, mientras la Andrea y yo veiamos la tele, la gata me aruñó impúnemente.